martes, 5 de julio de 2016

CAPITULO 21 (PRIMERA PARTE)




Paula empezó a levantarse y se limpió la boca, inspirando lentamente mientras intentaba calmar su estómago revuelto.


—No puede ser cierto —susurró para sí misma.


Sin embargo, no estaba sola.


—Es cierto —dijo Paola desde la puerta del baño.


Paula alzó la mirada lentamente, girando la cabeza 
mientras asimilaba la expresión severa de su hermana.


—Estoy bien —dijo obligándose a ponerse de pie. Había llegado al baño a la carrera, con el estómago protestando por las gachas que se había comido para desayunar.


Se encontró a Patricia de pie al salir del baño, de brazos cruzados y con una expresión de preocupación en sus rasgos prácticamente idénticos.


—Estás embarazada —dijo fulminando a su hermana, desafiándola a que admitiera la verdad.


Paula se quedó helada, apoyada contra la encimera de metal. Su nueva cocina ya estaba terminada y ya se habían trasladado. Ya empezaban a llamar nuevos clientes y Paula había contratado unos cuantos empleados nuevos para mantener el ritmo con la carga de trabajo adicional. La única pega era aquel malestar persistente que ella se negaba a creer que tuviera nada que ver con su relación con Pedro.


—Tienes que contárselo —dijo Paula con firmeza.


Paula se sentó con cuidado en una de las banquetas, apoyando la cabeza en las palmas.


—¿Contárselo a quién? ¿Y qué le tengo que contar?


Patricia puso un taburete al lado de Paula con cara de preocupación.


—Tienes que contarle a Pedro que estás embarazada —dijo.


A Paula le aterrorizaba aquella posibilidad.


—¡No lo estoy! —jadeó echando la cabeza hacia atrás, solo para dejar caer la cabeza en las palmas otra vez porque el movimiento hizo que le protestara el estómago violentamente.


Patricia se sentó al otro lado.


—Paula, no puedes retener nada en el estómago por la mañana y pareces una bestia hambrienta por la tarde.


—No —discutió.


Paola y Patricia intercambiaron una mirada por encima de la cabeza de Paula.


Patricia no iba a permitir que su hermana escondiera la cabeza en la arena.


—Ayer por la tarde te comiste dos rollos de canela, tres sándwiches de desayuno y un pollo asado entero. Tú sola.


Paula gimió al pensar en comida, deseando que sus hermanas la dejaran sola.


—No habléis —suplicó.


—La víspera te sentaste a comer aceitunas y brócoli.


Paula no podía ignorar aquello.


—Siempre intentáis que coma más verdura. ¿Qué hay de malo en eso?


Paola puso los ojos en blanco.


—Odias el brócoli. Y normalmente te dan arcadas con las aceitunas. Sobre todo con las verdes.


Paula se encogió.


—Las verdes son viscosas.


—Entonces, ¿por qué te comiste un tarro entero?


—¡No lo hice! —protestó. Ante la mirada de desacuerdo de Patricia, Paula explicó—. Había tres más en el tarro cuando lo metí en la nevera.


Paola suspiró y sacudió la cabeza.


—Vale, me estás obligando a sacar la artillería pesada —dijo poniéndose de pie.


Paula miró suspicaz entre los dedos, sin estar segura de lo que iba a hacer su hermana. Cuando vio a Paola dirigiéndose hacia la pared en lugar del frigorífico, pensó que estaba segura. Pero Paola estaba jugando sucio. Se dio la vuelta con una enorme taza de café en la mano.


—¡No! —suplicó Paula, tapándose la boca y midiendo la distancia que había hasta el baño una vez más.


—¡Admítelo! —amenazó Paola—. ¡O me acerco más!


Paula asintió ligeramente con la cabeza.


—¡Vale! ¡Iré a la farmacia a comprar un test de embarazo!


Paola se compadeció de su hermana y volvió a dejar la taza de café sobre la mesa.


—Entonces, ¿cuándo se lo vas a decir? —preguntó cruzándose de brazos e intentando parecer cruel, pero lo mejor que pudieron mostrarse sus hermanas fue preocupadas, que era igual de malo.


Paula suspiró y dejó caer su rostro sobre la encimera de metal, sintiendo cómo el frío se colaba en su piel. Aquello sentaba bien, pensó. Aunque la idea de decirle a Pedro, al alto, guapo, oscuro y terrorífico Pedro, que estaba embarazada, no le sentaba bien.


—Tienes que hacerlo —dijo Patricia, dando un sorbo a la taza de café que Paola acababa de retirar—. Sabes que es lo correcto.


Paula suspiró y dejó escapar una lágrima.


—Lo sé —dijo a sus hermanas, sin molestarse en alzar la cabeza—. Pero solo porque sea lo correcto no da menos miedo.


Paola se acercó para rodearle los hombros con el brazo con dulzura.


—Todo saldrá bien. Vosotras me ayudasteis con el embarazo y en los primeros años. Nosotras te ayudaremos durante este periodo.


Paula quería llorar con más fuerza porque no podía contarles a sus hermanas, las dos mujeres con las que lo compartía todo, que en realidad estaba casada con el padre de su bebé por nacer.


—¡Ay, santo cielo! —jadeó Patricia, con ojos como platos mirando de hito en hito a Paola y Patricia —. ¿Y si…?


Paola se quedó sin respiración a la vez. Y justo en ese momento, Aldana y Alma bajaron las escaleras como torbellinos. Paula pensó lo mismo y simplemente bajó el rostro hacia la encimera, dejando caer las lágrimas. Quería ocultar su desesperación de sus sobrinas, pero fue inútil. Ya no podía ocultar nada.


Muy pronto, todo el mundo se enteraría de su estupidez. 


Porque, hasta ese momento, no se le había ocurrido la idea de utilizar anticonceptivos. Lo único que formaba parte de su consciencia cuando estaban juntos era Pedro, sus manos, su boca y su presencia imponente.


Su teléfono móvil estaba posado al lado de su cabeza y Paula giró el cuello para ver qué pensaban.


—Llámale —ordenó Patricia.


Paula cogió el teléfono, pero fue incapaz de marcar el número. Se sentía como una idiota. Se había quedado embarazada, mantenía una relación en secreto y… sí, estaba enamorada del marido del que nadie sabía nada.


¿Podría haber estropeado más su vida?


Cogió el teléfono y se dirigió a su despacho temblando. No quería hacer aquella llamada, pero de ninguna manera iba a hacerla en medio del caos de su cocina. No con sus sobrinas escuchando mientras comían gachas con pasas. Aparte de eso, el olor de la comida en ese preciso instante estaba volviendo a hacer que sintiera náuseas y estaba cansada de vomitar.


—¿Qué le pasa a la tía Paula? —oyó preguntar a Alma un momento antes de cerrar la puerta de su despacho. Señor, desearía que las cosas fueran diferentes.


Si ella y Pedro hubieran sido una pareja real, dos personas sin miedo a gritar lo que sentían el uno por el otro, y si hubieran estado casados de verdad en lugar de por motivos de negocios, estaría encantada, incluso exultante, de tener aquel bebé.


«O bebés», suspiró, dejando descansar la cabeza contra su mano otra vez.


Oh, ¿cómo iba a hacer aquello? No quería que Pedro se enfadara con ella. Pero había sido una insensata al no plantearse utilizar anticonceptivos.


Desafortunadamente, cuando él estaba alrededor, sólo pensaba en él. Y cuando no estaba alrededor, todo lo que pensaba era que quería estar con él.


—¡Marca el número! —oyó decir a Paola a través de la puerta cerrada.


Paula casi sonrió. Se consolaba sabiendo que sus hermanas la conocían tan bien.


—¡Voy a traerte un café! —dijo en alto.


Paula sollozó, pero aquella amenaza resultó efectiva. 


Empezó a marcar el número que le había proporcionado Pedro.


Quizás estuviera embarazada del hijo, o hijos, de aquel hombre, y tal vez estuviera casada con él. Y sí, también era posible que estuviera perdidamente enamorada del hombre, pero lo más horrible de todo era que no tenía ni la más remota idea de dónde se encontraba él. ¡Podría estar en Hong Kong en ese momento!


—Paula —su voz grave respondió al teléfono y se sintió reconfortada por la calidez de esta.


Pedro —susurró, sorbiéndose la nariz y sintiéndose fatal por lo que tenía que contarle. ¿Se enfadaría? Claro que se iba a enfadar. Aquel no era su plan. Se suponía que lo suyo era un matrimonio temporal. Y a partir de ese momento sería… bueno, no tenía ni idea de lo qué iba a ocurrir ni de cómo se tomaría la noticia. No era como si hubieran hablado de niños. O del futuro. O de amor.


—Paula, ¿qué ocurre? —exigió tan pronto como oyó su voz—. Háblame, cariño. Te prometo que arreglaré lo que ocurra.


Paula rio, sintiéndose mejor con sus palabras.


—¿Dónde estás? —preguntó.


—Estoy aquí, en Washington D. C.


Se limpió la nariz, aliviada de no tener que esperar para contarle la noticia.


—Qué bien —masculló, cerrando los ojos—. ¿Puedo verte?


—Sí, claro. Haré que Steve vaya a recogerte. ¿Qué ocurre?


—Solo necesito hablar contigo. ¿Cuándo estás libre?


Dudó durante un largo instante.


—Steve está de camino. Cuando llegues, haz que mi asistente me saque de la reunión en la que esté. —Se hizo otra pausa antes de decir—: ¿Estás bien?


Ella se rio y cerró los ojos.


—Solo necesito hablar contigo.


Pedro sintió que se le encogía el estómago y no estaba seguro de qué decir ni qué pensar.


—Bueno, vale. Steve te traerá aquí a salvo. ¿Necesitas algo?


Ella se mordió el labio antes de decir—: Sólo a ti —y presionó la tecla de colgar.


Treinta minutos después, Steve entró a la cocina y el corazón de Paula se detuvo. Había llegado la hora.


—Buena suerte —susurró Paola, dándole a Paula un abrazo rápido antes de ir a retirar el salmón del horno para seguir marinándolo.


—Eh, llámanos en cuanto termines, ¿vale? —dijo Patricia, que por su parte también le dio un abrazo.


Paula asintió a sus dos hermanas mientras seguía a Steve hacia la salida.





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