martes, 12 de julio de 2016

CAPITULO 18: (SEGUNDA PARTE)





Este llegó al descansillo antes de que Paula pudiera subir la mitad del primer tramo de escaleras.


—¿Qué pasa? —preguntó subiendo las manos hacia sus brazos—. Cálmate y dime qué ocurre.


Paula no podía hablar; estaba demasiado asustada del extraño que había en su patio. Patricia asomó la cabeza desde su puerta, mirando por la barandilla:
—¿Qué pasa? —preguntó, echándose una bata por encima del pijama e intentando apartarse el pelo de los ojos. Evidentemente, acababa de despertarse y estaba confusa por el sueño y por los gritos de su hermana.


—¡Un hombre! ¡Fuera!


Pedro miró por encima de su hombro y se percató de que nadie la había seguido al interior de la casa, pero seguía oyendo los ladridos del perro.


—Quedaos aquí —dijo empezando a rodearla.


«¿Va a salir?». Lo agarró por los brazos y tiró de él hacia atrás.


—¡No! ¡No puedes salir ahí fuera! ¡Llama a la policía! ¡Deja que ellos se encarguen!


Pedro volvió a cogerla de los brazos, sujetándola firmemente.


—Tengo guardaespaldas ahí fuera patrullando la zona, Paula. Deja que salga y hable con ellos. Deberían saber qué ocurre y haber pillado a cualquiera que… —se detuvo ante la mirada perpleja en el rostro de Paula—. ¿Qué pasa?


Paula intentó hacer memoria de la imagen del hombre.


—Hum… ¿Es posible que uno de los hombres sea más o menos así de alto, con pelo oscuro y bigote? —preguntó con la mano elevada.


Los rasgos tensos de Pedro se relajaron un poco.


—Ese es Jonah —le dijo—. ¿Era Jonah el hombre al que has visto? —preguntó con cautela.


Paula no tenía ni idea y sabía que había muchos hombres con bigote en el mundo, pero no podía confirmar que el hombre al que ladraba Ruffus en ese preciso instante fuera el Jonah en cuestión. —Quedaos aquí. Voy a comprobarlo.


Paula alargó el brazo para sujetarle, aterrorizada por él, pero Pedro era demasiado rápido y ya estaba al pie de la escalera antes de que pudiera llamarlo.


Patricia bajó la escalera y se prendió de su brazo.


—Parecía bastante cruel —le susurró Paula a su hermana. Patricia no dijo una palabra; se limitó a rodearle los hombros con los brazos—. Y creo que iba armado.


Patricia volvió a asentir.


La cabeza de Pedro, y su magnífico torso un momento después, aparecieron rodeando la pared al pie de la escalera.


—Todo bien —dijo, obviamente irritado.


Paula y Patricia intercambiaron una mirada, sin creerle del todo.


—Ha dicho que todo bien —susurró Paula.


—Sí. Lo sé.


Paula no se movió.


—¿Y qué hacemos aquí paradas?


Patricia se lo pensó durante un largo instante.


—Bueno, supongo que el tipo con el que te has encontrado ahí fuera está cuadrado, ¿no?


Paula asintió.


—Bastante grande, y da miedo.


Patricia frunció los labios y asintió.


—Bueno, estoy en camiseta y bata. No voy a bajar porque no pienso dejar que un hombre guapo y musculoso me vea con esta bata.


Paula aceptó su explicación e inclinó la cabeza.


—Bueno, ¿cuál es tu excusa? —preguntó.


Paula no estaba segura.


—Hum… Creo que estoy demasiado nerviosa como para moverme.


Patricia miró a su hermana con nuevos ojos.


—Ah. Bueno, supongo que tiene sentido –dijo, aunque su mirada estaba reevaluándola—. Has tenido una buena mañana, ¿no?


Paula tardó un momento en entender lo que decía su hermana, pero cuando cayó en la cuenta, se puso como un tomate y se echó hacia atrás.


—¿Por qué lo preguntas? —dijo agitadamente.


Paula se rio.


—¡Lo sabía! —y salió corriendo de vuelta a su apartamento. Cerró la puerta con una risita.


La cabeza de Pedro apareció al pie de la escalera en ese momento, así que Paula no tuvo tiempo de volver arriba a regañar a su hermana por sus suposiciones. No importaba que fueran ciertas, Patricia no debería pensar en esas cosas. Por qué, Paula ni se lo planteaba. Simplemente no estaba bien. Tal vez no quisiera que todo el mundo pensara que Pedro y ella ya eran pareja. O tal vez no quería que nadie pensara que tenía tan poca fuerza de voluntad cuando estaba cerca de él. Era cierto, pero no quería que la gente lo pensara. De hecho, se avergonzaba al pensar en todas las cosas que Pedro y ella habían hecho aquella mañana.


«Madre mía», dijo abanicándose la cara mientras bajaba la escalera.


—¿Qué hay? —preguntó apoyándose contra la encimera y fingiendo informalidad.


Pedro miró sus mejillas ruborizadas y rio entre dientes. Al verla intentar fingir que no se habían arrojado uno encima del otro en la ducha aquella mañana, se disipó el enfado ante la falta de educación de su guardaespaldas. «Joder», no podía esperar a volver a su casa, donde las duchas eran más grandes y podía volver a ensayar aquella escena otra vez.


«O tal vez sea mejor que no tengamos mucho espacio aquí». Desde luego, no había dudado en entrar en su baño aquella mañana porque era el único que había en el apartamento. En su casa, no habría tenido esa excusa: había diez baños y ocho habitaciones. Claro que, en su casa tampoco tendría excusa para volver a dormir con ella. De hecho, Paula encontraría camas muy cómodas en cualquiera de las habitaciones. «Hum… Tendré que volver a pensar mi estrategia».


—Paula, este es Jonah —explicó, dejando a un lado, de momento, sus planes para dormir. No estaba desestimando el asunto; únicamente necesitaba reevaluarlo.


Paula contempló la expresión avergonzada del hombre y se dio cuenta de que probablemente Pedro lo había reprendido seriamente. De modo que sonrió y le extendió la mano al hombre, que se ruborizó aún más ante su sonrisa.


—Jonah, te pido disculpas por la confusión absurda de esta mañana. Estoy segura de que sólo intentabas presentarte y mi perro empezó a volverse loco, después yo me volví loca y todo… bueno, la mañana ha sido una locura, ¿no?


Pedro se quedó ahí mirándola con furia y con los brazos cruzados sobre su enorme pecho.


Ella lo ignoró; le apetecía meterse un poco con él.


—No te preocupes por lo que te haya podido decir Pedro. Es un matón.


—Paula —dijo Pedro con un tono de advertencia en la voz.


Paula se volvió hacia él con ojos grandes como si le dijera: «No sé por qué estás enfadado, cariño».


—¿Todavía no se han levantado las niñas?


La sonrisa de Paula se agrandó y se giró sobre sus talones.


—Voy a ir subiendo a ver. —Estaba al pie de la escalera cuando de repente se le ocurrió una idea—. Jonah, ¿cuántos hombres han estado haciendo la ronda durante la noche?


Jonah estaba a punto de volverse y salir, pero se volvió hacia ella.


—Éramos cinco, señora, pero estamos a punto de hacer el cambio de turno.


«¿Cinco hombres? ¡Hala!».


—¡Madre mía! Parece un poco exagerado, ¿no?


Pedro no pensaba dejarla interferir.


—Deja que yo me preocupe por la seguridad de mi familia, Paula.


Aquello la mosqueó un poco, pero entonces se le ocurrió algo más:
Pedro, ¿recibes amenazas de muerte?


Este se dio la vuelta y asintió a Jonah, que se apresuró a salir de la cocina, obviamente impaciente por alejarse del jefazo y de la hermosa mujer de sonrisa adorable. Cuando se hubo marchado, Pedro giró para enfrentarse a Paula.


—No tienes que preocuparte por eso. Todo lo que necesitas saber es que no dejaré que nadie os haga daño a ti o a las niñas. O a tus hermanas —añadió como ocurrencia.


Paula sopesó sus palabras.


—Deberías hablar con Manuel Liakos.


Pedro parpadeó pero se encogió de hombros.


—He hecho negocios con él en el pasado. Pero, ¿por qué crees que debería hablar con él?


Paula subió las escaleras.


—Porque Paola está casada con él. Lo habrías visto en casa de mis padres, pero Paola no se encontraba bien.


No estaba segura de qué se le había pasado por la cabeza, pero de repente Pedro se echó a reír. Paula giró sobre sus pasos, pero cuando se dio cuenta de que estaba literalmente doblado de la risa ante lo que él pensaba que era tan gracioso, se volvió de nuevo. Si a él le parecía gracioso, estaba segura de que a ella no se lo parecería.


Subió las escaleras y se encontró a Ruffus husmeando la carita de Alma, intentando despertarla. Él ya había dormido bastante y quería jugar. Alma intentó apartarlo, pero Aldana fue su siguiente víctima. Ruffus siempre iba primero a por Alma, a sabiendas de que era más fácil despertarla. Pero, aquella mañana, Aldana abrió los ojos con el primer golpecito.


Cuando su manita acarició las orejas de Ruffus, el perro resopló contento.


—¿Os levantáis? —dijo Paula en voz baja.


Las dos niñas abrieron los ojos y Paula volvió a quedarse atónita ante lo mucho que se parecían a su padre. ¡Era sorprendente! ¿Podría superarlo algún día cuando el hombre estaba por allí tan a menudo? ¿Y cuando podía verlo tan bien en sus ojitos?


—¿Vamos a desayunar galletas? —preguntó Aldana, con voz soñolienta, sofocada por un bostezo.


Paula rio por lo bajo a medida que se acercaba a la cama.


—Por supuesto que no —dijo.


La respuesta de Alma fue enterrar su rostro en la piel de Ruffus, fingiendo que volvía a dormirse. El problema con aquel plan es que Paula conocía todos los sitios donde tenían cosquillas.


Y los utilizó sin piedad.


Esa fue la escena que se encontró Pedro al entrar varios minutos después. Sus hijas revolcándose en la cama partiéndose de risa mientras la mujer a la que deseaba con una pasión obsesiva les hacía cosquillas, y el perro ladrando como un aluvión mientras olisqueaba a cada una de las niñas con su morro húmedo. Pedro alzó la vista y se fijó en el gato, cuyo nombre no recordaba, que estaba a punto de saltar en medio del tumulto. El cerdito andaba de un lado para otro en el suelo a los pies de la cama; también intentaba entrar en la refriega.


Parte de su corazón se percató de que aquello era lo que había anhelado durante tanto tiempo.


Con el paso de los años, había enterrado ese deseo bajo capas de cinismo. Escenas como aquella: ver a la mujer con sus alegres ojos verdes y un cuerpo que le hacía desearla sólo con mirarla. Y sus hijas riéndose… Se estremecía por todo el cuerpo cada vez que pensaba o decía aquellas palabras.


Mientras crecía, le habían enseñado a estudiar y a ser un chico formal. Debido a la vergüenza que sentía sobre su hogar, por no hablar de las riñas constantes de su padres, había aprendido a ocultar todas sus emociones y a mantener su vida en privado. Para la mentalidad de algunas personas, era el epítome del éxito. Tenía fortuna y poder, casas por todo el mundo y todo el boato del éxito.


Pero aquello: reír y tener una familia, una mujer en la que pudiera confiar y a la que deseara, era todo lo que su corazón anhelaba. No solo quería toparse con una escena así todos los días, sino que quería formar parte de ella.


No estaba seguro de cómo conseguir ese objetivo, pero iba a lograrlo. Con la ayuda de aquella mujer, sabía que lo haría.








CAPITULO 17: (SEGUNDA PARTE)




No podía creerse lo que acababan de hacer juntos. Tampoco podía creerse que quisiera darse la vuelta y hacerlo otra
vez. Su cuerpo nunca había sido tan sensible. Nunca se había sentido tan hambrienta de sexo como cuando Pedro estaba cerca; era como si nada más importara. Tenía que poseerlo, lo necesitaba dentro de sí. No era una opción, y tampoco era una sensación moderada y mimosa. Era casi una necesidad violenta de poseerlo.


En el momento en que creyó que sus piernas podían volver a mantenerla en pie, cogió el jabón y se lavó el cuerpo, intentando evitar tocar a Pedro otra vez. Él le quitó el jabón y ella se encogió contra la ducha: no quería que la tocara.


Pedro se rio por lo bajo mientras se enjabonaba, pero intentó cortésmente dejarle espacio en la ducha para aclararse. Por desgracia, la ducha era demasiado pequeña y, al final, la agarró, la atrajo hacia sí para que sus cuerpos volvieran a estar pegados. Después cambiaron de sitio. Paula suspiró mientras se lavaba el pelo con champú y acondicionador, se lo enjuagaba e intentaba fingir que Pedro no estaba justo detrás de ella, que no acaparaba tres cuartas partes del espacio de la ducha porque era enorme. Cuando terminó de ducharse, salió goteando sobre la alfombrilla. Al darse cuenta de que goteaba, pisó los pantalones de Pedro. «Ya están mojados», concluyó. No servía de nada mojar también su alfombrilla de la ducha.


Tomó una toalla, se envolvió el cuerpo y se secó tan eficazmente como pudo. Sin embargo, ahogó un grito cuando la toalla le fue arrebatada del cuerpo bruscamente al cerrarse el grifo y correrse la cortina del baño.


—Lo siento —dijo Pedro con una sonrisa maliciosa—. Es la única toalla.


Paula sabía que tenía razón, pero eso no significaba que le gustara. Lo fulminó con la mirada durante un breve instante mientras alcanzaba su bata de la puerta. Se la puso y ató el cinto firmemente alrededor de su cintura.


—Te traeré ropa seca —le dijo.


—Gracias —respondió él. A Paula casi se le saltaron los ojos cuando Pedro le guiñó un ojo y procedió a utilizar su cuchilla rosa sobre su bonita cara. Tampoco podía creerse lo excitada que la hacía sentir aquello.


Al salir del baño humeante, miró hacia su cama. «Sí, mis niñas siguen profundamente dormidas. Sí, todos los animales me observan; saben que es hora de comer».


Paula sacó rápidamente unos vaqueros limpios, una camisa y dudó sobre los calzoncillos. Al final, sabía que necesitaba hacer que aquel hombre se vistiera, de modo que llevó su ropa al baño.


Casi cerró con un portazo.


Suspiró y dio unos pasos hasta su cómoda, para vestirse tan rápido como pudo.


—Estaría bien un poco de intimidad —susurró mientras los animales la observaban al vestirse. Claro que, a ellos no les importaba que estuviera desnuda. Lo único que les importaba es que se había entretenido en el baño, retrasando su desayuno.


Cuando se puso la camisa por la cabeza, exhaló un suspiro.


—Vamos —dijo finalmente.


Los tres animales brincaron desde la cama. Ruffus fue el primero, pero únicamente porque necesitaba ir al baño. Meneaba el rabo contra la puerta con tanta fuerza que todo su cuerpo se meneaba con ella. Cuando Paula abrió la puerta, corrió escaleras abajo por delante de ella. Conocía el camino hasta su pista y se adelantó, escurriéndose incluso por su trampilla.


Estaba ocupado olisqueándolo todo a su alrededor mientras ella respiraba profundamente el aire frío de la mañana. Debería haberse traído el abrigo, pero estaba tan resuelta a salir a respirar aire fresco que no tuviera ni pizca del perfume especiado y masculino de Pedro, que había salido apresurada.


Miró a su derecha, intentando averiguar dónde había ido Ruffus cuando lo oyó gruñir. «Qué raro», pensó. Fue hacia allí para investigar.


Un instante después, un ladrido hizo que acelerara sus pasos. Era demasiado pronto como para que ladrase. «¡Los vecinos siguen durmiendo!».


—¡Ruffus! —espetó justo antes de oír otro gruñido, seguido de varios ladridos fuertes—. ¡Ruffus! —llamó de nuevo. Pero cuando lo divisó, se dio cuenta de hacia dónde ladraba. 


Había un hombre junto a la cerca, con una mirada aterradora en la cara mientras miraba fijamente al perro y a Paula.


Paula dio un respingo y corrió adentro, llamando a Pedro mientras corría escaleras arriba.





CAPITULO 16: (SEGUNDA PARTE)





Paula sintió que algo le golpeaba la espalda, pero estaba demasiado cómoda como para espabilarse y averiguar qué era. Sin embargo, cuando le golpeó la cabeza no pudo seguir ignorándolo.


—¡Paula! —oyó un susurro grave, masculino.


En lugar de responder, se acurrucó más. Odie y Ruffus no podían hablar, y aunque Cena pudiera hacerlo no lo haría tan temprano. Estaba bastante segura de que su lógica era correcta, pero seguía demasiado cansada como para comprobarlo.


—Paula, despierta.


—No —le dijo a Cena acercándose la almohada. ¿Por qué estaba tan dura? Pero estaba caliente. Aquello era lo único que importaba en ese momento. Sin embargo, tenía los pies fríos. Se movió, metiendo los pies bajo lo que pensaba que era una manta.


El silbido en su oído no tenía sentido e hizo que se despertara un poco de su estupor.


—Joder, mujer, tienes los pies helados —susurró Pedro.


Paula levantó la cabeza para mirar a su alrededor. Mejor dicho, intentó levantar la cabeza.


Había algo tendido sobre ella. Giró intentando hacer inventario.


—El gato está en tu pelo —le dijo—. Lo echaré, pero estás tumbada sobre mi brazo y no puedo mover las piernas.


Finalmente, Paula averiguó qué ocurría.


—¡No muevas nada! —dijo con cautela—. Nos sacaré de esta —le aseguró, pero tenía ganas de reír a pesar de que necesitaba más horas de sueño.


—¿Te parece gracioso, rica? —preguntó parodiando un gruñido—. Estoy atrapado por tres hermosas mujeres y otras criaturas que temo identificar.


Paula rio en voz baja y sacó su pelo a tirones de debajo del molesto trasero de Odie. Cuando tuvo amplitud de movimiento, ideó una estrategia de escape.


—Vale. Ruffus está tendido sobre una de tus piernas. Aldana está a tu izquierda y Alma está acurrucada a tu derecha. —Miró hacia abajo y vio que ella todavía seguía aferrada a su brazo—. Se apartó y cogió a Cena cuando estaba a punto de darle un golpecito a Aldana con su morro húmedo. —Cerdo pesado —murmuró empujando a Odie de su almohada. Después agarró a Ruffus por el collar para que no pudiera perseguir al gato—. Vale, desliza la pierna izquierda y trata de levantarte de la cama —susurró, con el cerdo y el perro vagamente controlados.


Al final, Pedro se sentó y revisó la cama, sacudiendo la cabeza mientras lo asimilaba todo.


—¿Esto ocurre cada noche? —preguntó, un poco aturdido.


Paula ahogó una risita.


—No todas las noches, pero lo bastante a menudo como para haber desarrollado una estrategia de salida que normalmente funciona. No he sido capaz de averiguar por qué pasa, pero las niñas son las instigadoras del cambio de habitación.


Susurró y levantó la pierna, con cuidado de no golpear la cabeza de Alma.


—Necesito un café —gruñó.


Paula ahogó otra risa, temerosa de las consecuencias tan temprano. Pero no pudo evitar que sus ojos lo siguieran. 


«Tiene un culo magnífico, eso seguro», pensó.


Una vez que la puerta de la habitación se cerró, soltó el collar de Ruffus y calmó a Odie. Cena se acurrucó al lado de Alma y Paula se sintió aliviada cuando entró al baño. 


Después lo siguió afuera para ayudarle con el café.


—Este tiene que ser el apartamento más pequeño del edificio —gruñó después de encender la cafetera.— Eso no es cierto —contestó con una carcajada, pensando en los apartamentos de Paola y de Patricia, que solo tenían una habitación cada uno. «Claro que, Paola ya no usa el suyo. Bueno, retiro eso. Lo utiliza en ocasiones». Paola y Manuel desaparecían a ratos. Paula estaba casi segura de que la cama de arriba se había utilizado.


Pedro oyó la risa en su voz y se detuvo de camino al baño, dándose la vuelta para ver a los animales acurrucados con sus niñas en la cama. ¡Le encantaba la vista! Pero Paula lo estaba tentando y no podía dejarlo escapar.


—¿Te parece gracioso? —gruñó, moviéndose hacia ella de nuevo.


Aquella vez, Paula rio en alto, subiendo las manos para detenerlo.


—¡Pedro, no! ¡No puedes despertar a las niñas! ¡No mientras estés así vestido! —«O desvestido», casi se le escapó.


Él volvió la vista hacia las dos bellas durmientes de pelo oscuro y suspiró. Cuando se encontró con la mirada de Paula una vez más, su expresión volvió a cambiar. Al instante, aquel ardor estaba ahí. Paula contuvo la respiración, preguntándose qué podría hacer Pedro. Preguntándose qué quería que hiciera.


—Estás a salvo —dijo inclinándose, haciendo que Paula se echara un poco hacia atrás—. Por ahora.


Un momento después, Pedro desapareció en el baño y Paula suspiró aliviada. No podía creer lo espectacular que se veía con su espalda ancha y musculosa, ¡y con ese culo prieto, perfecto!


Suspiró y se dejó caer en la cama, intentando poner orden en su cabeza. «Esto es una locura», se dijo.


Necesitaba poner límites al tiempo que pasaban juntos, pero ¿cómo se suponía que iba a hacerlo cuando insistía en permanecer en la misma casa que sus hijas?


Se mordió el labio cuando se le ocurrió la respuesta. Podía dejar que pasara un tiempo con Alma y Aldana en su casa. Los ojos se le llenaron de lágrimas cuando pensó en eso, porque no podía imaginar que sus pequeñas no estuvieran en la misma casa que ella. Entendía que quisiera estar allí con las niñas, pero eso no contribuía a la situación con la que estaban lidiando.


¿Podía dejar que se quedara con las niñas una noche? ¿O un fin de semana? ¿Podía ella estar sin sus hijas, las dos criaturitas que habían estado permanentemente en su vida desde su concepción?


—¿En qué piensas? —le preguntó, volviendo a la habitación con unos vaqueros puestos.


Aunque todavía no llevaba camisa. Paula deseaba que pusiera algo de ropa sobre aquellos impresionantes hombros.


—En nada —le dijo saliendo de la cama. Paula se dirigió al baño plenamente consciente de la camiseta que llevaba puesta. Solo llevaba unas bragas debajo, así que tiró de la camiseta tan abajo como pudo, pero aún sentía sus ojos sobre ella al caminar. Casi cerró la puerta del baño con un golpe por la sensación de cosquilleo que estaba intentando reprimir.


En el baño, se apoyó contra el lavabo, intentado recuperar la cabeza. Sin embargo, era prácticamente imposible. Se quitó la camiseta y abrió el grifo de la ducha mientras esperaba a que se calentara el agua. Cogió su cepillo de dientes e intentó frenéticamente librarse del aliento matutino.


De repente se le ocurrió que él había usado su cepillo de dientes mientras estaba allí. De hecho, pensar en él intentando arreglarse para ella la hizo sonreír.


Le gustaba eso. ¡Pero no debería gustarle! Se golpeó la cabeza contra la pared mientras intentaba recuperar el humor adecuado.


Cuando se abrió la puerta de repente, chilló y trató de taparse. Los ojos oscuros de Pedro contemplaron su cuerpo desnudo y se encendieron de deseo al instante.


—¡Sal! —gritó, a sabiendas de que sus manos no estaban haciendo un buen trabajo al cubrir sexo, porque sus ojos deambulaban por su cuerpo, contemplándolo.


—¿Estás bien? —peguntó en voz baja, apoyando el hombro contra el marco de la puerta.


—¡Sí! Estoy bien. ¡Sal!


Pedro rio por lo bajo. Aquel sonido envió un estremecimiento sexy por todo su cuerpo.


—Paula, hace unas noches lo vi todo, lo toqué todo y lo probé todo. ¿Por qué intentas esconderte de mi? —preguntó.


Ella gimió.


—¡Eso fue distinto!


—¿Distinto cómo? ¿Me olvidé de algo? —bromeó.


Entonces sus ojos se apartaron de ella. Antes de que pudiera sentirse aliviada, se dio cuenta de que le miraba el culo en el espejo.


—¡Pedro! ¡Sal de aquí! —susurró frenéticamente.


—No —respondió, con pinta de estar dispuesto a acomodarse para una buena charla—. Dime qué se me olvidó. Me gustaría muchísimo saberlo.


Con un gruñido, Paula dio la vuelta para coger una toalla, pero se metió en la ducha. Sabía que la cortina rosa la ocultaría de sus ojos más adecuadamente. Por desgracia, aquella era una casa vieja con cañerías antiguas; el agua caliente todavía no había llegado al baño. Así que cuando se metió en el agua, seguía bastante fría. Chilló dando un salto hacia atrás, lo que provocó que resbalara.


Por suerte o por desgracia, Pedro estaba justo ahí y la cogió con sus fuertes brazos antes de que cayera en el duro plato de ducha. Claro que, si no hubiera estado en el baño mirándola fijamente como si fuera un desayuno suculento, no se habría metido en la ducha ni se habría sobresaltado con el agua fría.


—Te tengo —le dijo al oído en voz baja mientras la rodeaba con los brazos y la apretó fuerte contra su pecho. Paula se percató de que estaba en la ducha con ella, con vaqueros y todo.


Sus manos no se detuvieron. Ahora que la sostenía, se deslizaron más arriba, ahuecando sus pechos. Paula gimió, dejando caer la cabeza hacia atrás, contra su hombro.


—Para —susurró, pero en su interior sabía que si paraba, probablemente sollozaría.


—No puedo —respondió mientras se inclinaba y succionaba su nuca con la boca—. Apóyate en mí —ordenó.


Paula se resistió a sus palabras durante tal vez medio segundo antes de apoyar su trasero desnudo contra las caderas de Pedro cubiertas por los vaqueros. Como recompensa, este le calentó los pezones con los pulgares. Paula soltó el gemido que había estado intentando evitar. Cuando Pedro empezó a apartar las manos de sus pechos, las manos de Paula subieron para impedir que las moviera, poniéndolas justo donde estaban hacía un momento mientras susurraba:


—Más.


El cuerpo de Pedro se endureció y maldijo los vaqueros que se había puesto en deferencia a sus hijas. Adoraba a la mujer en sus brazos, que ahora era resuelta. Hacía cinco años, Paula estaba llegando a ese punto, pero aún así seguía siendo él quien empezaba todos sus interludios y sugería cada nueva postura o cada cosa distinta.


Apenas podía controlar sus ansias de penetrarla en ese preciso momento, de tomarla y hacerle el amor una vez más.


Haciendo que se volviera hacia él, empujó su espalda contra los azulejos de la ducha, inclinándose y tomando en su boca uno de aquellos pezones perfectos. No bastaba con oírla suspirar.


Quería que gimiera. Ya había conseguido uno; ahora quería más. Chupando y haciendo cosquillas sobre su piel sensible con los dientes y los labios, consiguió lo que quería; incluso las manos de Paula en su pelo para mantenerlo en esa posición. Pasó al otro pecho y consiguió un gritito. Subió un poco más arriba y apretó su muslo enfundado en tela vaquera entre las piernas de Paula, levantándola mientras le comía la boca.


¡Paula estaba ansiosa! Se había reprimido durante los últimos días y había llegado al límite de lo soportable con Pedro a su alrededor. Se le ocurrió vagamente que había pasado cinco largos años sin siquiera pensar en estar con un hombre, pero en el momento en que Pedro puso un pie en su vida de nuevo, se volvió voraz.


Agachándose, desabrochó el botón y la cremallera de sus vaqueros. Cuando consiguió retirar la tela, vio su erección y devoró con la boca su miembro duro y suave.


—¡Dio! —escuchó decir a Pedro desde arriba, pero no le prestó atención. Ahora estaba en el cielo y no podía parar. Lo quería entero y quería que él estuviera tan enloquecido como ella.


Cuando Pedro fue incapaz de aguantar más aquellos dulces labios envolviéndolo, la levantó y la empaló contra la pared. Seguía con los pantalones puestos, pero le daba igual. La llenó con su miembro, observando la cara de Paula, viendo como el rosa invadía sus mejillas mientras las piernas seguían alrededor de su cintura. Entonces empezó a moverse dentro de ella. No fue dulce y romántico, sino duro y rápido. Tenía que poseerla, aguantando a duras penas hasta que ahogó sus gritos con la boca. Después dio rienda suelta a su pasión, dándosela toda hasta que la sintió temblar otra vez. «¡Joder!», pensó mientras el cuerpo de Paula se apretaba alrededor de él; toda mujer, sexy y
estremeciéndose en sus brazos.


Cuando Pedro se recuperó, abrió los ojos y miró a Paula. 


Estaba preciosa con el pelo mojado y aplastado sobre la cabeza. Dejaba ver sus delicado rostro, sus pómulos altos, y la deseó de nuevo.


Sacó su miembro del interior de Paula, la dejó lentamente en el suelo de la ducha, asegurándose de que se tuviera en pie antes de soltarla. Aún así, Paula se apoyó en la pared de la ducha.


Al bajar la vista hacia ella, casi se echó a reír ante su gesto tímido. ¡Se había ruborizado!


Hacía unos instantes estaba loca por él, le hacía saber qué quería exactamente. Sin embargo, sabía que en ese preciso momento Paula cogería una toalla para taparse si pudiera.


—Para —dijo atrayéndola hacia sí una vez más, con una oleada de alivio cuando le permitió sujetarla. Era suave y delicada. Incluso después de una escena tan salvaje, su miembro volvía a endurecerse.


La besó con ternura, intentando ignorar las exigencias de su cuerpo. Dio un paso atrás y se quitó los pantalones, haciendo caso omiso del ruido que hicieron al caer al suelo del baño. Cogió el jabón, puso de espaldas a Paula y empezó a lavarla, dejando que sus manos se deslizaran sobre la piel de ella. Ninguno de los dos dijo una palabra. Pedro se sintió agradecido; no quería volver a oírla otra vez, diciéndole lo mal que estaba eso. A él le parecía perfectamente bien todo lo que estaban haciendo. Más que bien, le parecía necesario.


Cuando se agachó, rozó su pierna. Únicamente había querido lavarla con ternura, para aliviar la zona que probablemente había herido hacía solo un momento. Pero cuando sus dedos se deslizaron por sus ninfas, no pudo resistirse a disfrutar de aquella sensación. Al oírla jadear, supo que ella la estaba disfrutando tanto como él. Pero aquello no era suficiente. Quería más de ella. Su boca entró en escena mientras la excitaba con los dedos. Se enganchó con los labios al botón de Paula, chupando cuidadosamente mientras introducía un dedo en su interior, y después dos. 


Escuchando sus gemidos y jadeos para orientarse, utilizó la lengua, los labios, los dientes y los dedos para llevarla al éxtasis y hacerla temblar de placer. Cuando llegó al clímax, Pedro pensó que acababa de morir y que había ido al cielo. Poniéndose en pie, ignoró las necesidades de su propio cuerpo. Antes había sido demasiado brusco; Paula necesitaba un descanso. Pero disfrutó al verla relajarse de su tercer orgasmo, aliviando su piel con las manos escurridizas de jabón.


Pedro —suspiró Paula. Este no pudo resistirse a agacharse y besar sus suaves labios con ternura.


Se quedó perplejo al sentir las manos de ella sobre su pecho, empujándolo contra la pared opuesta. Cuando alzó la cabeza, la miró a los ojos y por poco rio ante su mirada intensa nublada por el deseo, ahí, en sus profundidades verdes. Empezó a ponerle freno a sus manos, pero fue demasiado rápida para él. En el momento en que sus manos delicadas avanzaron por su piel, él estaba perdido.


Paula agarró su erección y apretó, haciendo que prácticamente se doblara con la oleada de lujuria que lo invadía. Pero entonces ella se agachó y volvió a tomarlo en su boca, haciendo que gruñera y que se apoyara con las manos contra las paredes de la ducha.


—No… —empezó a decir, pero la lengua de Paula entró en juego y no pudo terminar la idea.


«Joder», no podía pensar en nada.


Estaba a punto de explotar cuando la cogió por los brazos y la levantó. Le dio la vuelta y presionó las manos de Paula firmemente contra la pared en la que se había estado apoyando. Se situó detrás de ella y la penetró con un movimiento fluido; ya no le sorprendía encontrarla húmeda y lista para él. «Esta es Paula», pensó mientras embestía contra su apretado sexo. Estaba hecha para él y tenía muy claro que iba a averiguar cómo mantenerla en su vida. 


Cuando estaba preparado para llegar al clímax, la rodeó con una mano y se aferró a su pecho, pellizcando su pezón sólo lo bastante fuerte como para hacerla jadear mientras la otra mano descendía para jugar con su punto más sensible. 


Conocía tan bien su cuerpo que tardó unos pocos segundos antes de que ella llegara al orgasmo y él diera rienda suelta a su autocontrol, dejando que su cuerpo explotara dentro de ella.


Paula apoyó todo su cuerpo contra la pared. Los fríos azulejos ya no estaban fríos porque habían tenido bastante tiempo como para absorber el calor que irradiaba su cuerpo.