lunes, 11 de julio de 2016
CAPITULO 15: (SEGUNDA PARTE)
Había sido un día extremadamente largo y Paula estaba exhausta. Visitaron museos, comieron un almuerzo delicioso en uno de los restaurantes y luego Pedro las llevó a su casa.
Les hizo un tour, que incluía una habitación fabulosa nueva decorada en rosa vivo con lunares negros y cortinas con
estampado de cebra. Las chicas se enamoraron al instante.
Mientras se echaban la siesta, Pedro revisó la información que le había proporcionado Paola y ayudó a Paula a entender todos los entresijos de su empresa de catering.
Ahora sabía mucho más de lo que necesitaría saber en su vida. Se concentró muchísimo mientras Pedro le explicaba las cosas pero, a pesar de eso, en ocasiones tuvo que repetir las cosas un par de veces.
La tarde con sus padres no fue mucho mejor. Entró en su casa completamente dispuesta a defender a Pedro. Sin embargo, fiel a sus procedimientos habituales, derrochó encanto. Pasados quince minutos tenía a su madre y a la tía Mary comiendo de su mano. Su padre y el tío Juan tardaron un poco más en relajarse. Aproximadamente unos veinte minutos después de la llegada de Pedro, los hombres estaban en pie con una copa de alguna clase de whisky de malta e intimando como todos los hombres lo hacían desde la época de las cavernas: viendo la carne asarse en el fuego.
De vuelta en su apartamento, le dio un baño rápido a las niñas, les leyó un cuento para ir a dormir y se quedaron fritas.
Estaba cerrando la puerta de su habitación cuando se dio la vuelta, preparada para sonreír educadamente cuando Pedro se fuera. Pero obviamente, él tenía otras intenciones.
—¿Qué haces? —preguntó Paula boquiabierta cuando lo vio desabrocharse la camisa.
—Me voy a la cama —le dijo él, con una luz extraña en la mirada. Era casi como si la estuviera retando.
—No puedes dormir aquí —resopló ella.
Sus cejas se arquearon.
—¿Por qué no?
—Porque… —empezó a decir algo, pero sus dedos seguían desabrochando la camisa—. ¡Para! —siseó.
No lo hizo. Los botones seguían abriéndose y los ojos de Paula no cesaban de caer sobre su increíble torso, que seguía saliendo a la luz.
—No me gusta dormir vestido, Paula. Deberías saberlo de sobra a estas alturas.
Paula se sonrojó y dio un paso atrás, aferrándose al respaldo de una silla atiborrada.
—Bueno, pues vete a casa. Vete a dormir a tu cama.
Pedro se negó con la cabeza.
—Ni hablar. Mis hijas están en esa habitación y voy a quedarme en la misma casa donde estén. —Se acercó aún más mientras sacaba la camisa de sus pantalones—. Ahora bien, si vinierais a mi casa… —dejó las palabras en el aire durante un largo instante.
Paula sacudió la cabeza.
—¡No! No vamos a hacer eso. ¡Otra vez no!
Sus labios formaron media sonrisa.
—¿Por qué no? —preguntó.
Paula dio un paso atrás.
—Porque la última vez fue un error. Ya hemos hablado de esto, Pedro. No vamos a volver.
Pedro se rio por lo bajo ante sus mejillas encendidas.
—Parece que ya estamos juntos otra vez. Tú eres la única que finge luchar contra ello.
Paula sacudió la cabeza; ignoraba cómo aquel gesto hacía que su pelo castaño flotara sobre sus hombros, casi como un halo de magia.
—No, tú también deberías hacerlo. Ya te he dicho que no voy a volver a enamorarme de ti esta vez. Y esa es la única relación que voy a mostrarle a mis hijas.
Pedro rodeó la silla con los costados de la camisa abierta aleteando.
—¿Y cómo vamos a ignorar la atracción que hay entre nosotros? —preguntó en voz baja.
Paula bajó la vista hacia sus pies, sus dedos, cualquier cosa menos ese torso, mientras fingía que su respiración no estaba totalmente fuera de control.
—Vamos a hacer como si no estuviera ahí.
—¿Y si yo no quiero? —preguntó él.
Paula dio un paso atrás, a sabiendas de que iba a besarla.
—Vamos a comportarnos como adultos en este tema, Pedro. Tenemos hijas a las que educar. No puedes ir por ahí besando a cualquier mujer que te llame la atención.
Él se rio suavemente.
—Nunca he ido por ahí besando sin más a cualquier mujer. Pero voy a besarte a ti, Paula. Eres la mujer que quiero.
Aquellas palabras hicieron que su determinación se tambaleara.
—Pedro, te lo suplico, no hagas esto, por favor. —Paula se estremeció a medida que él se acercaba más a ella.
Echándose hacia atrás, intentó a duras penas agarrarse a cualquier cosa menos a él. Porque sabía que, si lo tocaba, si sentía esa piel cálida bajo sus manos, estaría perdida. Igual que la última vez, sería suya de nuevo hasta que despuntara el alba.
—¿Por qué no?
Paula inspiró profundamente. Por desgracia, el aire estaba impregnado del perfume masculino de Pedro, lo que hizo que se disparara su deseo por aquel hombre.
—Porque no quiero.
Pedro sonrió, alzando la mano para tocarle la mejilla.
—Podría hacer que quisieras.
Paula parpadeó con rapidez, intentando mantenerse centrada.
—Sí. Podrías. Lo admito, ¿vale? Admito que puedes controlar mi cuerpo. Puedes despertar mi deseo como nadie lo ha hecho nunca. ¿Vale?
Pedro la oyó, pero no le gustaba lo que decía. Sonaba mal, aunque no sabía qué era lo que estaba mal.
—Quieres más que eso. —«¡Eso es!», se percató de repente. Quería que ella quisiera más.
Quería que lo necesitara, que lo ansiara con una necesidad absoluta, inquebrantable. Quería más que su cuerpo, aunque eso definitivamente formaba parte de lo que ansiaba.
Por primera vez en su vida, deseaba de una mujer algo más que su cuerpo. Pero, como no entendía qué significaba más, lo echó a un lado de momento.
—No voy a dejarte esta noche, Paula. Ni ninguna otra.
El pánico se desató en los ojos de ella con el cambio en la mirada de Pedro. ¿Qué había ahí ahora? ¿En qué pensaba? Supo instintivamente que aquel hombre era mucho más peligroso que hacía unos instantes.
—Tus guardaespaldas están por todo el patio e incluso en la casa, abajo. ¿Por qué necesitas estar tú aquí también?
—Tú y las chicas sois mi familia —dijo con certeza absoluta—. Voy a estar aquí para protegeros.
Janine negó con la cabeza.
—Pedro, eso es una locura. Viajas muchísimo. Habrá muchas noches en las que ni siquiera estés en la misma ciudad que nosotras. Ni en el mismo continente.
Tenía razón. Pedro se frotó la cara.
—Lo sé. Pero esas interrupciones se mantendrán al mínimo.
Paula rio, arropada por el alivio ahora que ya no se aproximaba a ella con aquella mirada ardiente. —Siempre podrías llevarnos contigo —le dijo, sintiéndose un poco más aventurera.
Se volvió hacia ella con una sonrisa.
—¿Lo haréis? —preguntó—. ¿Vendréis conmigo? ¿Me dejaréis enseñaros el mundo?
Ella estaba de broma, pero evidentemente él no lo estaba.
No podía creerse lo que oía.
—Pedro, eso es imposible —le dijo después de un largo momento.
—No es imposible —argumentó él.
Alzó las manos como si pudiera apartar la tentadora posibilidad.
—Tengo un negocio. No puedo ignorarlo sin más.
—Tienes empleados que trabajan para ti —le dijo. Tomó su mano y la condujo hasta el sofá, tirando de ella consigo—. Yo viajo mucho y tengo una empresa. Por eso pago a gente que trabaje para mí cuando no estoy. —Dejó que sus palabras calaran mientras le cogía la mano y dibujaba pequeños círculos en su palma.
Paula sopesó la idea, preguntándose cómo podría viajar con él. Tenía un gran personal que podía… «¿En qué estoy pensando?». Retiró la mano y se apartó en el sofá.
—¡No! No puedo hacer eso. —Se levantó e inspiró profundamente varias veces—. Pedro, esta es mi vida. Me encanta. Me encanta cocinar para la gente y ver la alegría en sus caras cuando comen lo que he preparado. Me encanta probar nuevas recetas y hacerlas mías. Y las niñas tampoco pueden ir dando tumbos por el mundo contigo. No es sano. Necesitan socializar con niños de su edad, retarse a sí mismas y aprender explorando su mundo. No simplemente visitando museos o esperándote en museos o en habitaciones de hotel. Necesitan horarios y rutina. —Respiró profundamente y cerró los ojos, odiando lo que iba a decir—. Eso no significa que no puedas llevártelas de vacaciones. Creo que —su voz se quebró ante la idea de que sus nenitas no estuvieran con ella a todas horas— les encantaría ver el mundo contigo. Pero yo no puedo ir con vosotros.
Súbitamente, Paula se dio la vuelta.
—Me voy a la cama. —Cuando lo oyó moverse, Paula sacudió la cabeza sin volver la vista hacia él—. ¡Sola! —le dijo con firmeza. Con eso, entró en su habitación y cerró la puerta. ¡Lo había hecho! Se había alejado de Pedro. Por primera vez desde que lo había conocido, hizo lo que sabía que era correcto.
«¿Por qué no siento que es lo correcto?», se preguntó mientras se preparaba para acostarse.
Mucho tiempo mas tarde, Paula se despertó con un golpe. Intentó averiguar mentalmente qué pasaba. Estaba agotada.
Se moría por dormir.
Salió de la habitación y encontró a Pedro tirado en el sofá.
Su cuerpo era demasiado largo para el mismo. Una manta pequeña apenas tapaba su pierna, y estaba doblado en ángulo al final del sofá. Parecía incómodo casi hasta el punto de resultar doloroso.
Si hubiera dormido más, si hubiera estado en sus cabales, habría ignorado su incomodidad y habría vuelto a su habitación. Pero estaba exhausta y sabía que no dormiría bien en toda la noche con él dando vueltas ahí fuera. Así que, en lugar de ponerse una almohada sobre la cabeza, cedió ante la desesperada necesidad de silencio.
—Ven a la habitación —le dijo—. ¡Pero no vamos a tener sexo!
Pedro no dijo palabra. Se levantó y Paula contuvo la respiración durante un instante hasta que se dio cuenta de que iba en calzoncillos. «Gracias a Dios», pensó.
Pedro se percató de su mirada, pero le dolía todo por ese mueble horrible. Así que, en lugar de aceptar la oferta que era evidente en sus ojos, la cogió en brazos y la llevó a la habitación.
Prácticamente se dejó caer sobre la cama, arrimando a Paula hacia sí. Cuando esta intentó alejarse de él, lanzó una pierna sobre la suya y la rodeó con los brazos. Pasados unos instantes, ya estaba dormido.
Paula miró fijamente la pared y sonrió para sí. «Desde luego, Pedro es fuerte», pensó intentando sacar la mano de debajo de su brazo musculoso. Debería salir de su abrazo, pero en lugar de dejar más sitio, apretó la espalda contra el torso de Pedro y suspiró. «Esto no está nada mal», pensó cerrando los ojos y poniéndose más cómoda. Pedro estaba dormido. Los dos estaban agotados.
Él necesitaba una cama más grande.
Paula se percató de que seguramente aún le colgaban los pies al final de la cama, pero no se quejaba. Por supuesto, ella ya no necesitaba la manta. ¡Pedro era una estufa! Su cuerpo era más que suficiente para mantenerla calentita.
De modo que, en lugar de hacer lo que probablemente era más seguro, se acurrucó más en sus brazos y dejó que el cansancio se adueñara de ella. Se había dormido antes de poder pensar en otra razón por la que debería salir de entre sus brazos.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Qué hermosos los 3 caps, está buenísima esta parte.
ResponderEliminar