lunes, 11 de julio de 2016

CAPITULO 15: (SEGUNDA PARTE)





Había sido un día extremadamente largo y Paula estaba exhausta. Visitaron museos, comieron un almuerzo delicioso en uno de los restaurantes y luego Pedro las llevó a su casa. 


Les hizo un tour, que incluía una habitación fabulosa nueva decorada en rosa vivo con lunares negros y cortinas con
estampado de cebra. Las chicas se enamoraron al instante.


Mientras se echaban la siesta, Pedro revisó la información que le había proporcionado Paola y ayudó a Paula a entender todos los entresijos de su empresa de catering. 


Ahora sabía mucho más de lo que necesitaría saber en su vida. Se concentró muchísimo mientras Pedro le explicaba las cosas pero, a pesar de eso, en ocasiones tuvo que repetir las cosas un par de veces.


La tarde con sus padres no fue mucho mejor. Entró en su casa completamente dispuesta a defender a Pedro. Sin embargo, fiel a sus procedimientos habituales, derrochó encanto. Pasados quince minutos tenía a su madre y a la tía Mary comiendo de su mano. Su padre y el tío Juan tardaron un poco más en relajarse. Aproximadamente unos veinte minutos después de la llegada de Pedro, los hombres estaban en pie con una copa de alguna clase de whisky de malta e intimando como todos los hombres lo hacían desde la época de las cavernas: viendo la carne asarse en el fuego.


De vuelta en su apartamento, le dio un baño rápido a las niñas, les leyó un cuento para ir a dormir y se quedaron fritas.


Estaba cerrando la puerta de su habitación cuando se dio la vuelta, preparada para sonreír educadamente cuando Pedro se fuera. Pero obviamente, él tenía otras intenciones.


—¿Qué haces? —preguntó Paula boquiabierta cuando lo vio desabrocharse la camisa.


—Me voy a la cama —le dijo él, con una luz extraña en la mirada. Era casi como si la estuviera retando.


—No puedes dormir aquí —resopló ella.


Sus cejas se arquearon.


—¿Por qué no?


—Porque… —empezó a decir algo, pero sus dedos seguían desabrochando la camisa—. ¡Para! —siseó.


No lo hizo. Los botones seguían abriéndose y los ojos de Paula no cesaban de caer sobre su increíble torso, que seguía saliendo a la luz.


—No me gusta dormir vestido, Paula. Deberías saberlo de sobra a estas alturas.


Paula se sonrojó y dio un paso atrás, aferrándose al respaldo de una silla atiborrada.


—Bueno, pues vete a casa. Vete a dormir a tu cama.


Pedro se negó con la cabeza.


—Ni hablar. Mis hijas están en esa habitación y voy a quedarme en la misma casa donde estén. —Se acercó aún más mientras sacaba la camisa de sus pantalones—. Ahora bien, si vinierais a mi casa… —dejó las palabras en el aire durante un largo instante.


Paula sacudió la cabeza.


—¡No! No vamos a hacer eso. ¡Otra vez no!


Sus labios formaron media sonrisa.


—¿Por qué no? —preguntó.


Paula dio un paso atrás.


—Porque la última vez fue un error. Ya hemos hablado de esto, Pedro. No vamos a volver.


Pedro se rio por lo bajo ante sus mejillas encendidas.


—Parece que ya estamos juntos otra vez. Tú eres la única que finge luchar contra ello.


Paula sacudió la cabeza; ignoraba cómo aquel gesto hacía que su pelo castaño flotara sobre sus hombros, casi como un halo de magia.


—No, tú también deberías hacerlo. Ya te he dicho que no voy a volver a enamorarme de ti esta vez. Y esa es la única relación que voy a mostrarle a mis hijas.


Pedro rodeó la silla con los costados de la camisa abierta aleteando.


—¿Y cómo vamos a ignorar la atracción que hay entre nosotros? —preguntó en voz baja.


Paula bajó la vista hacia sus pies, sus dedos, cualquier cosa menos ese torso, mientras fingía que su respiración no estaba totalmente fuera de control.


—Vamos a hacer como si no estuviera ahí.


—¿Y si yo no quiero? —preguntó él.


Paula dio un paso atrás, a sabiendas de que iba a besarla.


—Vamos a comportarnos como adultos en este tema, Pedro. Tenemos hijas a las que educar. No puedes ir por ahí besando a cualquier mujer que te llame la atención.


Él se rio suavemente.


—Nunca he ido por ahí besando sin más a cualquier mujer. Pero voy a besarte a ti, Paula. Eres la mujer que quiero.


Aquellas palabras hicieron que su determinación se tambaleara.


Pedro, te lo suplico, no hagas esto, por favor. —Paula se estremeció a medida que él se acercaba más a ella. 


Echándose hacia atrás, intentó a duras penas agarrarse a cualquier cosa menos a él. Porque sabía que, si lo tocaba, si sentía esa piel cálida bajo sus manos, estaría perdida. Igual que la última vez, sería suya de nuevo hasta que despuntara el alba.


—¿Por qué no?


Paula inspiró profundamente. Por desgracia, el aire estaba impregnado del perfume masculino de Pedro, lo que hizo que se disparara su deseo por aquel hombre.


—Porque no quiero.


Pedro sonrió, alzando la mano para tocarle la mejilla.


—Podría hacer que quisieras.


Paula parpadeó con rapidez, intentando mantenerse centrada.


—Sí. Podrías. Lo admito, ¿vale? Admito que puedes controlar mi cuerpo. Puedes despertar mi deseo como nadie lo ha hecho nunca. ¿Vale?


Pedro la oyó, pero no le gustaba lo que decía. Sonaba mal, aunque no sabía qué era lo que estaba mal.


—Quieres más que eso. —«¡Eso es!», se percató de repente. Quería que ella quisiera más.


Quería que lo necesitara, que lo ansiara con una necesidad absoluta, inquebrantable. Quería más que su cuerpo, aunque eso definitivamente formaba parte de lo que ansiaba.


Por primera vez en su vida, deseaba de una mujer algo más que su cuerpo. Pero, como no entendía qué significaba más, lo echó a un lado de momento.


—No voy a dejarte esta noche, Paula. Ni ninguna otra.


El pánico se desató en los ojos de ella con el cambio en la mirada de Pedro. ¿Qué había ahí ahora? ¿En qué pensaba? Supo instintivamente que aquel hombre era mucho más peligroso que hacía unos instantes.


—Tus guardaespaldas están por todo el patio e incluso en la casa, abajo. ¿Por qué necesitas estar tú aquí también?


—Tú y las chicas sois mi familia —dijo con certeza absoluta—. Voy a estar aquí para protegeros.


Janine negó con la cabeza.


Pedro, eso es una locura. Viajas muchísimo. Habrá muchas noches en las que ni siquiera estés en la misma ciudad que nosotras. Ni en el mismo continente.


Tenía razón. Pedro se frotó la cara.


—Lo sé. Pero esas interrupciones se mantendrán al mínimo.


Paula rio, arropada por el alivio ahora que ya no se aproximaba a ella con aquella mirada ardiente. —Siempre podrías llevarnos contigo —le dijo, sintiéndose un poco más aventurera.


Se volvió hacia ella con una sonrisa.


—¿Lo haréis? —preguntó—. ¿Vendréis conmigo? ¿Me dejaréis enseñaros el mundo?


Ella estaba de broma, pero evidentemente él no lo estaba. 


No podía creerse lo que oía.


Pedro, eso es imposible —le dijo después de un largo momento.


—No es imposible —argumentó él.


Alzó las manos como si pudiera apartar la tentadora posibilidad.


—Tengo un negocio. No puedo ignorarlo sin más.


—Tienes empleados que trabajan para ti —le dijo. Tomó su mano y la condujo hasta el sofá, tirando de ella consigo—. Yo viajo mucho y tengo una empresa. Por eso pago a gente que trabaje para mí cuando no estoy. —Dejó que sus palabras calaran mientras le cogía la mano y dibujaba pequeños círculos en su palma.


Paula sopesó la idea, preguntándose cómo podría viajar con él. Tenía un gran personal que podía… «¿En qué estoy pensando?». Retiró la mano y se apartó en el sofá.


—¡No! No puedo hacer eso. —Se levantó e inspiró profundamente varias veces—. Pedro, esta es mi vida. Me encanta. Me encanta cocinar para la gente y ver la alegría en sus caras cuando comen lo que he preparado. Me encanta probar nuevas recetas y hacerlas mías. Y las niñas tampoco pueden ir dando tumbos por el mundo contigo. No es sano. Necesitan socializar con niños de su edad, retarse a sí mismas y aprender explorando su mundo. No simplemente visitando museos o esperándote en museos o en habitaciones de hotel. Necesitan horarios y rutina. —Respiró profundamente y cerró los ojos, odiando lo que iba a decir—. Eso no significa que no puedas llevártelas de vacaciones. Creo que —su voz se quebró ante la idea de que sus nenitas no estuvieran con ella a todas horas— les encantaría ver el mundo contigo. Pero yo no puedo ir con vosotros.


Súbitamente, Paula se dio la vuelta.


—Me voy a la cama. —Cuando lo oyó moverse, Paula sacudió la cabeza sin volver la vista hacia él—. ¡Sola! —le dijo con firmeza. Con eso, entró en su habitación y cerró la puerta. ¡Lo había hecho! Se había alejado de Pedro. Por primera vez desde que lo había conocido, hizo lo que sabía que era correcto.


«¿Por qué no siento que es lo correcto?», se preguntó mientras se preparaba para acostarse.


Mucho tiempo mas tarde, Paula se despertó con un golpe. Intentó averiguar mentalmente qué pasaba. Estaba agotada. 


Se moría por dormir.


Salió de la habitación y encontró a Pedro tirado en el sofá. 


Su cuerpo era demasiado largo para el mismo. Una manta pequeña apenas tapaba su pierna, y estaba doblado en ángulo al final del sofá. Parecía incómodo casi hasta el punto de resultar doloroso.


Si hubiera dormido más, si hubiera estado en sus cabales, habría ignorado su incomodidad y habría vuelto a su habitación. Pero estaba exhausta y sabía que no dormiría bien en toda la noche con él dando vueltas ahí fuera. Así que, en lugar de ponerse una almohada sobre la cabeza, cedió ante la desesperada necesidad de silencio.


—Ven a la habitación —le dijo—. ¡Pero no vamos a tener sexo!


Pedro no dijo palabra. Se levantó y Paula contuvo la respiración durante un instante hasta que se dio cuenta de que iba en calzoncillos. «Gracias a Dios», pensó.


Pedro se percató de su mirada, pero le dolía todo por ese mueble horrible. Así que, en lugar de aceptar la oferta que era evidente en sus ojos, la cogió en brazos y la llevó a la habitación.


Prácticamente se dejó caer sobre la cama, arrimando a Paula hacia sí. Cuando esta intentó alejarse de él, lanzó una pierna sobre la suya y la rodeó con los brazos. Pasados unos instantes, ya estaba dormido.


Paula miró fijamente la pared y sonrió para sí. «Desde luego, Pedro es fuerte», pensó intentando sacar la mano de debajo de su brazo musculoso. Debería salir de su abrazo, pero en lugar de dejar más sitio, apretó la espalda contra el torso de Pedro y suspiró. «Esto no está nada mal», pensó cerrando los ojos y poniéndose más cómoda. Pedro estaba dormido. Los dos estaban agotados.


Él necesitaba una cama más grande.


Paula se percató de que seguramente aún le colgaban los pies al final de la cama, pero no se quejaba. Por supuesto, ella ya no necesitaba la manta. ¡Pedro era una estufa! Su cuerpo era más que suficiente para mantenerla calentita.


De modo que, en lugar de hacer lo que probablemente era más seguro, se acurrucó más en sus brazos y dejó que el cansancio se adueñara de ella. Se había dormido antes de poder pensar en otra razón por la que debería salir de entre sus brazos.





CAPITULO 14: (SEGUNDA PARTE)




Dos horas más tarde, las niñas ya estaban bañadas y acurrucadas en sus camas. Ruffus subió a la cama de Aldana, pero Alma explicó que se movía entre las dos camas casi todas las noches. Pedro les leyó varias historias, les dio un beso de buenas noches y recibió besos y abrazos a su vez antes de apagar la luz.


Pedro anduvo hasta la cocina, plenamente consciente de que entraba en un campo de batalla.


Sin embargo, no pensaba rendirse en su lucha porque las niñas y Paula se mudaran con él.


Pero cuando cruzó la puerta, un silencio doloroso le hizo detenerse sobre sus pasos. Estaba preparado para discutir con Paula sobre dónde iba a dormir aquella noche, pero la belleza de ojos verdes ni siquiera estaba allí. La puerta de su apartamento estaba abierta y oyó ruidos en la cocina de abajo. Miró atrás hacia la puerta de la habitación de las niñas y supo que, si la puerta estaba abierta, oiría si pasaba algo. Era una casa grande, pero no tan grande como la suya. 


De modo que bajó las escaleras y se detuvo para contemplar la escena en la cocina tenuemente iluminada.


—¡Vas a ir! —espetó Paola al volver de la zona del restaurante.


Paula giró en redondo para fulminar a su hermana con la mirada. Después dio media vuelta y volvió a mirar el fogón.


—¡No voy! —contestó, sin molestarse en decírselo a nadie en particular.


Paola se detuvo y se puso las manos en las caderas, ocultas por su embarazo.


—Paula, ¡vas a ir!


Paula sacudió la cabeza, apoyando las manos en el fogón. 


Pedro sabía que aquella era su manera de consolarse. El fogón era su amigo, su compañero. La hacía sentirse mejor cuando lo tenía cerca, e incluso mejor si podía tocarlo.


—¡No voy! ¡No hay ninguna razón por la que tenga que ir! Es una pérdida de tiempo y no… —Paula no terminó la frase.


Paola suspiró frustrada.


—Paula, esto no es como un Papanicolaou ni como ir al dentista. ¡No tienes por qué tener miedo! ¡Y puedes ponerte tan terca como quieras, pero vas a ir!


Paula dio media vuelta y lanzó una mirada asesina a su hermana. Pedro se percató de que Patricia se aproximaba a su esquina de la cocina, permaneciendo alejada de la línea de fuego.


—Paola, ¡tú captas todas esas cosas! Tú entiendes los números y los detalles. Yo me limito a sentarme en esa estúpida sala de conferencias, sonriendo educadamente y fingiendo que entiendo. ¡Todos los años hablamos de esto!


—Y todos los años, tú y yo tenemos esta pelea tonta y yo gano. Así que, ¿por qué vuelves a intentarlo siquiera? Sabes que tienes que hacerlo. ¿Por qué nos peleamos por esto?


Paula bajó la cabeza frustrada.


—¿Por qué no me has avisado antes? Podrías habérmelo dicho con más antelación.


Paola caminó pesadamente hasta uno de los taburetes y aposentó su cuerpo de embarazada sobre él para poder descansar los pies.


—¡Porque habrías intentado programar algo! —gritó en respuesta—. ¡Y no vas a librarte! Vas a venir a la reunión. Te necesito allí. Yo puedo responder a casi todas las preguntas, pero hay algunas cosas que solo tú y Pato sabéis.


Paula agachó la cabeza, derrotada. Paola se percató de que aquella postura indicaba aceptación y suspiró.


—Te ayudaré a sacarlo.


Paula resopló.


—Sí, claro.


Los ojos verdes de Paola observaron a su hermana durante un largo instante. Al final, se retiró a su oficina, dejándolas en un empate silencioso.


—¿Qué pasa? —preguntó Pedro finalmente, adentrándose más en la cocina.


Paulae frunció los labios y dio media vuelta.


—Nada. Todo va bien —respondió, pero puso una cacerola en la placa trasera del fogón con un golpe. Pedro observó a la otra ocupante de la cocina en aquel momento. E incluso aquello resultaba extraño. Normalmente, aquella sala era un bullicio de actividad y de gente moviéndose apresurada
preparando cosas para el evento que tuvieran en la agenda. Probablemente, la hora tardía y el día tenían algo que ver con la calma relativa del espacio.


Pedro alzó las cejas en dirección a Patricia, pidiéndole en silencio que respondiera a la pregunta.


Patricia susurró, limpiándose las manos en el delantal. 


Observó cautelosamente a Paula, pero ignoró la mirada de advertencia de su hermana.


—Tenemos una reunión con el contable dentro de unos días —explicó rápidamente. Entonces retrocedió cuando Paula empezó a dirigirse hacia ella con violencia en la mirada.


—¡No digas ni una palabra más! —espetó Paula con la mandíbula apretada.


Patricia puso la encimera entre ellas y miro fijamente a Pedro, pero volvió a fijar la vista sobre Paula.


—Es una reunión anual que Paula detesta porque no entiende las matemáticas de las que habla el contable. Se enfada cada vez que hay que ir —explicó, situándose fuera de su alcance y hablando con rapidez—. Paula no quiere ir porque dice que no entiende nada y que no quiere sentirse estúpida. —Con esas últimas palabras aceleradas, salió corriendo por la puerta trasera.


Paula iba camino de perseguir a su hermana, pero Pedro la agarró por la cintura y la levantó contra su musculoso pecho con una risa ahogada.


—Así que no te gusta ir a la oficina del contable porque no entiendes de qué habla, ¿eh? — preguntó, intentando aclarar el asunto.


—Suéltame —gruñó ella. Sin embargo, dejó de moverse cuando la fricción de sus cuerpos hizo que el suyo empezara a palpitar con excitación.


—No creo que vaya a hacerlo —respondió Pedro. De hecho, dio la vuelta a Paula, mirándola a los ojos ansiosos—. ¿Por qué te preocupa tanto esta reunión? ¿Qué es lo que no entiendes?


—No es asunto tuyo.


Izó una mano por su espalda.


—Voy a hacer que sea asunto mío. Si hay algo que no entiendas, ¿por qué no me lo preguntas?


Paula intentó salir de entre sus brazos, pero no la dejó. Al contrario, la hizo girar en redondo para que su espalda estuviera contra la encimera.


—Paula, ¿qué pasa? Eres una chef brillante. ¿Por qué te preocupa tanto esto?


Ella parpadeó deprisa. No le gustaba sentirse incompetente.


—Porque la mayor parte del tiempo no me entero de nada —susurró finalmente.


—¿De qué no te enteras? —preguntó mirándola a los ojos, pero ella tenía la cabeza gacha y no podía vérselos. Todo lo que necesitaba saber sobre ella, podía leerlo en sus ojos. 


Odiaba no poder mirar aquellas preciosas profundidades verdes.


—Paula, háblame.


Ella suspiró y se palmeó los muslos.


—¡Odio las matemáticas! ¿Vale? ¡Las odio! Las odio a cada instante. De hecho, si hay algo de bueno en que hayas entrado en la vida de las niñas es que ya no tendré que ayudarlas con sus deberes de álgebra. ¡Pero no es únicamente el álgebra lo que no entiendo! Odiaba las matemáticas en el colegio y ahora las detesto aún más.


Pedro permaneció de pie en silencio, intentando comprender. Pero cuando ella siguió sin explicarse, no consiguió averiguar cuál era el problema.


—Vale. Odias las matemáticas. ¿No es por eso por lo que pagáis un contable? ¿Para que os haga los números?


Paula exhaló un suspiro y enterró la cara entre las manos.


—¡Eso es lo que piensa cualquiera! Pero este tipo es buenísimo y Paola también es muy buena con las matemáticas. Yo me siento ahí mientras ellos dos se lanzan números y no tengo ni idea de qué hablan. No tiene sentido y me siento como una idiota. —Respiró hondo, intentando recobrar la compostura—. Es eso. No entiendo las matemáticas y no me gusta sentirme estúpida. 


Pedro la miró y, al ver el rojo que teñía sus mejillas, supo que estaba realmente disgustada con eso.— Cara, yo contrato a gente todo el tiempo para hacer cosas que no entiendo. No puedo hacerlo todo así que, cuando surge un problema, encuentro a la mejor persona para que se encargue del trabajo y me aseguro de que lo haga lo mejor que sepa. —Esperó, pero aquello no pareció funcionar—. Solo porque ese hombre y Paola conozcan las cifras de vuestro negocio, no significa que tú seas estúpida. Simplemente quiere decir que necesitan bajar el ritmo y explicarte las cosas de manera que las entiendas.


—¡No! —resopló—. ¡Ni se te ocurra hablar con ellos y hacer que bajen el ritmo! ¡No por mí! —siseó. Pedro se contuvo de poner los ojos en blanco.


—Entonces, ¿prefieres sentarte y seguir en la ignorancia que obligarlos a ir más despacio y explicarte los problemas?


—Sí —respondió obstinada.


Pedro se frotó la boca con una mano. Paula estaba casi segura de que intentaba no reírse de ella. Apreciaba el esfuerzo, pero habría preferido que no encontrara su apuro tan hilarante.


Pedro pensó mucho, intentando fingir que no era completamente adorable con su mentón obstinado sobresaliendo de su rostro y con esos bonitos ojos lanzándole cuchillos. «¡Joder, qué mona es!».


—Bueno, vale, ¿qué te parece esto? —empezó a decir mientras pensaba con celeridad porque necesitaba encontrar algo que la ayudara—. ¿Qué te parece si reviso los detalles de la empresa contigo mañana y después os recojo a ti y a las niñas para pasar el día? Podemos pasar la mañana explorando uno de los museos y, después, durante su siesta, podemos repasar los números. Iremos tan despacio o tan deprisa como quieras. Así, no harás que Paola o el contable vayan más despacio, pero sentirás que sabes lo que pasa cuando estés en la reunión. ¿Ayudará eso?


Pedro observó su expresión y supo al instante que estaba conteniendo la respiración. A Paula le gustaba la idea, y a Pedro le gustaba que confiase en él lo suficiente como para considerar esa alternativa.


—¿De verdad harías eso por mí? —preguntó, intentando no sentirse pequeña ni tan siquiera aliviada. Pedro le rodeó la cintura con el brazo, sorprendido de que le permitiera tocarla de esa manera. Debería avergonzarse de aprovecharse de su malestar. Pero no se avergonzaba. De hecho, estaba explotando la situación en su propio beneficio.


—Por supuesto —le dijo con confianza—. Me encantaría ayudar. Os recogeré mañana temprano. Iremos de visita al Museo del Aire y del Espacio, y después volveremos a mi casa. Las niñas podrán explorar la casa un poco y, mientras duerman la siesta, tú y yo nos pondremos manos a la obra.


Paula retrocedió, recelosa ante la idea de ir a su casa. La última vez que había estado allí, no durmió en toda la noche. Tampoco les había ido muy bien en casa de Paula, pero por lo menos tenía a las niñas y los animales cerca para echarles un ojo.


—¿Por qué no lo hacemos aquí? —preguntó ella.


—Porque no tienes una mesa en el comedor donde podamos extendernos. Tu apartamento es encantador —dijo tomándola de la mano para besarle los dedos—, pero no hay suficiente espacio para lo que tenemos que hacer. —En realidad, Pedro no tenía ni idea de cuánto espacio necesitarían, pero quería tenerlas a ella y a sus hijas bajo su techo. Por descontado, si se casara con él…


«¡Joder! ¡Quiero que se case conmigo!». Lo quería con tanta intensidad que podía saborearlo.


La idea del matrimonio nunca se le había pasado por la cabeza antes. De hecho, había sido un tema tabú para las mujeres que hubo en su vida. Ni siquiera sus padres tenían permiso para sacar el tema.


Como máximo, se comprometía con una amante, pero que no viviera en su casa. Y, últimamente, ni siquiera eso. 


«Demonios. Mi vida amorosa, o sexual, ha sido prácticamente inexistente durante los últimos… No quiero ni pensar durante cuánto tiempo». Darse cuenta de aquella circunstancia fue lo que le había llevado hasta allí. ¿Y ahora estaba pensando en matrimonio?


No. No solo estaba pensando en ello. Lo ansiaba. Al mirar a Paula, la hermosa mujer que mordisqueaba su labio inferior con aquellos bonitos dientes blancos, supo que nada sería suficiente excepto casarse con ella. La única mujer que se le había clavado tan hondo, y la única que lo había vuelto tan loco que ya no bastaba con nadie más, permanecía allí, de pie, debatiendo su ayuda.


—Vale —dijo—. Pero tienes que prometer que no te reirás cuando no entienda algo — advirtió. Pedro sintió que su estómago se relajaba y algo cercano a su pecho se aflojó con sus palabras.


—No puedo garantizar que no vaya a reírme, pero solo porque eres adorable —le dijo dando mordisquitos a las yemas de sus dedos, haciendo que jadeara y apartara la mano—. No será porque no entiendas algo. Solo porque te pones muy rica cuando te frustras. —Subió una mano y tocó el espacio entre sus ojos—. Frunces el ceño y retuerces la nariz.


Paula apartó su mano de un tirón, alejándola de aquellos labios de vudú que hacían que una cosa tan insignificante como que le mordisqueara las yemas de los dedos le produjera una sensación tan increíblemente buena.


—No retuerzo la nariz —protestó, tapándose la nariz con una mano.


—La retuerces —contestó él con seriedad.


—Mentira —dijo ella.


Patricia entró con un cuenco enorme de metal—. La retuerces —coincidió.


Paula dio media vuelta, todavía enfadada con su hermana.


—¡No quiero oír nada de ti, traidora!


Patricia vertió azúcar en polvo en el cuenco, añadió un poco de nata y empezó a removerlo.


—¿Por qué soy una traidora? —preguntó mientras añadía un toque de vainilla y otros sabores.


Patricia no medía las cantidades, cosa que volvía loca a Paula. Ella era muy meticulosa. Necesitaba instrucciones y medidas para hacer los pedidos correctamente, prever los ingredientes y abastecerse con antelación. Pero el sentido de la repostería de Patricia se basaba más en el gusto, en la textura y en el color. Dejaba de añadir ingredientes cuando sabía que ya estaba bien.


Pedro lo pensó durante mucho tiempo y seriamente, pero no consiguió encontrar la manera de convencer a Paula de que debería quedarse a dormir con ellas. Independientemente de lo mucho que lo asaltara su instinto protector, sospechaba que tenía que ir más lentamente y darle algo de espacio a Paula para dejar que aceptara el hecho de que estaba de vuelta en su vida.


—¿Os recojo a ti y a las niñas a las ocho? —preguntó.


Paula asintió lentamente, deseando poder decirle que no tenía por qué ir, que estarían bien con su rutina habitual. Pero no podía negarle tiempo con las niñas. A pesar de que cada fibra de su ser le decía que aquello era una mala idea. Pero parecía que no era capaz de decir que no. Ese poder vudú la asaltaba de nuevo por todas partes.


—A las ocho —accedió finalmente.


Pedro salió de la cocina y Paula le oyó silbar mientras bajaba por las escaleras. Habría deseado poder decirle que de ninguna manera. Pero quería pasar tiempo con las niñas. 


¡Merecía pasar tiempo con ellas!