lunes, 4 de julio de 2016
CAPITULO 20 (PRIMERA PARTE)
—Ellen, voy a necesitar una actualización sobre las cuentas corrientes y las tarjetas de crédito de mi mujer —dijo Pedro nada más entrar en el despacho—. Si hay pocos fondos, asegúrate de hacer una transferencia a la cuenta. —Cogió el informe para su siguiente reunión, leyendo la página por encima y absorbiendo la información con rapidez—. Otra cosa, haz que un representante de Starbourg y Belmont traiga la selección habitual a mi despacho hoy antes de la hora de la comida —dijo refiriéndose al joyero exclusivo al que había acudido en el pasado.
Por descontado, aquellas comprar solían ser para regalos de despedida. De otro modo, enviaba a su asistente a la joyería para elegir un regalo de cumpleaños.
Nunca había elegido él mismo los regalos, así que aquel sería el primero.
Salía del despacho sintiendo algo raro e inidentificable ante la idea de ver a Paula para comer ese día. Pensó en la sonrisa que había oído en su voz cuando llamó para confirmar su cita un poco antes aquella mañana. Se negaba a pensar que aquella sensación era nerviosismo, porque él no se ponía nervioso. Tampoco era felicidad, otro concepto desconocido para él. Fuera lo que fuera, se estaba dejando llevar.
Ellen, con su eficacia habitual, lo seguía de cerca.
—He reprogramado la reunión con Cooper para mañana a las diez y… — repasó la lista de asuntos que había cambiado durante la última hora desde que habló con ella por teléfono—. Y puedo hacer que envíen el regalo habitual envuelto a…
—No —la interrumpió Pedro de inmediato—. Solo haz que venga un representante. Yo lo elegiré.
Ellen se quedó tan aturdida ante su anuncio que casi se olvidó de seguirle a la sala de conferencias, pero salió de golpe de su asombro y se apresuró tras él.
—Oh, y no ha tocado la cuenta así que no hace falta transferir dinero a… — Por poco chocó contra la espalda de su jefe cuando este, que nunca paraba de moverse, se detuvo sobre sus pasos.
—¿Qué diablos quieres decir?
Ella lo miró, con el bolígrafo suspendido sobre el cuaderno y parpadeó sorprendida.
—No se ha sacado dinero ni se han expedido cheques de la cuenta que estableció para la Sra. Alfonso.
Pedro reflexionó sobre eso un momento y se encogió de hombros.
—¿Está enviando las facturas al Departamento de Contabilidad? —preguntó.
Ellen siguió observándolo, sin estar segura de qué hablaba.
—¿Qué facturas? ¿Quién?
—Mi mujer —espetó Pedro—. ¿Quién está pagando las facturas de la tarjeta de crédito?
Ellen negó con la cabeza.
—No ha hecho ningún cargo a las tarjetas de crédito. No ha habido ninguna factura que pagar.
Pedro escuchó sus palabras pero no las entendía. ¿Su mujer no estaba gastando su dinero? ¿El dinero que le había dado específicamente para que lo gastara?
—¿Entonces, cómo compra cosas? —inquirió, enfadándose con ese asunto.
Ellen se encogió de hombros, recelando de aquella conversación. Pedro Alfonso era uno de esos hombres que raramente mostraban emoción, así que ver sus ojos azules inundándose de ira de esa manera la hizo retroceder un paso.
—No estoy al corriente de eso, señor.
Pedro observó la sala de conferencias donde unas doce personas esperaban para empezar una reunión. Quería salir del edificio como una tempestad y exigir una respuesta de Paula, pero se obligó a entrar a la reunión. Ya la interrogaría
cuando se vieran para comer, y vaya si pensaba llegar hasta el fondo del asunto de sus gastos.
Permaneció allí sentado durante la reunión, pero durante todo el tiempo su humor vaciló entre distintas emociones. Al principio, pensó que tal vez no estuviera gastando dinero. Pero eso era tan desconocido a lo que sabía sobre las mujeres que lo descartó por imposible. Se le ocurrió que tal vez estuviera viendo a alguien más y que tal vez esa persona le estuviera proporcionando dinero para sus gastos.
La idea de que Paula, su mujer por derecho, estuviera dejando a nadie tocar su delicioso cuerpo lo enfureció hasta tal punto que apenas pudo controlar su ira.
Así, para cuando volvía a su despacho, casi gritó a los dos extraños que permanecían de pie junto a su escritorio.
—¿Se puede saber quiénes son? —exigió—. Da igual, no me importa —dijo a los dos hombres, que parecían totalmente anonadados—. Márchense —dijo, decidido a irse a su almuerzo con Paula y llegar al fondo del asunto del dinero.
Más valía que no estuviera jugando a dos bandas con él.
Haría picadillo ese adorable culito, destruiría cualquier oportunidad que pudiera tener de continuar con el negocio del catering en aquella ciudad, es más, en cualquier otra, y la sacaría de esa casa nueva tan bonita que tanto le gustaba.
«No, me niego a permitir que eso ocurra», pensó mientras entraba como un torbellino en el restaurante. ¡Paula era su mujer! ¡Si necesitaba algo, podía pedírselo a él!
Estaba a punto de seguir a la anfitriona hasta su mesa cuando la vio llegar por la acera. Esperó, observándola y luchando contra la reacción instantánea de su cuerpo a las suaves y exuberantes curvas de Paula. ¡Pedro se negaba a ser un engañado o manipulado!
De modo que se quedó mudo cuando ella entró y vio cómo lo buscaba con ojos deseosos. Cuando lo vio de pie en el centro del vestíbulo, Pedro casi soltó una palabrota por lo bajo cuando ella se ruborizó otra vez. El momento en el que anduvo hasta él, se puso de puntillas, lo besó ligeramente y retrocedió un paso fue una verdadera prueba de autocontrol para Pedro.
—Hola —dijo en voz baja a modo de saludo, levantando aquellos bonitos ojos verdes hacia él con esas pestañas espesas y oscuras.
Pedro pensó sobre aquel beso y de inmediato perdió la batalla que se libraba en su cabeza. Cogiéndola por la cintura, la arrastró contra sí y la besó concienzudamente. Por primera vez en su vida, no le preocupaba quién pudiera ser testigo de aquella muestra pública de afecto. Todo lo que sabía es que no estaba satisfecho con el besito inocente de Paula y necesitaba una caricia más a fondo. Y se hizo con ella.
Cuando ella respondió a su beso de inmediato, algo en su interior se relajó.
«Seguro que no reaccionaría así ante mí si estuviera durmiendo con alguien más», pensó enfadado.
Echándose hacia atrás, mantuvo su abrazo alrededor de la cintura de Paula mientras se miraban el uno al otro.
—Así está mejor —le dijo con un gruñido ronco.
Dio un paso atrás y la soltó, pero mantuvo un brazo alrededor de su cintura mientras hacía un gesto de asentimiento indicando a la anfitriona que ya podía llevarlos a su mesa.
Cuando se sentaron frente a frente, Paula observó su semblante enfadado y empezó a preocuparse.
—¿Has tenido mal vuelo? —preguntó dulcemente, intentando determinar qué le había puesto de mal humor.
—Ha estado bien —dijo. Se dirigió al camarero—. Una botella de Intraset blanco —y rápidamente ignoró su existencia para volver a mirar a su mujer. No se percató del brillo posesivo en sus ojos ni de sus labios apretados y fruncidos.
Paula se encogió ante el precio del vino que Pedro acababa de pedir como si fuera agua. Ella ni siquiera habría podido permitirse una copa de ese vino, y él había pedido la botella entera.
—¿Tu negocio no ha terminado bien? ¿Tienes que ir a buscar otro comprador?
Pedro la miró como si le hubiera crecido una segunda cabeza.
—El negocio ha concluido satisfactoriamente.
—¿Has tenido que pagar más de lo que esperabas? —preguntó. Él había mencionado de casualidad que iba a comprar una empresa en Francia y se había quedado sorprendida con el precio que estaba dispuesto a pagar por acción.
—Me he hecho con la compañía por un diez por ciento menos de mi oferta más alta —le explicó con impaciencia—. ¿Se puede saber por qué coño no estás usando la tarjeta de crédito que te di? Y tampoco has tocado el dinero que metí en la cuenta corriente para ti. ¿Qué está pasando, Paula?
«¿Dinero? ¿Está enfadado porque no he gastado su dinero? ¡Otra vez! ¡Ay, madre! ¡Qué sorpresa!». Casi aplaudió aliviada al entender por qué estaba disgustado. Ya habían tenido una conversación parecida sobre acudir a su asistente antes de que empezaran las obras de reforma. Sin embargo, esta vez iba a ponerse firme.
Sonriendo amablemente, dijo:
—No necesito tu dinero, Pedro. Ya has hecho demasiado para ayudarme. Una asignación no formaba parte del acuerdo.
—Y una mierda que no —le dijo con la mandíbula apretada—. Estaba escrito muy claramente en el contrato que ambos firmamos. Así que mi pregunta sigue sin respuesta. ¿Por qué coño no estás gastando el dinero que te di?
Paula lo miró a través de la mesa, tan alto y seguro de sí mismo, tan guapo e imponente. Lo admiraba en muchos sentidos, pero empezaba a entender unas cuantas cosas sobre aquel hombre complicado. Era severo y frío, pero sólo en el exterior. En su interior, era un hombre que disfrutaba de la manera en que lo tocaba, de que se preocupara por lo que hacía y le llamara para asegurarse de que dormía bastante.
Se reía por lo bajo cuando le preguntaba a qué hora se había ido a dormir.
Al principio había tratado de ocultar las pocas horas que dormía diciéndole la hora del huso horario donde se encontrara. Pero Paula lo había averiguado y calculaba las horas, reprendiéndolo por no cuidarse más. De hecho, llamó a su asistente y preguntó si le importaría programar unas cuantas horas menos. Él se limitó a reírse de ella durante su siguiente llamada. Pero le mandó un mensaje la noche siguiente, informándola de que se iba a la cama.
Como lo hizo a medianoche desde donde estaba, ella le había dicho que durmiera hasta tarde. No lo hizo. Al ver sus ojos relampagueantes de ira, a Paula se le ocurrió algo:
—Pedro, ¿quieres que gaste tu dinero? —preguntó con cautela.
Él se movió en la silla, intentando averiguar por qué le molestaba tanto esa pregunta.— Quiero que te gastes mi dinero, en lugar del dinero de otra persona— espetó.
No estaba totalmente segura de lo que intentaba decirle, pero en el fondo se dio cuenta de que para él, el hecho de que ella gastara su dinero equivalía a que la hiciera feliz. Se mordió el labio, intentando surcar el problema con cuidado para no herir sus sentimientos, y dijo:
—¿Por qué tengo que gastarme tu dinero?
Él la fulminó con la mirada, sin entender la pregunta realmente.
—No tengo ni idea, pero ve a hacerte la manicura o a comprarte un par de zapatos. Un vestido o algo. Haz lo que sea que te haga feliz.
Paula casi se echó a reír de la alegría que la embargaba.
¡Quería hacerla feliz! ¡Le había dado una asignación y una tarjeta de crédito para que pudiera escaparse del trabajo y hacer algo que él pensara que era divertido! Cada vez que estaba alrededor de aquel hombre, su corazón se derretía un poco más.
—Pedro, creo que tienes que entender algo —dijo suavemente mientras se apretaba las manos bajo la mesa—. No necesito tu dinero para ser feliz. Lo que me gustaría realmente es salir a comer como hoy cuando tengas tiempo, o pasar tardes como la última que pasamos en tu casa. —Se ruborizó y bajó la vista hacia su plato porque no podía seguir manteniendo el contacto visual con él—. Me gusta estar contigo. Tú me haces feliz —terminó.
Se hizo un silencio sepulcral en la mesa después de su anuncio. Paula sentía su mirada, pero estaba demasiado cohibida por todo lo que le había revelado con su afirmación.
—Bueno…
—Mírame, Paula—le dijo. Ella habría ignorado su orden, pero oyó algo en su voz: algo que le llegó tan adentro que no pudo ignorarlo. Mirando hacia arriba, vio el ardor en sus ojos azules, pero había algo más. Algo más importante —. ¿Lo dices de verdad? —preguntó.
Ella asintió, sosteniendo su mirada.
—Sí —dijo quedándose sin aliento.
El camarero llegó con la comida y se rompió el encanto.
Comieron el almuerzo y Pedro le preguntó por sus clientes, por los platos que iban a preparar para los diferentes eventos y a qué horas eran.
—Quiero que contrates seguridad para vuestros eventos —le dijo mientras se limpiaba la boca con la servilleta al terminar de comer.
Ella dejó su tenedor en el plato, incapaz de comer demasiado cuando él estaba alrededor. La tensión aún vibraba entre ellos, a pesar de que la mesa separaba sus cuerpos. Aunque daba lo mismo. El mero hecho de estar cerca de Pedro hacía que concentrara toda su atención en él, en su presencia y en cuánto deseaba estar a solas con él.
La comida resultaba ser un pobre sustituto de lo que realmente quería.
Así que apenas había comido la mitad del plato, pero no podía dar un bocado más.
Estaba demasiado deseosa de que Pedro la besara antes de irse a dondequiera que fuera del país en su siguiente viaje. Deseaba aquel beso con tanta intensidad que casi podía saborearlo.
—¿Por qué necesitamos seguridad? —preguntó, sin aliento mientras observaba su boca, pensando en la manera en que podría sujetarla cuando la besara.
«Esas manos suyas son… alucinantes», pensó. Sintió un escalofrío al pensar que desearía estar a solas con él en ese preciso instante. Deseaba que la cogiera en sus
brazos y…
Paula lo miró a los ojos y reconoció la llama. Sentía exactamente lo mismo y podía sentir la energía de él inundándola.
Pedro firmó la cuenta que trajo el camarero con un gesto rápido, después tomó su mano y la condujo hasta la salida del restaurante.
—En primer lugar, porque eres mi mujer y quiero protegerte. —No esperó respuesta ante eso, sino que continuó—. En segundo lugar, porque sales de esos eventos muy tarde por la noche. No me gusta saber que andas sola por la calle de noche.
Pedro puso la mano de Paula bajo su brazo, guiándola a través del restaurante. Con sus palabras, ella apretó su bíceps y apoyó la cabeza en su hombro muy brevemente.
—Te prometo que nunca estoy sola —le dijo—. Siempre estoy con mis hermanas y con varios camareros. —Vio su limusina y se le encogió el corazón porque había demasiada gente en la calle. Nunca la besaría enfrente de tanta gente.
La había besado en el vestíbulo pero sabía cuánto aborrecía las demostraciones públicas de afecto.
—¿Dónde está tu coche? —inquirió cuando estaban de pie en la calle.
Paula le quitó importancia al asunto con un gesto de la mano.
—He cogido el metro. Era más fácil que intentar encontrar aparcamiento.
Los labios de Pedro se apretaron y Jayden supo instantáneamente que se había equivocado. Aunque no estaba segura de cuál era el error. El metro en Washington D. C. era mucho más eficaz que en muchas otras ciudades. Pero la mandíbula de Pedro estaba tensa cuando la miró desde arriba.
—No. Mi mujer no va a coger el metro —ordenó con resolución—. Necesitas un chófer.
Paula posó su otra mano sobre el brazo de Dante y rio suavemente.
—Pedro, estoy perfectamente segura. La gente coge el metro por la ciudad a todas horas. Es más probable que me vea envuelta en un accidente de tráfico que en cualquier problema en el metro.
Él negó con la cabeza.
—Paula, métete en el coche. —Bajó la mirada hacia ella, desafiándola a negarse a seguir su orden.
«¡Madre mía!». Tan rápido como pensó aquello, volvió la mirada ardiente a los ojos de Pedro. Aquella mirada que le prometía el cielo. Era simplemente demasiado tentadora como para ignorarla.
—Me meteré encantada en el coche siempre que tengas un par de horas libres —susurró acercándose más a él, descansando la mano sobre su pecho.
Pedro respiró profundamente, sin estar seguro de cómo lidiar con un afecto y una honestidad tan francos.
—No puedes ser real —dijo. El pensamiento se le había venido a la cabeza y salió de su boca antes de que supiera que lo iba a decir en alto.
Ella le sonrió y se acercó aún más.
—De hecho, yo siento lo mismo por ti, Pedro. Eres tan dulce y amable, tan generoso…
—Métete en el coche —ordenó de nuevo, pero aquella vez con un tono más suave, aunque no por ello menos autoritario.
La sonrisa de Paula resplandecía. Su cuerpo se balanceaba hacia el de Pedro, pero respiró hondo y se echó atrás.
—Coche —suspiró—. Al coche.
Entró por la puerta abierta y casi se derritió en el asiento de cuero. Cuando se volvió hacia él, no le dio un momento para aclimatarse. Antes incluso de que el coche se moviera, ya la había cogido en sus brazos y la besaba mientras tanteaba su cuerpo y hacía que se abrasara con sus caricias.
Cuando el vehículo se detuvo en su casa, ella prácticamente saltó del coche, sin esperar a que el conductor diera la vuelta y le abriera la puerta. No le importaba.
Él estaba justo detrás de ella, guiándola por delante del ama de llaves, que asintió amablemente a ambos. Con la cabeza gacha y el cuerpo tembloroso, Paula anduvo tan rápido como podía hacia la escalera. Al llegar a mitad de la escalera, casi se arrojó en sus brazos otra vez, necesitada de su roce. Las manos de Pedro presionaban sus caderas contra las de él, y ella ya estaba quitándole la chaqueta de los hombros caminando de espaldas mientras se peleaba con la corbata.
Pedro estuvo a punto de reírse, pero estaba sufriendo.
Necesitaba penetrarla.
«¡Ya!». Empujándola hacia atrás, la presionó contra la mesa del vestíbulo, alzándola y levantando su falda hasta la cintura. Le quitó la ropa interior con un movimiento brusco de la muñeca y metió los dedos en su entrepierna mientras absorbía su jadeo con la boca.
—¡Joder, estás tan húmeda por mí! —gruñó—. ¿Por qué nunca te haces la dura? —exigió.
Ella estaba manoseando torpemente su cinturón y casi se quedó bizca cuando sintió sus dedos deslizándose hacia su interior, mientras el pulgar de Pedro jugueteaba con aquel punto sensible. Gritó, inclinándose hacia atrás. Con la otra mano, Pedro presionó el centro de su pecho, empujándola para que se tumbara completamente en la mesa. Cuando bajó la mirada hacia ella, sintió una intensa oleada de placer al verla abierta de piernas de aquella manera. ¡Para él! ¡Sólo para él! Era toda suya.
Rodeó la rodilla de Paula con la mano con una sonrisa traviesa en los labios.
—No creo que nunca te haya visto más guapa que en este momento —dijo.
Una milésima de segundo después, la saboreaba prácticamente a carcajadas mientras ella gritaba y se arqueaba en su boca. Definitivamente aún no había tenido bastante con aquella mujer, pero le había hecho el amor lo suficiente como para empezar a saber lo que le gustaba. Y utilizó aquel conocimiento en su propio beneficio, moviendo la boca y las manos al unísono, tocando su cuerpo como su fuera el más preciado instrumento.
Cuando ella se estremeció, Pedro absorbió su clímax con la boca y con los dedos, disfrutando de la increíble sensación de tener a su esposa en sus brazos.
Nunca habría pensado que pudiera perder la cabeza por una mujer, pero ahí estaba, perdiéndose una reunión importante porque hacerle el amor a su mujer ahora estaba a la cabeza de su lista de prioridades. Y nada, absolutamente nada, haría que parase.
Cuando volvió a sentir que su cuerpo se tensaba, Pedro se arrancó la ropa, clavándose en su entrepierna mientras ella se arqueaba con otro clímax. Pero no dejaría que se le pasara antes de volver a juguetear despiadadamente con su cuerpo para hacerla llegar al siguiente mientras pensaba en sus dulces ojos suplicándole desde el lado opuesto de la mesa durante la comida. Ninguna mujer antes lo había deseado sólo por sí mismo, pensó. Únicamente Paula.
Diablos, pensaba mostrarle todo lo que podía darle. Aunque sólo fuera su cuerpo, iba a darle todo lo que quisiera. Al tensarse ella otra vez en torno a él, Pedro sintió las uñas de Paula clavándose en sus hombros. Aquello fue todo lo que hizo falta para llevarlo al borde del abismo a él también.
Abrazándola contra sí, bajó la vista hacia ella. Una sonrisa iluminó los ojos de Pedro al ver la mirada satisfecha en sus dulces ojos verdes.
—No te has quitado la ropa —dijo Paula. Pedro sospechaba que estaba algo más que aterrorizada ante eso, pero se rio—. Tú tampoco —le dijo.
Paula miró y se percató de que tenía razón. Sus cuerpos seguían íntimamente conectados, pero aún tenían toda la ropa puesta. Arrugada y retorcida, pero básicamente sobre sus cuerpos.
—¡Santo cielo! —jadeó intentando incorporarse.
Sin embargo, Pedro no había acabado con ella todavía. La cogió en brazos y la besó mientras la llevaba por el vestíbulo hacia su habitación.
Aquella vez fue más despacio. Se tomó su tiempo para explorar el cuerpo de Paula. Sin embargo, el resultado final no fue menos explosivo ni satisfactorio.
Durante un largo rato después de eso, la acurrucó entre los brazos, acariciando su piel suave y deleitándose en la maravilla de Paula. Su mujer.
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Me encanta cómo se exaspera Pedro que Paula no gasta su dinero jaajajajaajajaja.
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