sábado, 9 de julio de 2016

CAPITULO 9: (SEGUNDA PARTE)





Paula permaneció de pie frente al edificio, demasiado nerviosa como para entrar. «¿Voy a cenar con Pedro por voluntad propia? ¿Estoy loca?».


Estaba parada frente al restaurante, agarrando su bolso con ambas manos e intentando obligar a sus pies a avanzar. El corazón le latía frenéticamente y seguía sin estar segura de qué le iba a decir sobre las niñas. Se merecía saberlo, pero aún se sentía tan dolida por la manera en que habían terminado las cosas y por su negativa a devolverle la llamada cuando intentó informarle de que estaba embarazada. Era duro. Todas las noches de preocupación, la lata de estar embarazada de gemelas y las largas noches en vela cuando estaba aterrorizada de cómo iba a criar a dos niñas pequeñas ella sola.


—Estarás bien —dijo una voz grave desde detrás de ella.


Paula dio media vuelta y subió la vista hacia los ojos oscuros de Pedro. Sabía que eran azul marino. Un azul marino oscuro. Y la única razón por la que lo sabía era porque Alma y Aldana tenían los mismos ojos azules oscuros. Tenían la nariz y la complexión de Paula, pero el pelo oscuro de Pedro. Y definitivamente tenían su inteligencia. A ella no le gustaba nada leer en el colegio. Hasta que descubrió la cocina, desdeñaba todos los libros; prefería jugar fuera o correr por ahí.


Pedro se acercó más a ella. Paula se sintió vagamente consciente de que sus guardaespaldas formaban un perímetro alrededor de ambos. Respiró profundamente y sacudió la cabeza.


—Lo dudo —le dijo—. Dudo que vuelva a ser la misma a menos que accedas a darte media vuelta y no vuelvas a verme nunca.


Pedro bajó la mirada hacia sus increíbles ojos verdes y supo que eso no era lo que quería de él. Había dolor en su mirada. Sí, de alguna manera la había cagado soberanamente. No estaba seguro del motivo, pero había hecho algo que la había herido tan profundamente que todavía sufría por ello.


Sin embargo, se dio cuenta de que también había una súplica. Decía cosas para intentar hacerle daño porque quería alejarlo, pero no quería que se marchara.


Era posible que estuviera malinterpretando su mirada, pero aquella vez iba a fiarse de su instinto. La única vez que no lo había hecho fue cuando entró en casa de sus padres con ella agarrada a su brazo. Su instinto le decía que se diera la vuelta y saliera, que se distanciara de sus padres. Pero por algún absurdo motivo quería su aprobación. Quería que les gustara Paula y que la apreciaran tanto como él.


Pedro había visto la manera en que sus padres trataron a Paula y nunca volvería a permitirlo.


Eran una pareja despreciable, siempre criticándose y dándose puñaladas por la espalda. Era horroroso.


Nunca volvería a hacerle eso a aquella mujer. La deseaba con tanta avidez. Tras años intentando vivir sin ella, se había rendido. Ninguna mujer lo había satisfecho desde que ella
desapareció misteriosamente de su vida. Por aquel entonces, se prometió ignorarla. ¡Ella se había marchado, era historia! Pero el tiempo demostró que Paula había calado demasiado hondo como para alejarse sin más.


Ahora estaba allí, y estaba decidido a que las cosas volvieran a ser como habían sido. Antes tenían algo bueno; podrían volver a tenerlo.


—No puedo irme —le dijo. Bajó el brazo y tomó su mano, entrelazando sus dedos con los de ella—. Solo háblame, ¿vale? Solo explícame cómo te hice daño. Lo arreglaré. Prometto. Te lo prometo.


Ella sacudió la cabeza y parpadeó para contener las lágrimas.


—No es posible…


Pedro no la dejó terminar. En lugar de eso, la besó ahí mismo, enfrente del restaurante. Paula quería empujarlo, pero aquella vez no pudo. Había visto las facciones de sus hijas en el rostro de aquel hombre. Sabía lo que tenía que hacer, qué era lo honesto y lo correcto.


Se alejó, pero sólo un poco, y respiró hondo.


—Hablar. Por favor, Pedro. Solo hablar.


—Hablaremos. —Le tomó la mano y la puso bajo su brazo—. Pero aquí no. Venga con me. Ven conmigo.


Estaba sentada junto a él en la elegante limusina, y se sentía aún peor. La estaba llevando a algún lugar privado. A un sitio donde intentaría seducirla y, sinceramente, no estaba segura de poder resistirse. Paula temblaba, igual que la primera vez que estuvo con él. Se sentía pequeña e insegura junto a su enorme talla y junto a su increíble autoconfianza, y nada de lo que hiciera podía cambiar eso. Se había arreglado con el fino vestido negro de tubo de Paola y le parecía que estaba bastante guapa. Puede que incluso segura de sí misma. 


Pero entonces apareció él y supo que aquel hombre podía hacer que se pusiera como un flan con solo una mirada o un tono de voz. Era inútil intentar ocultárselo, pero lo intentó de todas maneras, deseosa de tener aunque fuera un poco de control en aquella relación. Nunca lo había tenido antes, pero tampoco le importaba. Simplemente le encantaba estar con él.


Se deslizó hasta el asiento opuesto y lo miró atentamente desde enfrente. Toda la rabia que había sentido hacia él durante tantos años había desaparecido. No confiaba en él. 


Definitivamente, aquel instinto era fuerte y enérgico. Pero estaba demasiado cansada de estar enfadada con aquel
hombre. De todas formas, tampoco le había hecho ningún bien estarlo. Él seguía allí y seguía teniendo que permitirle entrar en la vida de las niñas.


Abrió la boca, pero el teléfono móvil de Pedro sonó en ese momento. Cerró la boca de golpe y miró por la ventana, agradecida por tener un receso.


Diez minutos después, aparcaban fuera de una casa preciosa en una de las zonas más exclusivas de Arlington. Se preguntó vagamente por qué no había cogido algo en el centro, pero de pronto estaba demasiado nerviosa como para pensar en la ubicación de aquella casa.


—¿Pronto? —preguntó él.


¿Estaba lista? No. No estaba lista. Pero, ¿tenía otra opción?


Pedro extendió la mano para ayudarla a salir, pero ella la ignoró, consciente de que tocarlo era equivalente a perder el valor. La condujo a través de la casa hasta la parte trasera, que daba hacia la espléndida vista del río Potomac. Era un vista hermosa y ella ni siquiera sabía hasta ese momento
que había vistas así disponibles.


—¿Te apetece un vino? —preguntó mientras se servía uno para sí mismo.


Paula casi se echó a reír cuando los recuerdos la invadieron.


—Sí, por favor —respondió, pensando en Italia, donde cada comida se servía con vino y un café fuerte al terminar. Una comida no estaba completa sin esos dos elementos y a ella le había encantado cada momento de su vida en Italia. La comida, la gente, la aventura de estar con Pedro… todo había sido tan emocionante—. Estaría bien —respondió finalmente.


Cuando Pedro le dio la copa, tuvo especial cuidado de no tocarle, hecho que le valió una sonrisa pícara en respuesta.


—Bueno, cuéntame —instó, cogiendo su mano de nuevo y sin dejar que la retirase—. Deja que lo arregle. —La condujo hasta un lujoso conjunto de muebles elegantes que era casi demasiado bonito como para sentarse. Pero tiró de ella para que se sentara junto a él y ella se posó sobre el cojín, sosteniendo la copa con dedos temblorosos.


Paula se sentó, pero dejó un amplio espacio entre ellos, alisando el vestido negro sobre sus piernas. Sin embargo, ya se sentía demasiado desaliñada en comparación con su elegante traje negro y corbata azul de seda. «Debería haberme puesto un pantalón de vestir», pensó, deseosa de cubrirse las piernas. Se sentía expuesta y sabía que los ojos de Pedro ya habían tomado nota de que no llevaba medias.


Inspiró profundamente; quería afrontar la situación y hablarle de las niñas.


—Tal vez deberíamos hablar del futuro y dejar el pasado atrás.


Él se negó con un gesto de la cabeza.


—No creo que podamos hacer eso. Por comentarios que has hecho previamente tengo el presentimiento de que el pasado está aún muy presente en tu corazón. Necesito arreglar el pasado para asegurarme de que tengamos futuro.


Paula observó su vino fijamente. La profundidad burdeos era mucho más segura que el azul marino de sus ojos oscuros.


—El pasado terminó.


La voz de Pedro resonó como un látigo contra su piel vulnerable.


—Entonces no te dolerá explicarme por qué te fuiste tan repentinamente.


Ella se encogió, a sabiendas de que no le había dado una oportunidad.


—Lo siento. Me marché de una manera muy cobarde y eso no estuvo bien. Debería haberte dicho por qué me iba entonces.


Pedro permaneció en silencio durante un largo momento, sopesando sus palabras. Pero, al final, no bastó con eso. Quería entender. Se puso furioso cuando llegó aquella mañana para hablar con ella y disculparse por el comportamiento de sus padres. Pero cuando no abrió la puerta, se acercó al casero sólo para enterarse de que se había marchado con las maletas varias horas antes.


Aquel día se puso tan furioso que se fue a la oficina hecho un obelisco y se negó a permitirse pensar en ella. Pero no bastó con eso. Paula había atravesado sus defensas y no había sido capaz de desterrarla de su vida.


Ahora estaba ahí y quería comprender. Había luchado contra su atracción durante demasiado tiempo y finalmente aceptaba la derrota. Así que una simple disculpa no era suficiente. Quería saber qué había ocurrido. Tenía que ser algo más que la actitud de sus padres. Ella era más fuerte.


—Eso es muy considerado por tu parte, pero no revela nada.


Ella se levantó y anduvo hasta la ventana, incapaz de sentarse junto a él. Olía demasiado bien y todo lo que quería era arrojarse en sus brazos y hacer que él lo arreglara todo. 


Pero no confiaba en él. No quería las mismas cosas que ella. Paula quería ser feliz para siempre. Quería garantías de que la amaría hasta que no pudieran respirar más.


Porque así se sentía ella con respecto a él. Entender aquello la sorprendió. Se agarrotó; no quería seguir enamorada de él.


Sin devolverle la mirada, respiró profundamente y empezó a hablar, esperando que pudiera entender su punto de vista.


—Creo que somos demasiado distintos, Pedro. Tú eres rico e influyente. Yo soy cocinera. Tú eres el tipo de persona para la que trabajo. No el tipo de persona con la que… —Se detuvo y volvió a mirarlo—. Simplemente somos demasiado diferentes.


El hombre la observaba con ojos sombríos, apoyado en los cojines del sofá.


—Hace cinco años no éramos muy diferentes.


Paula veía la lógica en eso. Pero no se ablandaría. Aquello era demasiado importante. Sus niñas eran demasiado importantes.


—Por aquel entonces yo era demasiado joven. Quería la fantasía. Tú no crees en la fantasía.


Pedro se puso en pie y se acercó.


—Ya entiendo. Esto tiene que ver con el matrimonio. Es por aquella conversación que mantuvimos sobre el amor.


Paula no podía mantener el contacto visual con él.


—Sí. En parte. —Negó con la cabeza—. Mira, comprendo por qué no crees en el amor y en el matrimonio. Entiendo que lo de felices para siempre sea un chiste para ti. Pero eso es lo que quiero —le dijo con seguridad calmada. Girando la copa entre los dedos, inspiró profundamente y siguió a pesar de la opresión en su pecho—. Y lo encontraré. Ya sé que no será contigo, pero algún día te superaré y encontraré a un hombre majo del que pueda enamorarme y que se enamorará de mí.


La idea de que otro hombre la tocara hizo que la cabeza le diera vueltas de ira a Pedro.


—¡No encontrarás a otro hombre! —gruñó—. Si necesitas algo, yo te lo daré de ahora en adelante.


Paula alzó la vista hacia él, sobresaltada no sólo por su afirmación sino también por la fuerza en su tono de voz.


—Tú no crees que nada sea para siempre, Pedro.


Él se mesó el pelo con la mano.


—Aprenderé.


Paula rio ante lo adorable que se le veía. El hombre era la mismísima sexualidad personificada, pero en aquel preciso instante y posiblemente por primera vez en su vida, parecía
vulnerable.


Pedro, ¿no podemos encontrar la manera de seguir adelante?


El hombre cogió su copa de vino y la posó en la mesa junto a ella. La cogió por la cintura.


—Eso es lo que he estado intentando hacer. Y, si no me equivoco, tú has hecho lo propio y has fracasado tan miserablemente como yo.


Aquel molesto temblor empezó de nuevo y Paula quería zafarse de su abrazo, pero no la dejaba.


—Danos otra oportunidad, Paula. Estuvimos bien juntos una vez. Podríamos volver a estarlo.


Pedro… —empezó a decir, pero él la interrumpió con un beso.


Cuando este levantó la cabeza otra vez, había fuego en sus ojos oscuros.


—Una vez te hice feliz. Sé que puedo volver a hacerlo.


Paula apoyó las palmas de las manos contra su pecho, aliviada cuando por fin la dejó soltarse. —Pedro, no. Ahora sé más sobre ti. Sé que no crees en el amor. Que no estás de acuerdo con los compromisos a largo plazo.


—Eso no es cierto —dijo él—. Creo en lo que compartimos una vez entre nosotros. Y eso es más de lo que muchas parejas tienen.


Ella hizo un gesto negativo.


—Con eso no basta. —Entonces sus hijas se le vinieron a la cabeza—. Pero tenemos que aprender a respetarnos. Por el bien de Alma y Aldana.


Se abrazó preparándose para la reacción de Pedro. Tenía todo el derecho a enfadarse. Sabía que ella lo estaría en su lugar. Cuando alzó la vista hacia él, se sobresaltó al ver la sonrisa en sus ojos. Indudablemente, aquella no era la reacción que se había esperado.


—¿Quiénes son esas? —preguntó, con una sonrisa arrogante porque pensaba que había conseguido lo que quería.


—Alma y Aldana son… —respiró hondo—, son tus hijas. —Paula vio que la confusión nublaba sus ojos del color de la noche y empezó a temblar—. Cuando me fui de Italia, no sabía que estaba embarazada —explicó rápidamente—. Estaba tan disgustada por la manera en que habíamos dejado las cosas que no era capaz de lidiar con nada. Así que tardé varias semanas en comprender que mis náuseas se debían a algo más que la depresión.


Pedro permaneció en silencio durante un largo rato. 


Finalmente, Paula alzó la vista hacia él, intentando determinar qué sentía él. Pero cuando volvió a mirarlo a los ojos, seguía sin estar segura.


¿Era dolor aquello que veía en sus ojos?


—¿Hijas? —susurró, apenas pronunciando la palabra con su voz grave.


—Sí —dijo Paula mientras cogía su bolso y sacaba un sobre con fotos—. Mira. Ahora tienen cuatro años. Son precoces, divertidas y muy ricas.


Pedro cogió las fotos lentamente, subiéndolas más para verlas mejor.


—¿Hijas? —preguntó de nuevo mirándola desde arriba.


Paula no creía que hiciera falta decírselo otra vez, pero necesitaba sentarse desesperadamente antes de caerse al suelo. Ya no había vuelta atrás. Lo sabía, las cartas estaban sobre la mesa; se preparó para la furia de Pedro.


Paula miraba a Pedro mientras este pasaba de una foto a otra. Después volvió a verlas. Sus ojos se cruzaron con los de ella y Paula se encogió.


—Tienen mi pelo.


—Y tus ojos —le dijo, deseando poder averiguar qué pensaba o sentía él. Pero se había puesto en su actitud de negocios. Paula había oído hablar de su cara de póker, pero nunca la había visto.


Ahora sabía con qué lidiaban sus competidores. Aquel hombre era un completo misterio para ella enese momento.


Bajó la vista hacia ella, con ojos duros e inflexibles.


—¿Mis hijas? —inquirió—. ¿Diste a luz y no me informaste?


Paula lo fulminó igualmente.


—¡No te atrevas a decir eso! —replicó, hincándole un dedo en el pecho—. Intenté llamarte. Tan pronto como me di cuenta de lo que ocurría, perdí la cabeza de miedo. Fingí que no era cierto durante un mes entero. Estaba tan asustada que no sabía qué hacer o cómo sobrellevar el embarazo y lloré. Muchísimo. Pero, ¿quieres saber cuál fue mi siguiente reacción después de eso? —No esperó su respuesta—. ¡Te llamé! ¡Quería que lo supieras! Quería que fueras el primero en saberlo porque quería tu ayuda.


—¡Nunca me llamaste! —replicó él. Su enfado cambió ligeramente. Ahora había confusión y duda—. No me llamaste, o habría estado ahí para ti.


—¡Ah, sí, llamé! Dejé varios mensajes suplicándote que me llamaras. Quería ayuda. Te necesitaba. ¿Sabes lo aterrador que es abandonar los estudios embarazada, desempleada y formando parte de una familia enorme? ¿Puedes imaginarte siquiera lo que hice pasar a mi familia cuando les conté que estaba embarazada? —Dejó escapar un bufido poco elegante ante su vergüenza cuando recordó cómo se lo había tenido que decir a sus padres. Paola y Patricia estaban sentadas a sus lados, las tres apretándose las manos—. Te llamé y nunca te molestaste en devolver mis llamadas. Si no hubiera sido por mi familia, no sé… —ni siquiera fue capaz de terminar aquella frase porque, en el fondo, sabía que nunca habría renunciado a sus hijas. De algún modo, habría encontrado la manera de salir adelante.


Sacudió la cabeza.


—Da igual. —Rodeó una silla y caminó de un lado a otro—. Mis padres fueron estupendos. Incluso mi tía y mi tío, todos mis primos y mis hermanas me ayudaron—, dijo encogiéndose de hombros—. Estar embarazada de gemelos es una pesadilla, Pedro. Y tú me decepcionaste. —Aquello último lo dijo con apenas un susurro, pero era sentido—. Así que no te atrevas a enfadarte conmigo. Mientras tú estabas por ahí conquistando el mundo, yo he estado criando a esas dos niñas y asegurándome de que crezcan sanas y felices.


Pedro volvió a mirar las fotos. La cabeza le daba vueltas entre la noticia y la rabia de Paula.


—Nunca recibí ningún mensaje tuyo, Paula. De haberlo hecho, tienes que saber que habría… —No pudo terminar la frase porque no podía decirlo. No podía garantizar que hubiera respondido. Por aquel entonces estaba tan enfadado—. No sé, Paula —dijo y suspiró. Anduvo hasta la mesa y esparció las fotos—. Me gustaría poder decir que habría hecho lo correcto, pero sinceramente no sé qué habría hecho si hubiera recibido un mensaje tuyo. —Se frotó la nuca—. Pero debería haber tenido la oportunidad de hacerlo.


Paula abrió la boca para defenderse, pero él alzó una mano postergando su defensa.


—No estoy diciendo que no llamaras. De todo lo que ha ocurrido entre nosotros, siempre has sido sincera conmigo. —Bajó la vista hacia las fotos. Mostraban a Alma y Aldana desde que eran bebés hasta ese momento, todas con sonrisas resplandecientes y felices en sus rostros, excepto en aquellas en las que las caras estaban cubiertas de glaseado de una tarta de cumpleaños o un par de ellas en las que huían del aspersor en casa de los padres de Paula.


—Parecen felices —dijo con una voz ronca de emoción. 


Extendió el dedo índice para tocar una de sus sonrisas, casi como si las acariciara a ellas.


De repente se dio media vuelta, con una mirada dura.


—¿Dónde están? —exigió.


Paula se echó hacia atrás, alarmada por su expresión.


—Están con mi hermana —dijo. Miró el reloj y se dio cuenta de la hora que era—. Estarán en la cama, acurrucadas y probablemente exhaustas. Patricia las lleva al parque y corren con Ruffus.


Pedro echó la cabeza hacia atrás ligeramente.


—¿Quién es Ruffus? —inquirió.


Patricia se relajó, ahora más que dispuesta a hablarle de las niñas.


—Ruffus es su perro. Es extremadamente protector con las niñas. Duerme con ellas y sólo las deja fuera de su vista cuando se van al colegio por la mañana o cuando sale a hacer sus necesidades. De lo contrario, tiene que tenerlas a la vista a las dos. Se pone nervioso si se separan.


—¿Qué raza de perro es? —preguntó Pedro, que ya estaba marcando un número de teléfono.


Paula se sentía confundida.


—Es un chucho. No tiene nada de especial, pero se cree que es un pastor alemán —dijo riéndose del instinto excesivamente protector del perro—. Y las niñas también adoran a Ruffus. Las dos se abrazan a él mientras leen o… —iba a seguir hablando, pero Pedro espetó órdenes en italiano al teléfono y no tenía ni idea de qué ocurría en ese momento—. Pedro, háblame —dijo con firmeza, sin entenderlo todo pero sintiendo su cambio de humor.


Pedro espetó una orden y dos hombres con traje oscuro aparecieron por la puerta.


—¡Mis hijas! —ladró. Ambos hombres parecían confusos. Pedro les entregó las fotos—. Tengo gemelas. —Se volvió para mirar a Paula y ella se sintió conmovida por la extraña mirada que había en sus ojos. ¿Era eso orgullo?—. Necesitan protección. ¡Conseguid más hombres! Id a recoger a las niñas y traedlas aquí. ¡Tienen que estar protegidas a todas horas!


«Espera. ¿Qué? ¿Traerlas aquí?». Uno de los hombres dijo algo por la radio que llevaba en la mano, mientras Pedro discutía los detalles con el otro hombre.


—¿Protección? ¿Protección de qué? —preguntó. Cuando Pedro apenas se volvió hacia ella, creció su preocupación—. ¡Pedro! ¿Qué pasa? ¿Qué haces?


Pedro reaccionó a la preocupación que oyó en su voz y se volvió para mirarla de frente.


—Mis hijas corren peligro, Paula. Debo recogerlas y traerlas aquí.


—¡No! —jadeó—. ¿Protegerlas de qué? ¿De qué hablas?


—Tengo enemigos. No hay hombre que pueda hacer negocios a mi nivel sin crearse enemigos —explicó, agarrándole los brazos con sus manos grandes y fuertes. Se sentían ligeramente reconfortantes, pero no le gustaba cómo sonaba lo que le estaba contando.


—Pero no puedes…


—Debo hacerlo. Estos hombres son los mejores. Están altamente cualificados y protegerán a nuestras hijas. Deja que hagan su trabajo.


Pedro se dio la vuelta otra vez y Paula examinó sus palabras de nuevo. Se sentía como si estuviera en Italia cuando conoció a Pedro. ¡Todo era maravilloso pero una locura! 


Llegó a ella como un torbellino, sin dejarla respirar y mucho menos tomar decisiones reales. Tampoco había querido hacerlo. Por aquel entonces, estaba tan locamente enamorada de él que dejó que la conquistara encantada. Incluso lo fomentó.


Sin embargo, ahora era más mayor y más sabia. Sus niñas lo eran todo para ella. No permitiría en absoluto que Pedro volviera a hacerle perder el control de su vida.


—¡No! —dijo con firmeza, estirando los hombros y forzándose a mostrar el rostro con más calma de la que sentía ella.


Pedro oyó el cambio en su voz y volvió la vista hacia atrás, pero en seguida se dio la vuelta para mirar a sus hombres otra vez.


—He dicho que no, Pedro.


Una vez más, este se volvió para mirarla frente a frente, pero esta vez se detuvo. Anduvo hacia ella, bajó la vista hacia su adorable rostro y supo que no estaba de broma.


—¿A qué estás diciendo que no? —preguntó en voz baja, como si estuviera intentando calmar un caballo o un animal salvaje fuera de control. Volvió a posar la mano en su brazo, pero ella se zafó de él y dio un paso atrás. «No puedo dejar que me toque», pensó. Su roce siempre la volvía loca.


—No. No vas a despertar a esas niñas. No, no vas a enviar a unos extraños a mi casa, a despertar a mis hijas y a mi hermana. No, en absoluto vas a hacerte cargo de mi vida y a
reorganizarla en función de lo que tú pienses que está bien.


Los ojos de Pedro se estrecharon mientras ella hablaba. 


Paula vio algo cambiar en él, a pesar de que aún temblaba de rabia y miedo. Miedo de que no la tomara en serio y rabia porque era más fuerte y más rico que ella. Si quería, podía ignorarla. Bueno, probablemente también estuviera temblando porque acababa de tocarla y su reacción cuando la tocaba siempre eran escalofríos.


—Hay que proteger a las niñas —gruñó—. Yo protejo lo que es mío, Paula. Tú y las niñas sois mi familia ahora.


Paula reprimió brutalmente el estallido de alegría ante sus palabras. Tendría que tener cuidado o podría volver a perder su vida. Simplemente no podía permitirle hacer eso.


—Si tienes enemigos, entonces sí, deberías proteger a tus hijas. Pero despertarlas a estas horas de la noche, sin preaviso y sin que yo esté cerca, solo va a servir para asustarlas. Eso por no decir que probablemente estén acostadas con mi hermana, profundamente dormidas con un gato, un perro y un cerdo. Si los despiertan se asustarán de verdad. No es la mejor manera de presentarte a tus hijas, ¿no crees? —le preguntó levantando una ceja, exactamente igual que le había hecho él a ella.


Pedro se rio por lo bajo. Le gustaba esa mujer nueva, fogosa y fuerte. Era endiabladamente sexy cuando cocinaba, y adoraba cuando lo miraba con esos ojos que le decían exactamente lo que ella quería que le hiciera a su cuerpo. 


Pero, en ese preciso instante, estaba protegiendo a sus hijas. A sus hijas. Pensó que aquello era lo más caliente e increíble que había visto nunca.


—Tienes razón —dijo acercándose más, incapaz y poco dispuesto a tolerar el espacio que ella había puesto entre ambos—. ¿Qué sugieres? —preguntó. No es que fuera a ignorar la necesidad de seguridad. Si no le gustaba su sugerencia, seguiría con sus propias órdenes.


Paula miró a los guardias, negándose a ceder. Pedro la estaba mirando de manera condescendiente, pero lo ignoró y habló a los guardias.


—Hagan lo que tengan que hacer para proteger a mis hijas, pero que nadie se entere de que están allí. Manténganse fuera de la vista y tampoco alarmen a los vecinos. Informen a la policía de qué ocurre para que mis vecinos no llamen diciendo que hay extraños merodeando la casa. Pero quédense fuera de la casa. Fuera de la vista. Hasta que pueda explicarles la situación a mis hermanas y a mis hijas, permanecerán ocultos. —De nuevo se volvió frente a Pedro—. No pienso permitir que traumaticen a mis hijas.


«¡Dio! ¡Qué guapa es!».


Cuando nadie se movió, Paula volvió a mirar fijamente a Pedro, subiendo la ceja como si dijera: «Encárgate de que así sea».


—Ya habéis oído a la señora —dijo con un tono de sorna—. Que no os vean, pero aseguraos de que están a salvo.


Paula respiró aliviada cuando aceptó sus directrices.


—Llamaré a Pato y le diré lo que ocurre. Sabrá que pasa algo, aunque probablemente esté frita ahora mismo.


Los guardas se fueron rápidamente después de aquello. 


Ambos decían algo por la radio que llevaban en la mano al salir de la habitación cerrando la puerta tras de sí.


Cuando volvieron a encontrarse a solas, Pedro siguió observándola, preguntándose qué haría ella después.


—Gracias —dijo finalmente.


Paula se asombró ante eso.


—¿Por qué? —preguntó.


—Por permitirme proteger a mi familia. Por llegar a un acuerdo excelente. Por ser preciosa.


Paula dio un bufido ante su último comentario.


—No soy preciosa —le dijo alejándose de nuevo, poniendo la mesa de café entre ambos.


—Siempre has sido increíblemente preciosa para mí —le dijo él. De repente se le ocurrió que otros hombres también la veían preciosa. La idea de otro hombre tocándola hizo que quisiera dar un puñetazo a algo—. Nos casaremos —le dijo.


Paula se quedó sin respiración ante aquello.


—¡No lo haremos! —replicó de inmediato.


—Debemos hacerlo.


—¡No debemos! —respondió.


El cuerpo de Pedro se endureció ante su firmeza. Le gustaba, pero no sabía por qué. Siempre había pensado que se casaría con una mujer más sumisa. Alguien que aceptara que fuera él quien llevara los pantalones, pero Paula no se estaba mostrando muy sumisa en ese momento.


—¿Por qué no debemos? —preguntó volviendo hacia la mesa del comedor y cogiendo las copas de vino. Ahora que sus hijas estaban protegidas de sus enemigos y que la mujer que deseaba desde hacía años pronto volvería a estar en su cama se sentía más relajado. «Para mañana, mi familia
estará bajo mi techo y por fin conoceré a mis hijas».


—¿Por qué debemos? —repitió, sin estar segura de cómo responder a su pregunta.


Pedro se rio entre dientes. Ahora estaba disfrutando de ella más que hacía cinco años. «¡Dio, es una mujer guapísima!».


—Porque te deseo. Y quiero a mis hijas en mi vida.


Paula aceptó agradecida la copa fría.


—Soy experta conocedora de que no siempre conseguimos lo que queremos.


—Yo sí lo consigo —replicó él, sus ojos deslizándose lentamente por la figura de Paula—. Y te quiero a ti.