miércoles, 20 de julio de 2016

CAPITULO 20: (TERCERA PARTE)






No era la respuesta que necesitaba oír, pero en ese momento, se quedó atrapado en su propia trampa.


No podía detenerse para hacer que aclarara su respuesta. 


Todo lo que podía hacer era degustar su cuerpo femenino, excitarse ante la manera en que se movía debajo de él. Y cuando cerró la boca alrededor de ella, Paula gritó de placer. 


En ese momento, aquello era bastante para él.


Sin embargo, no iba a ablandarse. Siguió con sus movimientos, sumergiendo la lengua en su sexo mientras trabajaba en su cuerpo excitado con la manera en que respondía ante él. Pero cuando explotó en su boca, no pudo contenerse. Paula siempre lo llevaba al borde de su autocontrol y aquella noche no fue una excepción. Se levantó sobre ella, sin darle tregua mientras hundía su cuerpo en su vaina apretada.


Observándola atentamente, se movió contra su carne tierna, asegurándose de que ella estuviera completamente al tanto de todo.


—Dímelo —exigió, sabiendo que estaba a punto, pero no pensaba dejarla venirse. La cabeza de Paulase movía hacia atrás y hacia delante sobre el colchón; le cogía las caderas con las manos, pero Pedro no se movía, no iba a ayudarla a saltar aquel precipicio—. Dímelo, Paula, y te haré volar.


Ella jadeó. Todo su cuerpo temblaba de necesidad. Se sentía loca, necesitaba que se moviera solo un poquito, pero no podía hacerlo moverse. Era demasiado fuerte, demasiado grande, y tenía control total.


—¡Te quiero! —gritó, intentando pensar en cualquier cosa que le hiciera moverse.


Pedro oyó sus palabras y casi llegó al clímax en ese momento. No podía creerse lo que le estaba diciendo. ¿Era verdad? Su corazón latía ahora con más fuerza, todo su cuerpo se estremecía mientras luchaba por mantenerse firme.


—¿Lo dices de verdad? —exigió con una voz dura, incrédula.


—Sí. ¡Por favor! ¡Te quiero mucho!


Con esas palabras, Pedro perdió el control y dejó que Paula obtuviera lo que deseaba tan obviamente. Movió su cuerpo exactamente como sabía que le gustaba a ella, cambiando de postura, entrando y saliendo de ella, subiéndole las caderas para estar en el ángulo exacto que le proporcionara el máximo de placer. Y solo cuando la cabeza le daba vueltas en un clímax que hizo que gritara su nombre y se colgara de él, se permitió alcanzar su propio placer.


Cuando sus cuerpos se hubieron calmado ligeramente, la estrechó entre sus brazos y la sostuvo muy cerca mientras se quedaba dormida.


Pedro observó el techo, contemplando las últimas dieciocho horas. Nadie, ninguna otra mujer, lo había controlado nunca de la misma manera en que lo hacía aquella mujer. No le gustaba y no sabía cómo lidiar con ello. Pero no podía dejarla. Lo había intentado. Se había despertado solo en la cama y se había puesto tan furioso con ella que había roto la nota donde le daba las gracias por unas vacaciones estupendas. Había llamado a su piloto y le había ordenado que se prepara para despegar para su próxima
inspección, pero tan pronto como embarcó en el avión, le dijo que se dirigiera a Washington D. C.


Durante el vuelo, había llamado a su empresa de seguridad para conseguir la dirección y la verificación de antecedentes de Paula. Debería haberlo hecho antes, pero no había sorpresas en su historia. Aparte del hecho de que su cuñado no era nada menos que Ivan Maddalone. Pedro le había vencido recientemente en una guerra de licitaciones de alto nivel por una cadena hotelera que, aunque se estaba hundiendo, aún tenía unas propiedades excelentes que podrían desarrollarse y ser utilizadas de manera más efectiva.


Con aquel descubrimiento, algunos de los comentarios que había hecho en el pasado por fin tenían sentido. Había dicho que alguien la había prevenido sobre él, que era un cabrón. 


Sonrió cuando Paula se acurrucó en sus brazos en la oscuridad. Miró al techo, pensando en cómo iba a vengarse de Ivan.


Pero entonces su brazo rodeó las suaves curvas de la mujer que tenía a su lado y sacudió la cabeza.


No podía vengarse de Ivan sin hacer daño a su esposa. 


Herir a su esposa significaba herir a Paula. Y eso estaba fuera de toda cuestión.


De modo que la única solución era… «Mierda, no tengo solución». Lo único que sabía era que iba a casarse con aquella mujer. Iba a tener sus hijos y serían jodidamente felices durante el resto de sus vidas.


Con aquel pensamiento, se quedó dormido, decidido a hacer que ocurriera de una u otra manera.




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