jueves, 7 de julio de 2016

CAPITULO 3: (SEGUNDA PARTE)





Paula se apoyó contra la encimera de acero, respirando profundamente mientras recordaba aquellos maravillosos días. Había sido tan feliz entonces. Tan libre. Estaba en Italia estudiando en una de las mejores escuelas italianas de cocina y aprendía muchísimo todos los días. Cada mañana se levantaba impaciente por probar nuevas recetas, aprender diferentes técnicas y ver el mundo. Había soñado con visitar Italia desde que era una niña y, cuando empezó a cocinar, sus recetas favoritas eran principalmente platos de pasta.


El sol brillaba sobre su cabeza aquella lejana mañana en que bebía un expreso y miraba al vacío sentada junto a la fuente. Pedro se acercó a su mesa y se sentó. Desde aquel momento, se había sentido fascinada por él. Su pelo oscuro, sus ojos oscuros y su piel morena, por no hablar de la cruda energía sexual que prácticamente vibraba a su alrededor; era algo contra lo que no sabía luchar. Pero, por aquel entonces, tampoco quería hacerlo.


Aquella noche la llevó a cenar. Al día siguiente, fueron a algunas de las atracciones turísticas menos convencionales de Roma. Para la segunda noche, ya estaba en su cama, disfrutando tanto de la risa y de las caricias de Pedro que era incapaz de pensar con claridad. Él le enseñó muchísimo aquel verano. La había ayudado a descubrir su sexualidad, sí, pero también había reído con ella, le había mostrado cómo perder el control y vivir más, cómo ser menos cauta.


Sin embargo, no fue únicamente algo físico. Paula relajó sus costumbres cautas y precisas a la hora de cocinar, se permitió experimentar más, y eso se hizo patente en sus clases de cocina. Antes de Pedro, tenía notas excelentes en sus platos, pero después de conocerlo, sus profesores afirmaron que era «brillante» y «de un talento excepcional». 


Había florecido bajo su tutela y pensaba que el mundo estaba lleno de felicidad.


Sin embargo, él se rio suavemente cuando le dijo que lo amaba. Sonrió mirándola a los ojos verdes y le explicó que lo que sentía era simplemente lujuria. Ella le había quitado importancia a sus palabras, negándose a creer que él no la quería con la misma intensidad con que lo amaba ella. La forma en que la tocaba demostraba que sentía algo más fuerte que el deseo. Y entonces la llevó a conocer a sus padres. Ella creía que aquella cena era significativa. Que la amaba, pero que simplemente no quería admitirlo o no entendía el sentimiento, de modo que había hecho a un lado sus burlas sobre el amor, decidida a enseñarle a amar. Tal vez él le hubiera mostrado cómo vivir, pero carecía desesperadamente de conocimiento sobre cómo amar y ser amado.


Por desgracia, la cena con sus padres fue un desastre desde el momento en que puso un pie en su casa. Pedro había crecido humildemente, pero llegó a hacerse billonario con su mente brillante que daba miedo. Sus padres estaban como locos de orgullo por él. No pensaban que una cocinera fuera lo bastante buena para su brillante hijo. Se mostraron fríos e inflexibles, incluso poco dispuestos a conversar con ella durante la cena. Paula se disculpó antes del postre; necesitaba un descanso de la dolorosa cena y escapó a uno de los hermosos salones de la casa.


Desafortunadamente, la madre de Pedro la siguió. Ahí terminó su silencio. Empezó a despotricar contra Paula, le dijo que era patética y que estaba gorda, que era inútil para la carrera de su hijo y que nunca más le permitiría poner un pie en su casa.


Paula se quedó anonadada con tanto veneno. Siempre había estado rodeada por el amor de su familia y durante mucho tiempo no supo que tal ira y odio eran posibles en una familia. Así que cuando Pedro la llevó a casa aquella noche, ni siquiera le salieron las palabras de la boca, que se le había quedado helada, para explicar lo que le había dicho su madre. Cuando por fin fue capaz de hablar, ya se había dado cuenta de que él se había mostrado frío y callado, sin apenas tocarla desde que salieron de casa de sus padres.


«¡Entonces lo supe!». Fue entonces cuando comprendió que Pedro la había rechazado por la desaprobación de sus padres. El dolor que atravesó su cuerpo al percatarse de ello le rompió el corazón. Fue el principio del fin para ellos. 


Finalmente se dio cuenta de que las barreras, la familia de
Pedro y su incredulidad en el amor, eran demasiado grandes como para superarlas sola.


Paula siempre había presentido que Pedro tenía un corazón duro. Había oído rumores acerca de él; había leído en Internet lo despiadado que era para los negocios, cómo no tenía competencia porque nadie podía alcanzarle en su rápida expansión y con su genio para el marketing. Pero hasta aquella noche, nunca había visto su cara fría y silenciosa. Incluso entonces no había creído que fuera posible. Lo había excusado como cosas que ocurrían en el trabajo. Pero desde entonces él no volvió a mostrarse cálido. 


Y ella aceptó que se estaba apartando, que Pedro estaba de acuerdo con su madre sobre su incapacidad de ser la madre de sus hijos y su esposa mientras él hacía crecer su emporio.


Paula dejo la escuela de cocina aquel verano antes incluso de los exámenes finales. Lloró en el avión durante todo el camino a casa, y durante semanas por su traición y su rechazo. Tardó varias semanas en enterarse de que estaba embarazada y otro mes en cobrar el valor necesario para llamar a Pedro y contarle la noticia. Después lloró durante otro mes porque solo había podido dejarle un mensaje y él nunca había devuelto su llamada.


Ahora él había vuelto. Paula respiró hondo y miró a su alrededor, apoyando las manos sobre el frío fogón de metal que prácticamente palpitaba con energía cuando lo encendía y hacía su magia con la comida y el calor. Aquel era su sitio, donde sus pequeñas progresaban. Esa era su vida ahora.


No quería volver a sentir nunca más aquel amor abrumador, aquella pasión indescriptible por otro ser humano. La última vez casi la había matado. No podía volver a correr ese riesgo. Aldana y Alma eran su mundo ahora. Eran la pasión de su vida. Ellas la hacían sonreír, la abrazaban y la besaban, y se merecían todo lo que pudiera darles. Pedro podía simplemente… irse al diablo.



CAPITULO 2: (SEGUNDA PARTE)





No podía creerse lo que estaba oyendo. El hombre podría ser increíblemente rico y brillante para los negocios, pero no tenía ni idea cuando se trataba de mujeres. O de ella, para ser más específicos. No tenía ni idea de lo que había sentido por él, de cómo le había querido con todo su corazón. Y tampoco iba a contárselo. No se merecía saberlo porque la había dejado marchar. No había intentado buscarla y, cuando ella intentó ponerse en contacto con él, no había cogido sus llamadas. La había rechazado en un momento en que ella era vulnerable, estaba asustada y desesperada. 


Aquel pánico y su rechazo la habían ayudado a sobreponerse, la habían ayudado a enfadarse con su rechazo. Había utilizado aquella rabia para recuperar su vida, para empezar de nuevo y superar al hombre que la había herido por completo.


Estiró los hombros, decidida a volver a sacarlo de su vida. 


Levantó la barbilla en un gesto desafiante. No se dio cuenta de cómo sus ojos verdes lo estaban desafiando. De haberlo sabido, probablemente se habría puesto gafas de sol para que no pudiera verlos. No quería a aquel hombre en su vida. 


Una vez había sido demasiado para su corazón frágil, tierno y romántico. Esta vez se protegería de ese hombre sin corazón y desalmado.


—No. No vamos a probar, no vamos a volver. Date media vuelta y lárgate de mi cocina de una vez. —Cogió el objeto duro que tenía más cerca y se alejó más de él, levantando la cuchara por encima de su cabeza de manera amenazante.


Los ojos de él se alzaron hacia el lugar donde su mano se aferraba a la cuchara de madera por encima de su cabeza.


—¿O qué? ¿Me aporrearás con la cuchara? —preguntó con su sonrisa pícara.


No sabía que lo que había cogido como arma era una cuchara. Entonces parecía una tontería, pero era todo lo que tenía a mano en ese momento.


—Sí —respondió con nerviosismo porque él seguía acercándose. Intentó retroceder, pero ya estaba acorralada junto al fogón—. Déjame en paz —exigió, prácticamente suplicándole porque estaba tan cerca que podía olerlo; casi podía saborearlo y ¡eso era malo! Oler esa increíble loción para después del afeitado con aroma cítrico que le gustaba atormentaba todos sus sentidos. Hacía que la cabeza le diera vueltas con una necesidad que había sido brutalmente reprimida durante cinco largos años. Cinco años durante los cuales había anhelado que la estrechara entre sus brazos una vez más, sentir su cuerpo manteniéndola calentita por la noche. Cinco años durante los cuales había llorado hasta quedarse dormida demasiadas veces, deseando haber sido suficiente para él, que pudiera haberla amado solo un poco.


—No creo que pueda —respondió él en voz baja. Un momento más tarde, un brazo se abalanzó para capturar la muñeca que sostenía la cuchara de madera mientras el otro le rodeaba la cintura. En un momento estaba de pie amenazándolo. Al siguiente, estaba en sus brazos y él la besaba como si estuviera sediento de ella.


Paula siempre había sido débil en lo concerniente a aquel hombre y no podía luchar contra la necesidad, contra las ansias desesperadas que se dispararon al primer roce de sus labios con los de ella. La mano de Pedro se deslizó por su brazo, le arrebató la cuchara de madera y puso la palma de Paula sobre su nuca, diciéndole exactamente cómo quería que lo tocara. Los recuerdos inundaron su mente y su cuerpo se apretó contra el de él, cambiando de postura ligeramente para sentir mejor su cuerpo robusto. «Es más grande», pensó. Más musculoso y más fuerte. Estaba casi mareada de necesidad por él, de modo que cuando la alzó sobre la encimera y le separó las piernas para poder deslizar las caderas entre ellas, por poco gritó de renovado placer.


—¿Por qué haces esto? —sollozó mientras sus manos recorrían el pecho del hombre y las de él se desplazaban hasta su trasero, acercando el sexo de Paula a su miembro duro. Ella jadeó con los ojos entrecerrados y tuvo que morderse fuerte el labio inferior para contener un grito.


—Porque no puedo parar —explicó con voz áspera. El hombre agradable y sofisticado que había embriagado sus sentidos con sensualidad había desaparecido. Aquello era pura pasión, deseo ardiente. La besó otra vez, ahuecando su trasero con las manos para que los cuerpos de ambos se alinearan perfectamente. El hombre era un hedonista excepcional, y el menor cambio, el menor movimiento, estaba perfectamente calculado para producirle un placer tan intenso que ella temblaba y le suplicaba que le diera más de lo mismo.


El portazo en la parte trasera de la casa fue como si le echaran un cubo de agua fría sobre la cabeza. Durante un instante, se miraron fijamente a los ojos, pero entonces se oyó más movimiento, que indicaba que alguien iba hacia la cocina. Aquello incitó a Paula a entrar en acción. Dio un respingo hacia atrás y casi se cayó de la encimera de metal en su esfuerzo por alejarse de Pedro y horrorizada ante lo que acababan de hacer.


—No he encontrado trufas —dijo su tía Mary—. ¡Oh!


Paula dio un respingo hacia atrás, empujando a un Pedro igual de sorprendido para alejarlo de ella y así poder bajar de un salto de la encimera. Empezó a alejarse, pero se detuvo y se apresuró a volver atrás. Sus rodillas no estaban listas para el reto de sostenerla derecha inmediatamente después de volver a estar en brazos de Pedro.


La tía Mary se detuvo en el vano de la puerta de la cocina, mientras sus ojos internalizaban la escena de su guapa sobrina y un hombre extraño, muy alto y de aspecto poderoso. Algo estaba pasando. En el aire se respiraba una tensión rara, casi tangible, entre aquellas dos personas, que fácilmente podrían haberse descrito como combatientes por la manera en que se fulminaban con la mirada entre ellos, y después a ella.


—Lo siento. ¿He interrumpido algo importante? —Sus ojos verdes rebotaban de Paula al hombre alto e increíblemente atractivo de pie junto a su sobrina—. Me voy —empezó a decir.


—¡No! —exclamó Paula casi a gritos. Echó las manos hacia delante para detener a la única protección que tenía para que Pedro no volviera a empezar su juego de seducción otra vez—. No — repitió con menos contundencia—. Este señor ya se iba.


Su ceja oscura se alzó con aquella afirmación.


—¿Me iba?


Ella alzó la vista hacia él, después hacia su tía que los miraba de hito en hito, primero a ella y luego a Pedro, con interés creciente.


—Sí. Ya se iba porque ya hemos hablado de todo lo que teníamos que hablar. Asunto concluido. Caso cerrado.


Pedro volvió a agarrarla por la cintura, ahora sin preocuparse por su público. Estaba furioso con que su preciosa Paula, la mujer que se había derretido cuando apenas la había mirado y que había sucumbido en sus brazos hacía solo un momento, estuviera intentando darle puerta. ¡Nadie lo echaba de ningún sitio! ¡Era él quien echaba a la gente! Era él quien tenía el control.


—El caso no esta cerrado. El asunto sigue abierto. Y no se olvide —dijo, deslizando la mano por la piel de Paula. Sabía que ella estaba intentando no tener escalofríos en respuesta, pero conocía su cuerpo demasiado bien. Conocía todos los lugares que le darían la reacción que quería. De modo que cuando su mano llegó a aquel punto en su costado, justo encima de la cadera, sonrió triunfante mientras la mandíbula de Paula se apretaba y se le cerraban los ojos—. Pero le concederé una retirada táctica por el momento. —Era una advertencia que Paula no podía ignorar. La besó de nuevo; fue un beso intenso y penetrante. Sin embargo, Pedro levantó la cabeza antes de que ella pudiera reaccionar y la soltó. Con un gesto seco de asentimiento a la tía Mary, Paula lo vio salir por la puerta.


Paula se apoyó en la encimera, cerrando los ojos mientras trataba de recuperar el control sobre su cuerpo y su estado de ánimo. Se sentía como una marioneta, y ahora Pedro movía los hilos.


Era capaz de hacerla sentir cosas que no quería sentir y parecía que su cuerpo estaba poseído por otra persona que no era ella. Él siempre había tenido esa habilidad. Antes no la molestaba porque estaba en sincronía con sus necesidades y lo deseaba con la misma intensidad.


Pero, ¿y ahora? Ahora tenía que ser fuerte. Tenía que mostrarse firme y evitarlo. Pero no solamente por su propio bien. Alma y Aldana se merecían una buena madre, no una mujer que se desarmase a la más mínima, que era exactamente cómo había estado al volver de Italia aquel verano hacía cinco años. «No», no le haría eso a sus preciosas gemelas.


Le costó meses superarlo. Había llorado tantas veces sobre los hombros de Patricia y Paola que se habían quedado anegadas. Después descubrió que estaba embarazada y lloró todavía más.


Aquello había sido un festival de lágrimas hasta que dio a luz. La llegada de sus hijas le proporcionó tanta alegría que se olvidó, al menos temporalmente, de estar triste. Después de su nacimiento, estaba demasiado cansada como para seguir llorando.


Pensando en retrospectiva, el nacimiento de sus hijas probablemente le había salvado la vida.


Era un caso perdido: no comía bien, no dormía lo suficiente. 


Caminaba por la vida como una zombi, sin importarle nada. 


Descubrir que estaba embarazada fue aterrador. 


Independientemente de lo excitada que estuviera ante la idea de tener una pequeña parte de Pedro creciendo en su interior, el embarazo era lo último que se había esperado y lo que era menos capaz de sobrellevar en ese momento.


Pero lo hizo. Con el amor y el apoyo de su familia, había dado a luz a sus dos preciosas niñas.


Ella y sus hermanas, Paola y Patricia, junto con sus hijas, vivían en un apartamento grande justo encima de su antigua sede hasta hacía unos pocos meses. Ahora vivían en una casa victoriana fabulosa con una cocina enorme. Seguían viviendo encima de la cocina. Bueno, todas excepto Paola,
que ahora vivía con su marido, el guapo Manuel Liakos. 


Esperaban sus propios gemelos en los próximos meses. 


Pero Paula y las gemelas ahora tenían su propio apartamento, de modo que ella podía escabullirse en la intimidad de su mundo cuando necesitaba un poco de espacio.


Respiró hondo, abrió los ojos y rezó para que Pedro hubiera desaparecido de una vez según miraba a su alrededor. Por suerte, solo vio a su tía Mary, que la miraba con ojos divertidos e inquisitivos.


Mary cogió las bolsas y las dejó con un golpe sobre la encimera de metal.


—Era un chico bastante guapo —dijo finalmente. Empezó a vaciar el contenido de las bolsas en la encimera, más consciente de la confusión y el dolor en los ojos de su sobrina que de lo que estaba sacando—. ¿No sería él la razón por la que hace cinco años volviste de Italia embarazada y hecha polvo? —preguntó, sin medir sus palabras. Nadie de su familia era demasiado bueno en eso de dar rodeos.


Paula se encogió, recordando lo patética que había sido, lo devastada y dolida que se sentía cuando su primer amor resultó ser tan amargo.


—Él y yo tuvimos una relación —admitió Paula, ocupándose en sacar de las bolsas los suministros que había comprado su tía.


La tía Mary observó la puerta por la que se había marchado el chico guapo, con los labios fruncidos, sumida en sus pensamientos.


—Parece que está preparado para tener otra relación. ¿Quiere decir eso que voy a tener más sobrinas y sobrinos? —preguntó riéndose.


—No bromees, tía Mary. Por favor —suspiró Paula, que seguía intentado asimilar el hecho de que Pedro estuviera allí. ¡En Washington D. C.! «Vale, viaja por todo el mundo con sus negocios, pero ¿por qué está aquí? Su sede está en Roma. Además, ¡su familia me detesta!». La madre de Pedro
se había esforzado mucho para hacerla sentir incómoda e inadecuada. No había pasado un momento sin que Paula se sintiera insuficiente a ojos de la elegante señora.


—Oh, cariño —dijo la tía Mary, compasiva—. No sé qué ocurrió entre vosotros hace cinco años, pero no dejes que el pasado interfiera con tu felicidad ahora.


Paula sacudió la cabeza, sorprendida de que su tía pudiera siquiera insinuar que ella y Pedro deberían intentarlo otra vez. Se rio ante la mera idea de dejar que entrara en su vida, de explicarle lo que había ocurrido hacía cinco años. No, la última vez no había respondido a sus llamadas. Entonces le daba miedo el compromiso; Paula no podía imaginarse lo rápido que huiría si averiguara que tenía dos hijas. Dos hijas maravillosas, adorables, inteligentes y divertidas que podrían asfixiarlo de amor. Pedro no quería amor. Quería pasión. 


Quería vivir la vida al máximo y hacer crecer su negocio hasta convertirse en el más grande y el más poderoso del mundo. Derribaba cualquier cosa o a quienquiera que se interpusiera en su camino. Ya lo había visto antes y de ninguna manera iba a someter a sus hijas a tal dolor y rechazo.


—No quiere niños, tía Mary.


Mary se rio.


—Bueno, tú tampoco los querías hasta que te enteraste de que estabas embarazada.


Paula tenía que admitir que su tía tenía razón.


—No cree en el amor.


La tía Mary bufó con poca elegancia.


—Los hombres creen en el amor. Y no dejes que te convenzan de lo contrario, bonita. Lo que ocurre es que lo llaman por otro nombre. Y lo demuestran de otra manera, pero en el fondo es lo mismo. Simplemente no saben cómo aceptarlo. Depende de nosotras hacer que entiendan lo que sienten y que lo expresen adecuadamente. —Puso los ojos en blanco y sacudió la cabeza—. Santo cielo, no tienes ni idea de la cantidad de veces que tu tío Juan me ha dado un pavo embadurnado con algo. Y si no era un pavo, era un jamón, o filetes o la parte del bicho que fuera a hacerme a la parrilla. Lo trae a la cocina como si hubiera salido a cazar el bicho él mismo —se rio. Incluso Paula consiguió reír aunque tenía el corazón apesadumbrado por la reaparición de Pedro—. Pero esa es su forma de demostrarme que me quiere. Es su manera de cuidarme. Puede que sea un incordio y que me suba el colesterol, pero es muy dulce a su manera.


Paula sonrió con cariño porque su tío Juan era realmente inepto a la hora de hacer un regalo romántico a su mujer desde hacía cuarenta y cinco años. Una vez, ella llevó flores a casa para sí misma y le dijo que él le había comprado flores. El tío Juan gruñó, miró las flores y encendió la parrilla, dispuesto a demostrarle lo que era «amor del bueno».


Eran una pareja muy dulce, pero Paula sabía que Pedro no era el tipo de hombre de rosas y por siempre jamás. Tenía amantes a quienes mantenía en apartamentos, y llevaba a señoritas preciosas a eventos fabulosos, pero todas sabían hasta dónde llegarían. Ella era la única que no había seguido el guión. Cuando empezaron su aventura, ella no se había dado cuenta de lo que realmente era: una aventura sin más que terminaría cuando él se cansara de ella. Para Paula, aquel tiempo, aquel comienzo con Pedro, había sido mágico.


La tía Mary recogió su bolso y salió por la puerta trasera, pero no sin antes lanzarle a Paula una mirada que decía: «Piénsatelo».







CAPITULO 1: (SEGUNDA PARTE)





—Ciao, bella —dijo una voz grave desde la puerta.


Las manos de Paula se quedaron heladas. Todo su cuerpo se quedó helado. Su mente se quedó helada. «¡Esa voz! ¡No puede ser él!». No había oído aquella voz desde que… 


«¡Oh, no!».


Cuando salió un poco de su conmoción, volvió la cabeza y miró hacia la puerta. ¡Era él! ¡Era Pedro! ¡Alto, robusto, atractivo y en vivo! Un endiablado macho alfa completamente envuelto en un traje elegante que intentaba enmascarar sin éxito la sexualidad salvaje del hombre que había dejado en su pasado dolorosa y brutalmente.


—¡Tú! —dijo ahogando un grito. Sus instintos de lucha o huida se activaron mientras la adrenalina recorría todo su cuerpo—. ¡Fuera! —estuvo a punto de gritar, cogiendo lo que estaba más a mano para usarlo como arma. El hombre no se movió, cosa que habría previsto si hubiera estado pensando racionalmente. Nadie le daba órdenes a Pedro


¡Absolutamente nadie! Pero ella no estaba en sus cabales. En ese instante estaba luchando desesperadamente por volver a sacarlo de su vida una vez más. La última vez, él había vuelto su mundo del revés ,y se negaba rotundamente a darle ese poder sobre sí misma de nuevo.


—¡Fuera! —repitió, fulminándolo con dolor e ira cuando aquella ceja oscura se levantó en reacción a sus palabras—. ¡No eres bienvenido aquí!


Paula se estremeció con una despertar poco grato cuando aquellos ojos azules, oscuros de una forma pecaminosa, recorrieron su cuerpo de arriba abajo, deteniéndose en sus pechos. Odiaba el hecho de que pudiera haber cualquier tipo de reacción a aquel hombre que fuera visible a través de su camiseta blanca, y se maldijo por no haberse puesto el delantal antes de empezar a cocinar.


Pedro se adentro más en la cocina grande y luminosa. Olía a vainilla y cebollino. Una combinación extraña, pero recordaba que aquella mujer nunca había sido particularmente convencional. Atractiva, seductora y perturbadoramente hermosa, pero nunca predecible.


—Después de todos estos años, ¿esa es la bienvenida que recibo? Sto male —dijo en italiano —. Me siento herido.


Ella lo fulminó con la mirada, sacudiendo la cabeza.


—¡Tú no te sientes herido! Eres inmune al dolor y a las críticas. Así que no finjas lo contrario. —Deseaba que alguna de sus hermanas estuviera cerca. Eran unas trillizas que habían creado juntas una empresa de catering, y normalmente por poco se tropezaban unas con otras mientras trabajaban en la cocina, creando delicias gourmet para sus clientes. Aquella resultaba ser una de las raras
ocasiones en que se encontraba sola. Incluso sus maravillosas hijas gemelas, Alma y Aldana, estaban fuera, en el jardín de infancia.


«Oh, ¿por qué he decidido cocinar justo hoy en lugar de tomarme el día libre como todos los demás? Ahora estoy sola con el único hombre que puede hacerme daño». El único hombre que le había hecho un daño tan terrible la última vez que había entrado en su vida. Y no tenía ni idea de cómo manejarlo. No cuando se le veía tan… increíble.


Pedro miró a la mujer que había rondado sus sueños durante los últimos cinco años. «Sigue ahí», se percató. 


Posiblemente incluso más fuerte que antes. Aquella atracción que lo había llevado hacia su esfera en Italia seguía allí, y él casi maldijo ese hecho. Deseaba a aquella mujer con una lujuria dolorosa que lo inundaba cada vez que ella estaba cerca. Hacía cinco años, ni siquiera necesitaba verla para que su cuerpo reaccionara ante su presencia. Por aquel entonces, en ocasiones ella se acercaba a él por el pasillo para quedar con él para comer o cenar y él sentía su presencia.


Cada fibra de su cuerpo se preparaba de inmediato para sus caricias, para sus besos.


Pedro se acercó más, asimilando con la mirada todos los cambios en su figura y sus bonitos ojos verdes. Parecía imposible, pero Pedro pensó que de hecho estaba más guapa entonces que cinco años atrás. Ahora había una madurez. Antes, era toda inocencia y sensualidad. Ahora, era una mujer hecha y derecha con pechos más turgentes y caderas más anchas que ansiaba tocar.


—He intentado mantenerme alejado, mia amore. Pero tú ganas. Aquí estoy. Aún te deseo.


Ella jadeó y agarró la cuchara de madera con más fuerza.


—¡No te atrevas a decir cosas así! —casi le gritó, atravesada por el dolor ante la idea de que todavía la deseaba. Se sentía cegada por ese dolor, por el simple anuncio de que se había dejado caer por su vida como por casualidad—. ¡Yo no! ¡Y no te atrevas a llamarme «tu amor», cabrón! El amor nunca fue parte de nuestra relación—. «Al menos no por tu parte», pensó ella con un resentimiento atroz. Había amado a aquel hombre con cada fibra de su ser, pero él solo quería sexo. Y durante tres gloriosos meses ella había fingido que el sexo era suficiente. Que lo amaba bastante por los dos. Pero cuando se dio cuenta de que él nunca correspondería a ese amor y que los padres de él la despreciaban, aceptó que su aventura loca necesitaba terminar. Bueno, eso y el hecho de que él no quería tener niños. Ni casarse. Ni ninguna clase de compromiso a largo plazo.


Él se adentró más en la cocina. Los aromas le recordaban a cebolla y magdalenas. Pedro deseaba a aquella mujer. 


Recordaba mirarla mientras cocinaba para él, su pasión en la cocina y la manera en que se entregaba en cuerpo y alma a su cocina. Y en la manera en que le hacía el amor.


Estrecharla entre sus brazos había sido como abrazar el sol, todo calor y unas llamas prácticamente incontrolables. Había sido inspirador, y nunca había reaccionado a ninguna mujer de la misma manera. Ni antes ni después de ella.


Así que finalmente se había rendido y fue a buscar a la mujer que deseaba desesperadamente de vuelta en su cama.


—Tal vez podríamos empezar de nuevo y puede que esta vez nos enamorásemos —dijo él, acercándose más, despacio, como si se estuviera aproximando a un animal herido.


Paula se encabritó otra vez como una furia ante su afirmación. Sus palabras desalmadas, las mismas palabras que había querido escuchar desesperadamente cinco años atrás, abrieron de un tajo las heridas que nunca se habían curado del todo. Contuvo las lágrimas ante su nueva traición.


—Tal vez solo deberías darte media vuelta y dejarme en paz.


Él rio por lo bajo con un sonido grave y sexy que envió nuevas chispas de excitación por todo su cuerpo. Había oído aquella risa tantas veces mientras la estrechaba entre sus brazos. Fue su primer amante… y el último. Vaya, ¿cuántas veces le había enseñado algo nuevo en el aspecto sexual y ella se había ruborizado? Después hacía ese ruidito cuando a ella le gustaba lo que le hubiera enseñado.


«Santo cielo, ni siquiera puedo contar cuántas veces ocurrió eso». Su rostro se cubrió de ese color traicionero.


Ahora estaba cerca, se alzaba sobre ella con su altura y sus hombros anchos. Ella recordaba cómo había agarrado aquellos hombros musculosos y grandes mientras hacían el amor. La llevaba tan alto que después de cada experiencia con él pensaba que se caía desde el cielo. Sus ojos, tan observadores como siempre, captaron al instante el rubor en sus mejillas ante aquel recuerdo.


Su risa profunda y ronca la sorprendió, y sus ojos verdes se cruzaron con los azules, más oscuros, del hombre.


—Ya veo que recuerdas lo bueno que era entre nosotros. ¿Todavía quieres tirarlo por la borda? Estoy aquí. Estoy dispuesto a escuchar y averiguar qué hacer para que seas feliz esta vez.


Aquello sólo la enfureció aún más. Había sido un infierno superar a aquel hombre la primer vez, únicamente para descubrir que estaba embarazada unas semanas después. 


Lloró durante meses por el dolor de haberlo dejado, de perder las esperanzas y los sueños que no había imaginado que tenía hasta que él entró en su vida. También estaban el miedo y la humillación de volver de Italia embarazada. Había estado asistiendo a una escuela de cocina, con todas sus esperanzas y sus sueños, y de repente tuvo que contarle a sus padres y a sus hermanas que se había enamorado como una estúpida de un hombre que no la correspondía. Y ahí estaba de nuevo, rasgando su paz recién encontrada con un simple «aquí estoy». ¡Como si fuera a abandonarlo todo lo que había estado haciendo y planeando en su vida solo porque él hubiera vuelto! ¡Ni hablar!


—Tal vez ya no me interese.


Él volvió a reír en voz baja.


—Quizás pueda recordarte cómo era entre nosotros. Cómo podría volver a ser. —Se acercó más y Paula entró en pánico.


—¡No te acerques más! ¡Y ni se te ocurra venir aquí y asumir que podemos retomar las cosas donde las dejamos! Renunciaste a ese derecho cuando me dejaste marchar la última vez.


Él no se detuvo, sino que se acercó unos pasos más. Tan cerca que ella tenía que estirar el cuello hacia atrás para buscar su mirada. Necesitaba calcular su siguiente jugada.


—Las cosas eran difíciles por aquel entonces —explicó. Sus ojos oscuros no dejaron de mirar su rostro—. Y escapaste antes de que pudiéramos hablar de lo que querías.


«¡Eso ha dolido!». Más de lo que quería admitir. Sus palabras la hirieron hasta los huesos.


«Santo cielo, cómo le había querido y solo fui una amante más en una larga lista que pasaba directamente a su habitación». Sus ojos verdes refulgían de ira.


—Ah, ¿y ahora tú estas dispuesto a darme todo lo que quiero?


Vio aquellos ojos oscuros y atractivos parpadeando ante aquella pregunta.


—Estoy dispuesto a intentarlo —respondió en voz baja—. Vamos a ver qué pasa esta vez.