viernes, 1 de julio de 2016

CAPITULO 11 (PRIMERA PARTE)



Paula se levantó y se estiró, percatándose de que tenía los músculos muy doloridos. Al mirar a su alrededor, vio las líneas elegantes de marrón, negro, oro y crema. Se dio cuenta de que aquella no era su habitación. Entonces recordó la noche. ¡Con Pedro! Se le cortó el aliento y buscó en torno a sí, preocupada de que la estuviera observando. 


Ya lo había hecho unas cuantas veces la pasada noche, con un destello extraño en los ojos que no podía interpretar.


Sin embargo, al mirar a su alrededor, se percató de que estaba sola en aquella habitación enorme y extraña. 


Entonces vio una nota en la cama, junto a ella.


—Negocios en Grecia. Hablaremos cuando vuelva.


Aquello era todo lo que decía, pero era suficiente. Paula se deslizó fuera de la cama, cogiendo la manta a los pies de esta para taparse mientras iba al cuarto de baño. Pedro volvería. Tal vez su nota fuera brusca, pero sospechaba que esa era su forma de ser.


No, sabía que aún no estaba enamorada de él. Pero definitivamente sentía lujuria por él. «Hum…», pensó con una sonrisa mientras se duchaba con su gel de baño especiado, ¡lujuriosa por su marido! «¡Menudo pensamiento! 


Un pensamiento agradable», se corrigió. ¡Su marido secreto! 


Aquello envió un escalofrío por todo su cuerpo y cerró los ojos, pensando en todas las cosas secretas que habían hecho la noche anterior.


Tirando del traje blanco, que era lo único que tenía ya que no había previsto que pasaría la noche con Pedro, bajó por las escaleras. Los pies se le hundían en la increíble alfombra afelpada. Ahora que no se estaba dejando llevar por el desenfreno sexual con Pedro, fue capaz de mirar a su alrededor y detenerse a observar la casa. Era preciosa. 


«Verdaderamente preciosa», pensó. No era ostentosa
de una forma extravagante, sino sencilla y elegante. Las líneas eran limpias y los colores muy masculinos, pero le gustaba. Definitivamente, le sentaba bien a su dueño.


—El conductor del Sr. Alfonso la espera para llevarla a casa —explicó el ama de llaves con una sonrisa amable cuando Paula llegó al final de la escalera—. Pero tengo un café caliente y magdalenas si tiene hambre.


Paula se mordió el labio inferior, indecisa. Estaba hambrienta, después de haberse saltado la comida el día anterior por los nervios y la cena por… bueno, porque estaba teniendo sexo con… se trababa con la palabra marido incluso en su cabeza.


Pero tenía que irse a casa con Paola y Patricia, seguro que estarían preocupadas.


—Gracias —le dijo a la mujer negando con un gesto de la cabeza—. Es mejor que me de prisa en volver a casa. —Le sonaba raro decir que se iba a casa cuando, de hecho, se encontraba en la casa de su «marido». Pero un marido sobre el que nadie más sabía nada.


Sacudiendo la cabeza, cogió su bolso y salió a la clara luz del día. Iba a ser un día espléndido, pensó. En realidad, esperaba tener noticias de Pedro aquel día.


Tal vez debería mandarle un mensaje, una nota alegre haciéndole saber que se lo había pasado bien aquella noche. O quizás debería dejar que se centrara en su trabajo. 


Ya le había quitado mucho tiempo durante los últimos días.


Cuando entró en la cocina aquella mañana, se sorprendió al encontrar a Paola y Patricia metidas en faena, a pesar de que no tenían programado cocinar hasta más tarde. Se esforzó por parecer informal al entrar en la habitación, como si pasara toda la noche fuera habitualmente.


Pero Paola y Patricia eran más listas que eso, y no iban a dejar que se librara tan fácilmente.


—¿Ha sido formidable? —preguntó Patricia.


—¿Te ha gustado? —inquirió Paola, ambas inclinadas hacia delante, ignorando lo que estaba en el fogón mientras arrinconaban a su hermana descarriada.


—¿Es alto y guapo o más bien sencillo y dolorosamente melancólico?


—¿Cuándo vas a volver a verlo?


—¿Vas a verlo esta noche? ¡Esta noche no tenemos evento, así que podrías verlo esta noche!


Las dos estaban excitadas y ansiosas, invadiendo su espacio vital mientras trataba de dirigirse hacia su despacho.


—¡Parad! —exclamó cuando las preguntas se sucedieron rápida y furiosamente. Bajando la vista, cogió la espátula, que tenía algún ingrediente batido.


Dio un lametazo y gimió saboreándolo.


—¡Tu fudge de fresa! —suspiró feliz. El dulce de fresa y azúcar de Patricia era como comerse un pedacito de cielo. 


Se apoyó contra la encimera de acero y chupó la espátula hasta que la dejó «limpia». Después abrió los ojos y suspiró. 


Sus dos hermanas seguían allí, esperando respuestas y detalles.


—Es un hombre muy agradable —dijo rodeando la encimera de camino a su despacho, intentando una vez más encontrar un resquicio de intimidad donde pudiera languidecer a solas en su recuerdo de la noche en brazos de Pedro.


Desgraciadamente, sus hermanas no le permitirían languidecer. La siguieron hasta su despacho, sin darle un ápice de intimidad.


—¡Eso ya lo sabemos! —dijo Paola, dejándose caer con un plaf en una de las sillas frente a la mesa de Paula—. No habrías pasado toda la tarde y toda la noche con él si no fuera simpático.


—Pero, ¿cómo era en la cama? —preguntó Patricia.


—¡Pato! —exclamó Paula, pero Paola solo se rio.


—¿Era bueno? —preguntó a su vez.


Paula miró a sus hermanas de hito en hito, molesta porque le plantearan preguntas tan íntimas, pero aliviada de que no estuvieran enfadadas con ella por haber pasado toda la noche fuera. Qué locura de familia tenía.


—Ha sido una noche agradable. —Sabía que querían más detalles y confidencias, pero no se sentía capaz de proporcionárselos. Lo habían compartido todo en el pasado, pero Pedro era su secreto. Era su hombre, su… ¡marido! Y no un marido normal, sino un marido secreto. Secreto que quería guardarse para sí misma. Incluidos los detalles íntimos de la noche más alucinante que había pasado en toda su vida. Ni en sus sueños más salvajes se habría podido imaginar una noche como la que acababa de compartir con Pedro para después contársela a sus
hermanas y darles todo lujo de detalles. Se sentiría como si mancillara el tiempo que habían pasado juntos.


Las sonrisas de Paola y Patricia se borraron de sus rostros.


—¿Agradable? —dijeron al unísono. Después miraron a Paula—. ¿Sólo era agradable? —Ambas se desinflaron—. ¡Pero si has estado muchísimo tiempo con él! Pensábamos que sería mucho más que un adjetivo agradable —dijo Patricia.


Las dos se levantaron para salir del despacho de Paula, evidentemente decepcionadas.


Paula puso los ojos en blanco.


—¡Ha sido increíble! —confesó—. ¿Contentas?


Paola y Patricia dieron media vuelta rápidamente, con los ojos encendidos otra vez.—La pregunta es: y tú, ¿estás contenta? —inquirió Paola.


Paula se ruborizó, pensando en todas las cosas que había hecho con Pedro la noche anterior. Por suerte, no tendría que pronunciar ni una sola palabra porque su rubor contaba toda la historia. Sus dos hermanas chillaron entusiasmadas y
aplaudieron mientras botaban alrededor con nerviosismo.


—¡Oh! ¡Es bueno en la cama! ¡Es bueno en la cama! —salieron bailando del despacho de Paula, gritando aquello una y otra vez.


Paula rio, pero no iba a volver a salir con sus hermanas, temerosa de lo que pudieran preguntarle y de lo que pudiera revelar ella. Lo había compartido todo con sus hermanas durante toda su vida y así había sido siempre. Pero, por alguna razón, no quería compartir a Pedro con ellas. Era como si por primera vez en su vida tuviera un secreto. No iba a contarles que estaba casada ni por asomo. No, eso era algo que Pedro y ella mantendrían totalmente en privado. 


Sus hermanas no entenderían por qué lo había hecho y Paula simplemente no podría soportar ver sus miradas de decepción si se enteraran de la verdad.


Sin embargo, podía guardarse sus sentimientos, sonreír ante el recuerdo y sentir ese cosquilleo a la expectativa de la próxima vez que fuera a ver a su «marido». Solo podía pensar en él en esos términos, como su fuera una especie de pretexto, que lo era, independientemente de la legalidad de su matrimonio. De modo que se abrazó con fuerza a su «marido» secreto y a todos los recuerdos de su noche juntos, saboreando cada detalle.


Bueno, así se sintió al día siguiente. Cuando no había tenido noticias suyas para el segundo día, se sentía un poco herida, pero empujó el dolor a un lado, diciéndose que era un hombre ocupado. A finales de aquella semana, se sentía más que un poco dolida. Estaba enfadada. ¿Cómo se atrevía a hacerle el amor como si fuera a morirse si no la tocaba, para después abandonarla sin una palabra? Se lo diría si tuviera idea de cómo ponerse en contacto con él. 


¡Era irritante que desapareciera sin más!


Cuando sonó su teléfono a la mañana de la segunda semana, ya estaba cansada de poner excusas por él y agotada porque había pasado casi todas las noches llorando por su rechazo. De modo que no estaba preparada para sus palabras, que le cayeron como un mazazo.


—¿Por qué diablos no te has mudado? —espetó Pedro por teléfono






CAPITULO 10 (PRIMERA PARTE)





Pedro se alisó la corbata sobre la camisa blanca almidonada mientras miraba a la hermosa mujer tendida en su cama. 


Gran parte de él quería desnudarse, volver a
meterse en la cama y hacerle el amor otra vez.


Había algo en ella que no tenía sentido. «¡Era virgen! ¡Una jodida virgen!


Pero, ¿qué demonios…?».


Se rebelaba ante la idea de que de verdad fuera tan inocente como aparentaba, pero ahí estaba la prueba irrefutable. Casi se sentía enfadado con ella por ser tan inocente y, sin embargo, no cambiaría la última noche por nada. Aquel arrebato de posesividad, de actitud protectora, volvió a brotar en su interior; lo aplastó sin compasión. Esa mujer no necesitaba su protección. Estaba bien solita.


Estaba ayudando a sus hermanas a dirigir una exitosa empresa de catering. Y lo que era aún más asombroso: Pedro había indagado sobre su marketing creativo.


Demonios, si es que incluso había convertido algunas de las comidas de sus hermanas y de su padre en una línea aparte, una ramificación de la empresa de catering. Era una idea genial y difícil de conseguir, pero lo había hecho. Y le iba muy bien.


Así que, ¿qué tenía que lo confundía tanto?


Simplemente no podía ser tan perfecta como parecía. Sí, ese era el problema.


Era demasiado dulce, demasiado amable, demasiado confiada.


Diciendo una palabrota por lo bajo, se giró sobre sus talones y salió de la habitación.


—Dígale a mi mujer que tenía que volar a Grecia esta tarde. No sé cuándo volveré —le dijo a su ama de llaves y salió por la puerta, obligándose a concentrarse en los negocios. 


Entendía los negocios. Podía fiarse de los negocios.


No confiaba en nadie con quien hacía negocios, pero eso era porque sabía como sortear sus manipulaciones. Nadie lo engañaba.


Pedro suponía que eso era lo que creaba confusión con Paula. Ella parecía dulce e inocente, pero también exuberante y sensual. Las dos cosas no encajaban en su mente. Una de dos: o era dulce e inocente, y se podía confiar en ella, o… Pero era mujer, y uno nunca debía fiarse de las mujeres. ¡Disfrutar de ellas! «Sí, definitivamente, disfrutar de ellas. Pero, ¿confiar en ellas? Ni hablar». Su cuerpo suave y sensual le decía que era exactamente igual que las mujeres de su pasado, que solo iban detrás de una cosa y harían cualquier cosa para conseguirla.


Pero ella no parecía como las mujeres de su pasado. La sentía diferente.


Todo lo que había en ella lo sentía diferente, desde la mirada en sus ojos hasta la manera en que lo tocaba.


En cuanto embarcó en el avión, hizo varias llamadas.


—Asegúrate de que mi mujer reciba una asignación y tarjetas de crédito — ordenó a su asistente. Quería haberlo hecho de todas maneras, pero todavía no había tenido la oportunidad de hacerlo. Tal vez su calurosa bienvenida la noche anterior fuera un premio por la asignación anticipada que aparecía en el acuerdo prematrimonial.


«Sí, tiene que ser eso», se dijo. Ella no hacía más que cumplir sus obligaciones a la expectativa de su paga.


Con una cara de satisfacción sombría, se sentó en el asiento de cuero, haciendo un gesto afirmativo al capitán de que podía despegar tan pronto como fuera posible. Se sentía mejor ahora que la había descifrado. Más equilibrado. Era posible que no le gustaran los resultados de su análisis, pero era preferible ser consciente del coste de sus placeres a que le escocieran a uno más adelante.


CAPITULO 9 (PRIMERA PARTE)




Paula respiró hondo, perdiendo el apetito de repente. Hasta ese momento, todo le había parecido un sueño. Pero él estaba dando vueltas al sabroso pollo al limón y ella se sentía como una cobarde. Y todo porque el tonto aire romántico que había envuelto la mañana se había detenido estrepitosamente con sus estúpidas palabras. Claro, no podía tomar su apellido. Sería inútil. Pero podría haberle seguido el juego. «Seguro que estaba bromeando», pensó.


Haciendo un valiente esfuerzo por recuperar su buen humor, intentó encontrar la manera de hacer retroceder el tiempo.


—¿Puedes hablarme un poco más sobre ti? —preguntó suavemente, empujando el pollo perfectamente cocinado y marinado en el plato


Él la miró con aspereza; aquellos cristales azules le atravesaron el corazón.


—¿Qué quieres saber? —preguntó pasado un momento.


Ella sonrió levemente.


—¿Cuál es tu color favorito? ¿Y tu plato favorito?


Pedro se recostó en su silla, mirándola con curiosidad.


—¿Todavía no me has buscado en Internet? —se quejó mientras se llevaba un pedazo de pollo a la boca.


Ella rio y dejó su tenedor en el plato.


—Lo habría hecho —le dijo con ojos centelleantes—. Pero no le dejas a una tiempo para respirar. Te conocí hace dos días y desde entonces me has enviado unos cuatro documentos, acuerdo prematrimonial incluido. Por cierto, he tenido que hacer que el despacho de mi abogado los interpretara. Así que en cuarenta y ocho horas, has sido lo más importante en mi cabeza, pero eso no significa que haya tenido tiempo libre durante esas horas para rebuscar en Internet los secretos de mi futuro marido secreto.


La miró fijamente a los ojos, intentando adivinar a qué jugaba. «Es una actriz extraordinaria», pensó. Estaba casi convencido de que realmente era tan sincera, amable y generosa. Pero él era más listo que eso. Se la habían jugado las mejores, y Paula no lo convencería de que era cualquier cosa menos la típica mujer que iba a sacar todo lo que pudiera de un benefactor rico.


Lo que ella no sabía es que él podía ser generoso en las circunstancias adecuadas. Y esas circunstancias no incluían que tratara de convencerlo con una personalidad falsa.


—Verde —dijo secamente, aunque no tenía ni idea de por qué de repente el verde era su color favorito—. Y probablemente las vieiras. ¿Qué más quieres saber? —preguntó.


Paula pensó en todas las cosas sobre las que había sentido curiosidad, todas las preguntas que se le habían pasado por la cabeza aquella noche de madrugada cuando no podía dormir, demasiado preocupada por lo que iba a hacer.


—Me dijiste que eres de Atenas, pero ¿dónde creciste? —preguntó.


—Mis antepasados provenían originariamente de Kastrosikiá, que es una localidad relativamente pequeña en la costa nororiental de Grecia, pero ahora tenemos casas por todo el mundo, y oficinas en casi todos los países. Doy trabajo a más de cien mil personas en industrias como el petróleo, el transporte, los ordenadores, la construcción y unos cuantos sectores más.


Paula se dio cuenta de que hablaba de su negocio y no de sí mismo. Había dicho de dónde venían sus antepasados, pero nada de información personal. «No le gusta hablar de sí mismo», pensó. Resultaba extraño, porque parecía ser una
persona muy interesante y segura de sí misma.


—¿Qué haces en tus ratos libres? —preguntó.


Él suspiró y posó el tenedor en el plato.


—No tengo tiempo libre, Paula.


Ella bajó la mirada, sintiéndose como si la acabaran de reprender.


—Oh. Lo siento. —Miró la comida, pero en realidad no veía nada. El hombre sentado al otro lado de la bonita mesa era su marido, pero no sabía casi nada acerca de él.


¿Realmente necesitaba saber algo sobre él? ¿Qué ocurriría si averiguaba algo sobre él y le gustaba? Ahora mismo, no había más que una atracción extraña y magnética que la había llevado hasta su aura peligrosa y seductora, pero ¿qué ocurriría si empezara a sentir algo por él? ¿Qué pasaría si empezara a importarle?


«No», eso sería cosa mala. No quería que ese hombre la hiciera daño, pero sospechaba que podría hacerlo fácilmente sin siquiera percatarse de ello.


Respiró hondo, posando su tenedor en el plato tal y como había hecho él.


—Bueno, supongo que no hay nada más que…


Estaba a punto de levantarse, darle las gracias educadamente por la comida y llamar a un taxi para irse a casa. Obviamente no había ninguna razón para quedarse allí. Aquel hombre no quería que lo conociera personalmente, y tampoco le estaba pidiendo información sobre sí misma. Era obvio que quería que siguieran siendo extraños y suponía que eso sería lo mejor.


Acababa de levantarse y ya estaba doblando su servilleta cuando oyó una palabrota por lo bajo. Al levantar la mirada, vio a Pedro de pie. Un momento después, sintió sus fuertes brazos envolviéndola.


—Paula…


Sospechaba que iba a decir algo más, pero al subir la vista hacia él, había dolor y recelo en sus ojos.


Pedro vio su mirada y la piedra que siempre pensó que había en la zona de su pecho se movió ligeramente. Seguía siendo una piedra, pero había caído una esquirla. No estaba seguro de que le gustara aquello, pero reaccionó atrayéndola entre sus brazos. Solo pretendía besarla, pero al igual que en las dos ocasiones anteriores, el beso se descontroló de manera prácticamente instantánea.


Paula no tenía ni idea de cómo ocurrió, pero en un momento Pedro la estaba besando en el comedor formal y, al siguiente, sintió una cama mullida bajo la espalda. ¡Y no le importaba! Todo lo que le preocupaba era tocar a Pedro y
asegurarse de que él siguiera acariciándola. Cuando retiró la mano de debajo de su camisola blanca, ¡se sintió morir! 


Agarró su mano y volvió a ponerla allí, necesitada de su roce, desesperada por sentir sus manos sobre la piel. Pero todo lo que él hizo fue tirar de la tela por encima de su cabeza.


Nunca antes había sentido una tensión tan embriagadora, aquella desesperación loca por sentir la piel de un hombre con sus propias manos. Siempre había sido muy comedida con sus novios, pero no sentía ninguna precaución con Pedro. Sus dedos sacaron la camisa de la cintura de sus pantalones, deslizándose bajo el material para sentir el roce de su piel. Y cuando se incorporó ligeramente para sacarse la camisa por encima de la cabeza, suspiró de placer al tener libre acceso a su pecho, a toda aquella gloriosa piel y a los músculos que palpitaban debajo de esta. Se sentía fascinada y no podía dejar de tocarlo. Cuanto más la tocaba él, más hacía que ella quisiera acariciarlo, explorar y encontrar todos los lugares de su cuerpo que le hacían gemir o cerrar los ojos como si le doliera algo. Pero Paula sabía que no le dolía nada y sus ojos captaron cada expresión de su cara.


Hasta que le arrancó el sujetador, lanzándolo tras de sí y recuperando el control.


—Oh, no, mi pequeña juguetona —gruñó, agarrando sus manos y sujetándolas por encima de su cabeza—. Es mi turno —le dijo, y después agachó la cabeza, llevándose su pezón a la boca y lamiéndolo. Casi se echó a reír cuando Paula se arqueó en sus labios, gritando de placer, pero sufría por poseerla, por sentir su cuerpo envolviéndolo.


Sus dedos la despojaron rápidamente del resto de su ropa. 


Más tarde, Pedro se preguntaría sobre su falta de delicadeza, pero en ese preciso instante, necesitaba verla desnuda. Necesitaba que se moviera, que se retorciera debajo de él emitiendo esos ruiditos sensuales desde el fondo de la garganta que estaban poniéndolo a cien.


Movió la boca sobre su piel, encontrando más sitios que la hacían clamar a gritos.


Cuando sumergió los dedos en su entrepierna, tuvo que cerrar los ojos al descubrir lo húmeda y lista que estaba.


Sus pantalones desaparecieron, arrojados a un lado. Él se movió sobre ella de manera que la atrapaba con el cuerpo, deseoso de atravesarla con su erección.


Pero, entonces, ella rodeó su cuello con los brazos, con los ojos como platos con un mensaje que no alcanzaba a comprender.


—Eres mía —gimió, mordiendo su cuello al penetrarla.


Ella gritó y Pedro se quedó petrificado, percatándose de que aquella vez no era igual que sus últimos gritos. Mirando hacia abajo, vio una lágrima.


—¡Paula! —dijo su nombre con veneración al darse cuenta de repente de que aquella mujer pequeña y esbelta… ¡su mujer, Paula, era virgen!


—Lo siento, amor —dijo suavemente, besando su cuello con delicadeza. Se sentía fatal y deseaba poder empezar de nuevo, pero lo único que podía hacer ahora era mejorar la experiencia para ella—. ¿Por qué no me lo has dicho? —preguntó moviéndose ligeramente. Cerró los ojos, apisonando su lujuria embravecida y la necesidad de embestir. Era muy estrecha, y estaba tan húmeda y caliente… No podía creer que nunca hubiera estado con otro hombre. ¡Era demasiado hermosa! No tenía ningún sentido.


—Estoy bien —susurró ella, moviendo las manos hacia sus hombros mientras respiraba hondo y trataba de colocarse en una postura más cómoda. Una tarea bastante difícil en aquellas circunstancias.


Pedro sabía que no estaba bien porque sus manos aún temblaban. Se había apagado el fuego que los había llevado hasta ese punto de locura. Ella seguía rígida, sin llegar al estado de unos minutos atrás. Necesitaba que esa mujer volviera a él.


Tenía que poseerla.


—Relájate, amor —la convenció, moviéndose ligeramente en su interior—. Relájate y disfruta. Te prometo que el dolor desaparecerá en un momento. —«Demonios, ¿cómo iba a saber eso?». Nunca había estado con una virgen, pero su
pecho estaba henchido de orgullo y algo más, algo que no quería identificar:
Paula, su mujer, nunca había estado con ningún otro más que él.


Cuando ella jadeó, Pedro supo que volvía a él. Fue despacio. Mantuvo un ritmo suave mientras escuchaba su cuerpo, su respiración. Cuando Paula levantó las piernas deslizándolas contra sus caderas, Pedro empezó a moverse un poco más, suscitando una reacción por parte de ella mientras sostenía su cabeza entre las manos. La besó profundamente, deleitándose en el momento, en su respuesta.


Le llevó varios minutos, pero los movimientos lentos y firmes hicieron que el deseo de ella se encendiera otra vez.


—Eso es —le dijo mientras acariciaba sus mejillas con los pulgares. Se movió otra vez y vio su sonrisa—. Déjate llevar, amor.


Paula no podía creer lo maravillosamente que la hacía sentir aquello. Hacía tan sólo un momento, todo lo que quería era que se quitara de encima de ella para ir corriendo al baño y sollozar por el dolor que sentía entre las piernas. Pero ahora,
sin saber cómo, quería que se moviera más rápido. Quería que…


—¡Sí! —exclamó, inclinándose contra él. Aquello se sentía aún mejor—. No pares —susurró mordiéndose el labio.


Levantó los brazos para sujetarlo, acariciándole el pelo con los dedos.


—¿Pedro? —preguntó, tensando el cuerpo—. No puedo —empezó a decir, pero el asintió con la cabeza.


—Sí puedes —dijo él con firmeza—. Deja que te cuide. —Empezó a moverse más rápido, cambiando el peso de izquierda a derecha, observando sus preciosas facciones para poder repetir lo que le gustaba. Cuando sintió que su cuerpo se estrechaba en torno a él, vio que cerraba los ojos y que sus pechos empezaban a enrojecer, sabía que estaba casi a punto. Él también lo estaba y echó la cabeza hacia atrás, decidido a hacer que alcanzara el clímax.


Cuando ella volvió a gritar, sintió que su cuerpo se enganchaba al suyo y se deleitó al observar lo asombrosa que se veía ella mientras el clímax se la llevaba hasta lo más alto. «Joder», quería que aquello durara para siempre, pero el orgasmo de Paula también lo llevó a él hasta el límite y embistió contra su cuerpo blandito, rezando por no volver a hacerla daño. Nunca había sentido nada tan perfecto, tan intenso.


Cuando volvió a ver bien, abrió los ojos y casi se echó a reír ante la hermosa sonrisa en el rostro de Paula.


Con suma delicadeza, la atrajo hacia sí, estrechándola entre sus brazos mientras ella se enroscaba en torno a él. Pedro miró hacia el techo, preguntándose cómo podía existir una mujer así.