martes, 19 de julio de 2016

CAPITULO 18: (TERCERA PARTE)





Hacía una semana, se habría enfadado con él por hacer algo así. Se había ido de viaje para poder ser más independiente, para encontrar su lugar en el mundo. Pero no podía negar que era más agradable ser miserable en primera clase que en los asientos de turista. Por lo menos no tenía a alguien respirándole en el cogote mientras las lágrimas le empapaban las mejillas.


Pasadas unas horas en el vuelo, la azafata le puso un plato enfrente. Paula empujó la comida del avión con el tenedor. 


No podía comerse eso. Había pasado los últimos ocho días comiendo y bebiendo una comida y un vino fabulosos. 


Aquello era pollo al limón en su peor forma. Probablemente fuera mejor que nada, pero en ese momento no podía meterse nada en el estómago.


Miró por la ventana del avión, preguntándose qué estaría haciendo Pedro en ese preciso momento.


Seguramente ya se había levantado. ¿Vería su nota? ¿Lo entendería? Tal vez no, pero esperaba que respetara sus deseos.


«Oh, ¿a quién intento engañar? Probablemente esté de camino a su siguiente resort, a su siguiente inspección». Lo más seguro era que estuviera aterrorizando a un nuevo equipo de empleados y diciéndoles el trabajo horrendo que estaban haciendo.


Después lloró un poco más porque su enfado no ayudaba con el dolor de su corazón.


Independientemente de la clase de monstruo que intentara hacerlo parecer, con ella había sido el hombre más dulce, más amable y más increíble con el que se había topado nunca. Incluso su arrogancia le parecía adorable ahora, mirando en retrospectiva la semana que habían pasado juntos.


Paula no tenía ni idea de cuánto tiempo se había pasado mirando por la ventana, pero cuando quiso darse cuenta, el avión ya estaba aterrizando. Todo el mundo recogía sus pertenencias con rapidez y desembarcaba del avión.


Anduvo despacio por las pasarelas mecánicas, preguntándose cómo sería si Pedro estuviera allí con ella. Al mirar hacia la zona larga y ajetreada del Aeropuerto Internacional de Dulles, se dio cuenta de que su futuro se veía tan gris y tedioso como ese aeropuerto. Todo el mundo iba a algún lado, a hacer algo divertido y excitante con su vida, pero no podía imaginarse qué sería excitante o divertido sin Pedro en la suya.


Suspiró y siguió caminando por el edificio de la terminal con las masas de gente. Subió al tren subterráneo del aeropuerto que la llevaría desde las terminales externas a la terminal principal, donde podría recoger su equipaje. Allí, cogería un taxi que la llevaría de vuelta a casa… De vuelta a su vieja
vida, donde nada volvería a ser lo mismo. ¿Cómo iba a serlo? Había experimentado la vida con Pedro.


El futuro parecía tan sombrío y aburrido sin él para alegrarle el día.


Ya echaba de menos alzar la vista y encontrárselo con esa especie de floritura rara en los labios que le decía que encontraba gracioso algo que había dicho o hecho. No podía evitarlo. Lo amaba. A pesar de todas sus costumbres odiosas y de sus maneras maravillosas, lo amaba.


«Era una aventura de vacaciones», se recordaba una y otra vez.


—¡Te encontramos!


Paula se dio la vuelta cuando oyó las voces de sus hermanas por encima del murmullo de ruidos del aeropuerto. Sinceramente, nunca se había sentido tan contenta de verlas a las dos. Al correr hacia ellas, se lanzó en sus brazos abiertos y los sollozos que había estado reprimiendo durante las últimas horas salieron a borbotones. Ya no podía seguir dejando que las lágrimas brotaran silenciosamente de sus ojos por sus mejillas. Rodeada del amor de sus hermanas, lo soltó todo.


—¿Qué pasa? —preguntó Paola abrazándola más fuerte. 


Patricia hizo lo mismo, juntando sus cabezas prácticamente idénticas mientras intentaban reconfortarla.


Paula no pudo explicarse durante un largo minuto, así que las tres se quedaron abrazadas en mitad del aeropuerto. 


Cuando por fin pudo levantar la cabeza, se limpió las lágrimas y sacudió la cabeza. De ninguna manera podía decirles que había tenido un romance tórrido con el amor de su vida, con el mismísimo hombre con el que le habían advertido que no se implicara.


—Nada —dijo—. Solo que ayer me quedé levantada hasta muy tarde, aprovechando al máximo la última noche en el resort. —«Al menos esa es la verdad», pensó.


Paola y Patricia la miraron preocupadas.


—Cariño, ¿ha sido tan bueno o tan malo como pinta?


Paula se rio y supo que parecía un poco histérica.


—Ha sido tan bueno. Ha sido maravilloso, increíble, la semana más espectacular de mi vida. Puedo decir sinceramente que nunca voy a volver a vivir nada tan mágico otra vez. —Con eso, se acercó a la recogida de equipajes y se aposentó sobre una de las sillas de plástico para esperar a que llegara su equipaje.


Sintió, más que vio, a Paola y a Patricia sentándose a su lado. No dijeron una palabra, simplemente pusieron una mano sobre su espalda y la dejaron con sus pensamientos. Cuando su equipaje cayó con un golpe sobre la cinta, lo levantó y asintió.


—Vale, salgamos de aquí. Tengo mucho que hornear.


Eso, más que nada, les decía a sus hermanas el estado en que se encontraba. Paula horneaba cuando estaba feliz; horneaba cuando estaba triste. Y cuanto más horneaba, más intensas eran sus emociones.


Condujeron de vuelta a la casa victoriana, su cuartel general, y Paula suspiró mientras llevaba su pesada maleta escaleras arriba. «Echo de menos todo el servicio que había en el hotel para hacer este tipo de cosas», pensó. Pero cuando hubo organizado toda la ropa sucia y cargó una lavadora, bajó las
escaleras y se puso el delantal.


—¿No crees que deberías echarte una siesta o algo? —preguntó Patricia mientras cogía sus llaves para poder ir a recoger a sus hijas. Paola ya se había ido a casa; tenía que dar de comer a sus bebés.


Ahora la cocina estaba en silencio, ya que todo el personal se había ido a casa. Paula cogió el calendario de la semana siguiente y lo examinó, parpadeando con rapidez para que las lágrimas no empezaran a caer de nuevo.


—Oh, ya dormiré —tranquilizó a su hermana—. Pero no quiero dormirme muy temprano. Se me descompensará el horario. Parece que tenemos mucho que hacer la semana que viene.


Patricia se apoyó contra la encimera de acero.


—Pau, si necesitas más días, sabes que ahora tenemos suficiente personal para hacerse cargo. Ya no necesitamos trabajar como locas.


Paula sonrió antes de dirigirse hacia la cocina.


—Bueno, ya me conoces. Trabajo como una loca de todas maneras. —Cogió un bote de harina—. Vete a casa con Ivan y las niñas. Sé que te esperan. Paola ya está en casa abrazando a sus hombrecitos y sabes que quieres ver a Ivan, así que vete. Estaré bien.


Patricia dudó otro instante.


—Durante la última semana he aprendido a vivir por mi cuenta. Estaré bien —volvió a asegurarle a su hermana. Tal vez todas tuvieran la misma edad, minuto arriba o abajo, pero Patricia seguía comportándose como su hermana mayor casi todo el tiempo.


—Si estás segura —le dijo, aún actuando como si quisiera quedarse allí—. Puedo llamar a Ivan y decirle que vamos a tener una noche de chicas. Podemos ver pelis y comer palomitas hasta que estés demasiado cansada como para mantener los ojos abiertos.


Paula cogió una cuchara de madera y la apuntó hacia la salida, esperando que la sonrisa forzada que mostraba no pareciera tan cansada como la sentía.


—De ninguna manera. Tienes un marido guapo y unas niñas tontas con las que estar. ¡Sal de aquí! Gracias por recogerme del aeropuerto, pero vete. ¡Adiós! Diles a las niñas que las quiero y que la semana que viene me quedaré con ellas.


Patricia sonrió.


—Les encantará. Las mimas demasiado.


—No lo suficiente —contestó con una sonrisa triste—. Pero estoy bien. Hasta mañana.


Patricia se fue mientras Paula tamizaba la harina, echaba azúcar y mantequilla, vainilla y algún otro ingrediente y lo ponía todo en la batidora. No estaba segura de lo que estaba haciendo, pero necesitaba meterse en la masa hasta los codos. Necesitaba crear, centrar la mente en algo aparte de un hombre en el que no quería pensar y en lo que deseaba que pudiera haber existido entre ellos.


Una hora después, apretaba un molde en otra ronda de galletas de azúcar cuando oyó un ruido extraño.


No tenía ni idea de qué era, pero alzó la mirada, con la mano inmóvil sobre la masa de galletas.


Sus ojos pasaron como un rato de la puerta delantera a las ventanas. Quería ver si había alguien fuera intentando colarse. De repente le vino a la cabeza la imagen de aquella mujer, la malvada que había amenazado el embarazo de Paola el año anterior. Durante un tiempo fue horrible, pero los bebés de su hermana habían nacido sanos y felices, y ahora los dos tenían sus propios guardaespaldas que los seguían a todas partes.


Cuando no oyó nada más, asumió que habían sido imaginaciones suyas. Volvió a centrarse en las galletas y cortó unas cuantas más antes de volver a oír ese ruido. Esta vez, iba acompañado de una fuerte llamada a la puerta.


—¡Abre la puerta, Paula! —dijo una voz grave, furiosa.




CAPITULO 17: (TERCERA PARTE)




—Cásate conmigo.


Los ojos de Paula se abrieron con aquellas palabras, pero no lo había entendido.


—¿Cómo dices? —preguntó.


Mirando a su alrededor, buscó a Pedro en la cama, deseando que siguiera a su lado. Se sentía incómoda, pero nunca sentía nada raro cuando la abrazaba. Al levantar la cabeza, intentando localizarlo, lo encontró de pie al final de la cama en la enorme habitación.


—Cásate conmigo, Paula —repitió.


Paula se incorporó, sosteniendo la sábana sobre su desnudez e ignorando la sonrisa de superioridad de Pedro.


—Ya he visto todo lo que estás intentando tapar —le dijo. 
Sus ojos se oscurecieron cuando prosiguió —: Y además ya lo he probado todo. Así que no hay razón para que me lo ocultes ahora.


Paula se encogió y enroscó las piernas debajo de su cuerpo.


—Sí, bueno, eso no elimina mi timidez, y dudo que haya manera de que eso ocurra.


Subió una ceja negra.


—Acepto el reto —bromeó él.


—No quería decir eso —dijo inhalando con fuerza mientras Pedro empezaba a inclinarse sobre la cama—. ¿Qué estás haciendo?


Éste rio entre dientes y volvió al final de la cama.


—Tienes razón. Tenemos detalles que concluir.


Paula volvió a parpadear, echándose el pelo para atrás e intentando centrarse. Sin embargo, era difícil, porque Pedro estaba ahí de pie, increíble sin camisa, y esos pantalones le sentaban de maravilla, bajos a la altura de las caderas.


—Hum… ¿qué detalles? —preguntó con los ojos puestos en sus caderas, en aquel fascinante bulto.


—Te he pedido que te cases conmigo. Cuando digas que sí, tenemos que disponerlo todo.


Los labios de Paula se comprimieron mientras analizaba su pecho musculoso. «Madre mía, esos músculos son tentadores».


—Hum… Sí. Bueno, no creo que debamos casarnos.


Pedro había previsto aquella respuesta. No le gustaba, pero sabía que iba a decir eso.


—¿Por qué no?


Paula rio, apretándose la sábana alrededor del pecho.


—Pues… por que no nos conocemos de verdad.


—Me conoces.


Se refería a su noche de exploración sexual y, como era predecible, se le sonrosaron las mejillas.


—Sí, bueno, eso no es lo que sustenta un matrimonio, Pedro.


Su cuerpo se endureció aún más cuando utilizó su nombre. 


Y por el hecho de que hubiera rechazado su propuesta. 


¡Joder, cuánto deseaba a esa mujer! Cualquier otra habría saltado ante una pedida de mano.


¡Pero su Paula, no! No, ella era el reto y la belleza que había estado esperando y ni siquiera se había dado cuenta que faltaban en su vida.


—¿Qué necesitas para sentirte cómoda cerca de mí?


Ella se encogió de hombros, plenamente consciente de la manera en que la mirada de Pedro captó la suya con ese movimiento.


—No lo sé. —Sabía que quería que volviera a la cama pero, a la luz del día, se sentía demasiado cohibida como para decir aquellas palabras descaradas.


—Vas a tener que darme una respuesta mejor. Quiero que seas mi esposa —le dijo.


Puesto que acababan de dejarla plantada, no le entusiasmaba demasiado la idea de tener otra relación.


—¿Qué tal si nos lo pasamos bien durante los próximos días hasta que ambos tengamos que volver a la realidad? —ofreció mirándole el torso.


Él negó con la cabeza de inmediato.


—No es lo bastante bueno. Quiero más. —La miró antes de decir—: Lo quiero todo de ti, Jasmine.


Ella ignoró el revoloteo de su corazón con aquellas palabras. 


Sonaban maravillosas, pero eran completamente surrealistas.


—No podemos hacer eso. —Se puso de pie y se llevó la sábana mientras se acercaba hacia él—. ¿Por qué no podemos tomarnos las cosas día a día? —preguntó.


Pedro lo sopesó.


—Múdate aquí conmigo hasta que tengas que volver a casa y me lo pensaré —le dijo. No iba a pensar en nada. Sabía lo que quería y era esa mujer. Para siempre.


Paula se rio y lo besó en el pecho.


—Esta noche me traeré una muda.


Pedro la atrajo hacia sí. Quería más que unos besos vibrantes.


—Haré que alguien traiga tus cosas aquí mientras salimos a navegar hoy.


No estaba segura de a qué se refería con lo de navegar, pero no tuvo oportunidad de preguntarle porque la besó. Ese era el fin de la comunicación entre ellos, a menos que le dijera, «sí», «más» o «hazlo otra vez».


Le encantaba la manera en que le hacía el amor. Era como si se dedicara en cuerpo y alma a enseñarle a liberar su sensualidad, y Paula quería más. Cada vez que la tocaba, quería más, y cuando la besaba, nunca era suficiente. Era como una droga que no podía quitarse de la cabeza ni satisfacer su cuerpo con su forma de hacer el amor.


Aquel día fueron a navegar, pero solo por la costa, y no durante demasiado tiempo. Era un pequeño barco de vela, lo bastante grande para dos o tres personas. Por supuesto, era un experto marinero. El hombre parecía ser un experto en todo lo que elegía hacer. Así que era un día divertido irse a navegar.


Corría una brisa perfecta y hacía sol, por supuesto. Llevaron su pequeña nave hasta una pequeña cala que parecía estar aislada del resto del mundo. Sacó una cesta grande de picnic y comieron a la sombra de las palmeras. Entonces le hizo el amor sobre la suave manta, bajo el sol, después de lo cual la llevó desnuda al océano para nadar entre los peces como habían llegado al mundo.


Para cuando volvieron al resort, Paula pensaba que estaba exhausta. Sin embargo, cuando la cogió en brazos, se dio cuenta de que en realidad no estaba muy cansada. De hecho, nada. Aquella noche le hizo el amor muchas veces y le enseñó cosas que no sabía que su cuerpo era capaz de hacer.


A la mañana siguiente, cuando el sol empezaba a resplandecer sobre el horizonte, Paula se dio cuenta de que estaba enamorada de aquel hombre. Ivan se pondría furioso, Patricia y Pedro se preocuparían por ella, pero lo amaba. 


Sabía que no tenían futuro. Él vivía en Europa o volaba entre sus resorts para hacer lo que fuera que hiciese en cada uno de ellos. Ella vivía en Virginia y era repostera.


Esos dos mundos simplemente no encajaban.


De modo que decidió aprovechar cada momento que tenía con él y hacerlo especial. Se negaba a pensar en el futuro; únicamente iba a disfrutar su tiempo con él ahora, en ese momento.


La víspera de cuando se suponía que volaría a casa, le hizo el amor, diciéndole con el cuerpo todo lo que sabía que no podía decirle con palabras. Lo quería y siempre lo querría. 


Era su hombre y no quería pasar el tiempo durmiendo. Era su última noche en brazos de él y pretendía demostrarle cuánto significaba para ella.


Para cuando tuvo que marcharse a coger su vuelo, miró hacia atrás a Pedro, que seguía dormido en la cama arrugada, conteniéndose las lágrimas por pura fuerza de voluntad y nada más.


¡Si al menos le hubiera dicho que la quería! Se habría casado con él al instante.


Claro que, desde aquella vez hacía cuatro días, no había vuelto a sacar el tema del matrimonio. ¿Tal vez hubiera cambiado de opinión? No estaba muy segura y le dio demasiado miedo sacar el tema. Temía profundamente que, si le volvía a pedir matrimonio, accedería por el simple hecho de que lo quería muchísimo. Sin embargo, él no la amaba. 


Ese era el verdadero problema y Paula quería llorar de lo
mucho que dolía aquello.


En lugar de eso, hizo las maletas tan silenciosamente como pudo y salió de su preciosa villa. El corazón le lloraba por la injusticia de que la dejaran plantada una semana y enamorarse a la siguiente.


Sin embargo, ninguno la amaba lo suficiente. Razón por la que se iba al vestíbulo a coger un taxi al aeropuerto sola.


Embarcó en el avión, agotada y más devastada por la pérdida de su compañía y su atención de lo que había creído posible. Se sentó en su butaca y dejó que las lágrimas fluyeran incesantemente por sus mejillas, deseando seguir acurrucada en sus brazos. Deseando que la hubiera amado solo un poco. Lo quería muchísimo, así que podría haber compensado la diferencia si él solo la hubiera tenido una pizca de amor por ella en su corazón.


Paula sabía que había sido la semana más alucinante de su vida. Nunca iba a volver a conocer a otro hombre como Pedro. La idea de que tal vez tuviera propiedades en Washington D. C. y de que podrían volver a verse se le pasó por la cabeza, encendiendo la llama de la esperanza.


Pero entonces descartó ese pensamiento. No podía contarle a Ivan lo de Pedro. Se había puesto furiosísimo cuando le preguntó acerca de él por teléfono.


—Disculpe, ¿Sra. Chaves? —preguntó la azafata.


Paula alzó la vista limpiándose las lágrimas de los ojos.


—¿Sí? —dijo, preguntándose si se había equivocado de asiento.


—Han subido su billete de categoría, a primera clase. Por aquí, por favor —ofreció, sonriendo educadamente mientras le indicaba la parte delantera del avión con la mano.


Paula miró a su alrededor, intentando enfocar a través de las lágrimas y del dolor que sentía en el pecho. Los demás pasajeros la miraban con envidia.


—Tiene que haber algún error. Estos asientos llevan semanas reservados. Yo no he reservado un billete de primera clase.


La azafata miró su carpeta.


—Un tal Sr. Ivan Maddalone llamó y cambió la categoría de los billetes. Aquí tiene una nota —dijo pasándole otro papel.


Paula suspiró cuando oyó el nombre de su cuñado.


—Oh. Eso es… —no estaba segura de qué pensar—. Ha sido muy amable de su parte —dijo en voz baja.


Paula cogió la nota, su bolso y siguió a la azafata a la zona de primera clase. No solo tenía un asiento allí, sino toda la fila. Se sentó en la silla extra grande y abrió la nota, deseosa de que la distrajera de su tristeza.


«Paula, siento no haber podido mandar mi avión a recogerte. Patricia no me dejó interferir, así que he hecho lo mejor que he podido. No le digas que he hecho esto por ti, ¿vale? Siento las palabras duras de hace unos días. Me alegro de que hicieras caso a mi advertencia».


Eso era todo. Dobló la nota enfadada y se la metió en la bolsa, furiosa porque Ivan siguiera pensando que Pedro era mala persona.


—¿Le gustaría un poco de champán? —preguntó la azafata.


La idea de champán evocó la primera noche que había pasado en brazos de Pedro. Sacudió la cabeza rápidamente, intentando a duras penas no parecer tan patética. «No quiero llorar», se dijo. Sabía que la aventura iba a terminar. 


Él también lo sabía. Venían de dos mundos diferentes y no podía volver de su no-luna-de-miel con otro hombre. Sobre todo con un hombre que su cuñado detestaba con tanta intensidad que la había advertido que no se acercara a él. Y desde luego, no con un hombre que no la amaba.


«Es un desastre», pensó. Se había implicado con el enemigo e Ivan ni siquiera lo sabía. Si lo supiera, no le habría subido el asiento de categoría.