lunes, 11 de julio de 2016

CAPITULO 13: (SEGUNDA PARTE)




—¿Qué haces? —preguntó Paula cuando Pedro subió las escaleras con ella.


—Subo a cenar con mi familia —le dijo apoyando las manos en su trasero para empujarla escaleras arriba. Se rio cuando ella saltó y tropezó con los dos escalones siguientes, pero la cogió antes de que pudiera hacerse daño.


—Pero…


Pedro hizo un gesto negativo con la cabeza.


—No pensarás sinceramente que me voy a ir a mi casa sin mis niñas, ¿verdad, mia cara? — preguntó en voz baja, subiendo otro escalón. Aquello hizo que su cara estuviera a la misma altura que la de ella, y Paula creía que se le iba a salir el corazón del pecho—. Pedro, no podemos…


—¿Cenar? —terminó su frase cuando dejó las palabras colgando—. Claro que podemos. E incluso os prepararé el postre.


Aquello la dejó atónita y lo miró con diversión.


—¿Sabes cocinar?


Pedro subió otro escalón, invadiendo su espacio y sin permitir que pusiera distancia entre ellos.


—Sé cocinar —le dijo—. No tan bien como tú. Pero tú eres un genio de la comida mientras que yo…


—¿Uso el microondas? —completó la frase por él.


Pedro se rio de nuevo.


—Sí, es práctico para recalentar.


Paula no pudo evitarlo. La idea de Pedro en la cocina era demasiado chistosa. Hacía cinco años había intentado enseñarle a cocinar y…


—Tú también te estás acordando, ¿no? —preguntó con voz más grave que hacía un momento.


Sus ojos estaban más oscuros y, tal vez ella se lo estuviera imaginando, pero de repente hacía calor por la escalera.


—No —le dijo firmemente. O al menos con tanta firmeza como pudo transmitir su cuerpo sobrecalentado. Lo cual significaba que se derretía fácilmente, como un malvavisco.


La mano de Pedro pasó de la barandilla a su brazo, subiendo por su piel. Sonrió cuando se le puso la piel de gallina.


—Lo recuerdas todo.


Tenía razón. Recordaba intentar enseñarle a cocinar, cómo preparar unas simples recetas.


Pero Pedro era un ser tan sexual que las clases de cocina siempre terminaban con ellos besándose, tocándose, y la comida no se preparaba hasta mucho más tarde. Además, ella acababa cocinando, porque el cuerpo voraz de aquel hombre —voraz de sexo, no de comida—, casi la había dejado hambrienta algunas noches. Recordaba estar tan ocupada haciendo el amor con él que a menudo era pasada la medianoche, o más tarde, o más temprano según la perspectiva de cada uno, cuando conseguía escaparse un momento de la cama para preparar un piscolabis.


—¡Mamá! Alma dice que no tenemos que ir a la cama esta noche porque tenemos un nuevo papi. ¿Es verdad? ¿Podemos quedarnos levantadas toda la noche y jugar con él? —preguntó, prácticamente dando saltos de emoción.


Paula dio un respingo hacia atrás, sacudiendo la cabeza para tratar de disipar el hechizo que Pedro había estado hilando a su alrededor.


—Dormir —susurró mientras intentaba enterarse de qué estaban hablando—. Hum, no. Tenéis que ir a la cama, cariño.


La carita de Aldana se desinfló y volvió a entrar al apartamento. Paula oyó la risa profunda de Pedro detrás de sí y resopló escaleras arriba, irritada porque pudiera hacerle perder la cabeza e ignorar su responsabilidad parental tan fácilmente.


Sabía que Pedro estaba justo detrás de ella cuando subió las escaleras restantes. Era plenamente consciente de que le estaba mirando el culo. «Si encontrara la manera de subir las escaleras de lado, lo haría», pensó mientras volvía a sentir un poco de calor.


Se sintió aliviada al rodear la barandilla y al dejar su anatomía fuera del alcance de Pedro para su deleite visual. Giró en redondo en la puerta, a punto de decirle algo, pero lo pilló mirando hacia abajo. ¡Su trasero!


Cuando Pedro volvió a mirar hacia arriba mientras ella se daba la vuelta, alzó la vista y sonrió levemente, sin arrepentirse de que lo hubiera pillado mirando. Alzó una ceja oscura.


—¿Qué? Sabes que voy a mirar.


Paula cerró la boca de golpe y prácticamente entró dando pisotones en el apartamento. Le habría cerrado la puerta en las narices, pero las niñas estaba sentadas en el suelo preparando uno de sus juegos. Los miraron impacientes cuando entraron. «Supongo que a mis niñas no les gustará que sea grosera con su recién descubierto padre», refunfuñó mentalmente.


Entró en la habitación y cerró la puerta, se apoyó contra ella e inspiró profundamente varias veces. Tenía que recuperar el control de sí misma. ¡No podía dejar que Pedro le volviera a hacer eso!


Era como una especie de droga, y ya podía sentir que su cuerpo respondía, que empezaba a engancharse.


«Respira hondo», se dijo. «¡Y mantén las distancias!».


Miró el reloj junto a su cama, calculando cuánto tardaría en marcharse Pedro. «Sólo el postre», se dijo. «Y el baño. Un cuento antes de dormir…». Calculaba que pasaría una hora y media o dos horas antes de que Pedro se fuera aquella noche y que ella pudiera pasar un rato a solas para tranquilizarse. «Y dormir», pensó con deleite. ¡Estaba agotada! Después de una noche sin dormir y un día ajetreado, estaba más que dispuesta a meterse en la cama y aislarse del mundo.


Se cambió de ropa. Se puso unos pantalones de yoga y una camiseta limpia, y salió descalza a la cocina sin hacer ruido. Revisando el contenido de la nevera, sopesó las distintas opciones que tenía para preparar la cena.


—¿Quieres que pida algo? —preguntó Pedro.


Paula se dio la vuelta, iracunda ante sus palabras y furiosa con él.


—¿Qué? —espetó—. ¿Por qué ibas a pedir algo a domicilio?


Pedro se acercó a ella, dándose cuenta inmediatamente de que estaba enfadada.


—Me encanta tu comida. No lo dudes —le dijo con voz suave—. Pero también sé que estás agotada. Sólo estaba ofreciendo ayuda para hacer que esta noche sea un poco más fácil.


Su explicación amainó la tormenta y Paula dejó escapar su rabia con un profundo suspiro.


—Lo siento —dijo, encorvándose sobre la encimera—. Tienes razón. Estoy cansada, pero cocinar me relaja. Así que prefiero cocinar algo, aunque probablemente será sencillito y ligero. Saludable, porque las niñas robaron unas galletas de Pato esta tarde.


Paula y Pedro se dieron la vuelta al captar la risita culpable de las niñas, en el suelo.


—Se dio la vuelta —dijo Alma a modo de explicación.


Paula alzó la vista hacia Pedro.


—Nunca les des la espalda si hay dulces de por medio —aclaró.


—¡Ensalada y coles de Bruselas, se ha dicho! —exclamó él.


Las niñas saltaron emocionadas ante la idea.


—¡Sí, sí! ¿Puedo echarle limón a las coles de Bruselas? —preguntó Aldana.


Pedro miró a Paula extrañado.


—¿Les gustan las coles de Bruselas? —preguntó.


Paula puso los ojos en blanco.


—Les encantan —le dijo sacudiendo la cabeza—. No son conscientes de que se supone que no deben gustarles.


Pedro rio mientras observaba a sus hijas recién encontradas bailando emocionadas.


—¿Qué no les gusta? —preguntó.


Paula lo pensó durante un minuto, moviendo los labios de un lado a otro mientras reflexionaba.


—Bueno, poca cosa.


—¿La remolacha?


Paula negó con la cabeza.


—No. Les encanta. La cogen en el bar de ensalada y yo les dejo comerlas de postre.


Pedro se quedó silencioso durante un momento.


—¿Remolacha? ¿De postre?


Paula se encogió de hombros; ella también pensaba que sus hijas eran raritas.


—A mí no me preguntes.


—¿Las espinacas?


Paula sonrió levemente.


—No lo saben todavía, pero les echo espinacas en los zumos de frutas.


Pedro subió las cejas al oír eso.


—¿La col rizada?


Paula se encogió.


—Hago chips de col al horno y los engullen igual que otros niños comen patatas fritas.


Pedro suspiró, intentando pensar en algo que él odiara de niño.


—Bueno, ¿entonces qué es lo que no les gusta?


Paula rio suavemente, relajada en su presencia por primera vez desde que había vuelto a su vida.


—Bueno, no les chifla el tomate en la sopa. Pero casi siempre se lo comen. A veces lo echan a un lado. 


La admiración en los ojos de Pedro la hizo sentirse incómoda.


—¿Qué? —preguntó mientras la observaba.


Pedro miró a la increíble mujer que había delante de él, sin saber bien qué decir.


—Has hecho un trabajo excelente.


Paula se cruzó de brazos sobre el vientre. No quería aceptar sus alabanzas.


—Si no saben que se supone que no debe gustarles algo, los niños generalmente se lo comen todo.


Pedro negó con la cabeza.


—Eso no es verdad. Yo odiaba todo lo verde cuando era niño. Lo que más odiaba era el brócoli.


Paula rio.


—Vale, entiendo lo del brócoli. Ni siquiera a mí me gusta mucho.


Las niñas dejaron de bailar y miraron a su madre.


—¿No te gusta el brócoli? —preguntaron las dos, sorprendidas.


Paula les revolvió el pelo.


—Bueno, no como brócoli como lo prepara la abuela. —Se volvió hacia Pedro—. Esconde el brócoli en el diván de pollo y lo cubre de queso. Así que el brócoli que tanto les gusta es en realidad un medio de transporte del queso.


Las chicas asintieron con sus cabecitas a pesar de que no tenían ni idea de qué era un medio de transporte.


—Está muy rico, papi. Tienes que probarlo.


Pedro se agachó a su altura.


—Bueno, a mi tampoco me gusta mucho el brócoli, pero si creéis que debería probarlo, lo haré.


Las dos sonrieron radiantes y se abrazaron a su cuello, dándole una palmadita en el hombro.


—Te va a gustar. Te lo prometo. Y la abuela lo hace cuando se lo pedimos, así que le vamos a pedir que lo haga para la próxima vez que vayamos. —Se volvieron hacia su madre—. ¿Cuándo volvemos a casa de la abuela?


Paula se encogió.


—Oh, otra cosa —dijo inspirando profundamente—. Mi madre ha preguntado si podemos ir a una cena familiar. Quieren conocerte.


—¿Y averiguar cuáles son mis intenciones? —bromeó.


—Algo así —farfulló volviéndose hacia la nevera y sacando verdura para la ensalada. Cuando se dio la vuelta, se quedó atónita al ver a Pedro estirado en el suelo, listo para jugar a un juego de mesa con Alma y Aldana. Ambas lo tocaban mientras le explicaban cómo se jugaba. Con un pimiento amarillo y uno rojo en las manos, se le derritió el corazón un poco más por el padre de sus pequeñas.






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