domingo, 10 de julio de 2016
CAPITULO 12: (SEGUNDA PARTE)
—¡Eh! —susurró a Paula al entrar en el apartamento de su hermana por la cocina.
Patricia se dio media vuelta, con una taza de café en la mano.
Sonrió ampliamente cuando divisó al hombre que había tras su hermana.
—Todavía no te has cambiado, ¿eh? —bromeó, guiñándole un ojo al hombre en cuestión—. Buen trabajo.
Pedro se rio por lo bajo y se sintió aliviado en secreto de tener a alguien de su parte. No entendía el humor de Paula en ese preciso momento, así que iba a aceptar toda la ayuda que pudiera obtener.— ¿Se han portado bien las niñas? —preguntó Paula, ignorando la pregunta tácita de su hermana.— Han sido unos angelitos, por supuesto. —Echó una mirada hacia la habitación—. Pero el gato es otra historia. Había algo en el pienso de Odie y ha sido un peligro.
Paula suspiró.
—Pobre Ruffus.
Patricia se rio.
—Ruffus, no. Cena. Odie ha estado torturando al pobre cerdito toda la noche.
Paula hizo una mueca.
—Odie no está acostumbrado a que me vaya. No le gusta.
Patricia se encogió de hombros.
—Bueno, entonces mejor que hayas vuelto.
Como era de esperar, el gato en cuestión salió a la carrera de la habitación; obviamente había oído la voz de Paula.
Mientras otros gatos fingían ser los reyes de la casa, por encima de todo y de todos, Odie era el gatito de Paula. Maulló hasta que se agachó a cogerlo y después se acurrucó contra su cuello y su barbilla, dándole un buen maullido por dejarlo solo toda la noche.
Cuando el gato se hubo asegurado de que Paula estaba allí, saltó desde sus brazos y encontró una esquina donde darse un baño, empezando, por supuesto, por su trasero.
Paula subió la vista hacia Pedro, que lo observaba todo con irónica diversión.
—Lo siento. No tiene mucha dignidad.
Pedro soltó una risita, sacudiendo la cabeza.
—Tienes un perro, un gato y un cerdo.
—Y dos niñas —dijo Patricia metiendo baza y caminando de vuelta a su habitación—. Voy a ducharme. Las niñas se levantarán en…
La puerta se abrió y dos niñas adormiladas de pelo oscuro salieron, seguidas de cerca por un perro grande y desaliñado que rondaba sus manitas en un intento de que lo acariciaran.
—¡Hola cielos! —dijo Paula, agachándose y abriendo los brazos. Las caras de las dos niñas pasaron de adormiladas a entusiasmadas en cuanto vieron a su madre. Corrieron a sus brazos y enterraron las caritas en su cuello.
Paula se puso en pie con una niña en cada brazo.
—¡Ayer comimos palomitas! —exclamó Aldana, impaciente por contarle la noticia a su madre.
—¡Y el abuelo vino y nos dejó elegir la bebida que más nos gustaba!
«¿Eh?».
—¿Una bebida? —preguntó Paula—. ¿Qué había en la bebida? —Su padre era un barman fenomenal. Pero le gustaba hacer bebidas con alcohol. Nada que pudieran beber niñas de cuatro años.
—Le vimos mezclarlo y casi todo era ginger ale y ese sirope rosa que le gusta usar. Sabía a cereza —explicó Alma.
Las dos niñas parecieron sentir la presencia del otro hombre en la habitación a la vez.
Miraron alrededor y vieron al hombre, interesadas al instante.
—¿Quién es ese? —susurró Alma.
—Es grande —susurró Aldana a su vez.
—¿Es simpático? —preguntó Alma.
—¿Le gustan las palomitas? —quería saber Aldana.
Paula se echó a reír y abrazó más fuerte a sus pequeñas.
—Bueno, ¿qué os parece si vamos al apartamento y nos vestimos? Después haré el desayuno mientras nos conocemos todos.
Las niñas no se mostraron ni de acuerdo ni en desacuerdo. Aldana miraba fijamente a Pedro, curiosa.— Tiene los ojos del mismo color que nosotras —reparó.
El corazón de Paula se encogió con aquella observación excesivamente inteligente.
Pedro subió la ceja divertido y sorprendido mientras observaba a las tres señoritas charlando.
Estaba fascinado con todas ellas, pero sus ojos prestaban especial atención a las pequeñas. Estaban adormiladas y tenían el pelo revuelto, pero era del mismo color que el suyo.
Era su pelo, definitivamente. Y tenían los mismos ojos.
«¿Son distintas físicamente?». Una de las niñas tenía la cara un poco más alargada que la otra.
Y los ojos un poco más abiertos. La otra tenía más pecas.
Pero, aparte de eso, se parecían sorprendentemente.
—Vamos a darle un poco de tiempo a solas a la tía Pato y vamos a desayunar algo, ¿vale?
Las niñas seguían mirando fijamente al hombre como si estuvieran hipnotizadas por su presencia.
Paula miró a Pedro y supo que él estaba teniendo el mismo problema.
—Vamos, chicas —dijo empujando a las niñas por el corto pasillo.
Una vez en el interior, las dejó en el suelo.
—Venga, id a vestiros. Os veo aquí en un minuto.
Las niñas corrieron a su habitación; Ruffus ladraba detrás de ellas mientras seguía su rastro.
Cuando se cerró la puerta, se dio la vuelta y se situó frente a Pedro.
—Yo también voy a ponerme algo más cómodo —dijo, sintiéndose incómoda y tonta. Sobre todo porque recordaba que no llevaba bragas. Una milésima de segundo después, vio en sus ojos que él también lo recordaba. Los ojos de Pedro descendieron por su figura y Paula se quedó sin respiración, retrocediendo lentamente—. Voy a… —Tropezó con Cena y trató de recuperar el equilibro. Pero lo único que la salvó fueron las fuertes manos de Pedro. La cogió un momento antes de que cayera al suelo y la puso derecha.
Pero entonces sus manos descendieron, su cuerpo
reaccionó, y Paula no pudo detenerlo cuando la besó. Fue un beso lento, lánguido, intensificado por sus manos, que se movían por su cuerpo. Los dedos de Pedro exploraban la zona que debería haber estado cubierta por su ropa interior.
Cuando alzó la cabeza, le dio una palmadita juguetona en el
trasero.
—Sí. Ve a ponerte algo más… cómodo. —Entonces dio un paso atrás y se metió la mano en el bolsillo. El mismo bolsillo que contenía los restos de sus bragas negras de encaje favoritas.
Paula respiró hondo y dio media vuelta, casi corriendo a su habitación igual que habían hecho sus hijas hacía un momento.
Pedro se rio. Le encantaba la manera en que se derretía en sus brazos cada vez que la tocaba.
Pero no tuvo tiempo para regodearse en su triunfo porque los dos tesoritos salieron corriendo de la habitación.
—Ya hemos terminado —dijeron, mirándolo con sonrisas idénticas en sus caritas impacientes —. ¿Vas a hacernos el desayuno? —preguntó una de ellas.
Pedro se agachó a su altura.
—Me encantaría prepararos algo para desayunar, pero probablemente sería mejor que esperemos a vuestra madre para que nos prepare algo, ¿no os parece? —Casi se echó a reír cuando las dos arrugaron sus naricillas—. Mamá saldrá en un momento y sé que es muy buena cocinera. ¿Creéis que nos hará algo especial?
La niña a su derecha levantó los brazos.
—¿Me sientas en el taburete? —preguntó.
Pedro se quedó anonadado y preocupado de que no le tuviera miedo. Pero la cogió en brazos y la sentó en el taburete. Después giró y se encontró a la otra con los brazos levantados, pidiendo el mismo trato tácitamente. La sentó en el segundo taburete y dio la vuelta hasta el otro lado de la encimera.
—Vale, ¿qué vamos a desayunar? —preguntó.
—¡Donuts! —gritó Alma, levantando los brazos con entusiasmo.
—¡Galletas! —rio Aldana con nerviosismo, esperanzada.
—¡Gachas! —dijo Paula desde la puerta al salir ataviada con unos vaqueros y un jersey. Se había tomado un momento para ponerse pintalabios y rímel. No quería parecer tan demacrada delante de Pedro, que siempre estaba increíblemente viril y buenísimo.
Las expresiones en las caras de ambas niñas se desanimaron rápidamente.
—Nos hace gachas un montón de veces —dijo una de ellas.
Paula permaneció de pie detrás de sus hijas.
—Esta es Alma —le explicó a Pedro—. Y esta es Aldana. Puedes distinguirlas porque Aldana tiene más lunares de amor —dijo agachándose y besando las pecas de Aldana, haciendo que riera con nerviosismo. Paula se puso derecha y miró a Alma—. ¡Esta, —dijo con una mirada que prometía a Alma las mismas cosquillas mientras la niña empezaba a reírse e intentaba liberarse sin ganas—, tiene unos ojos de locura! —Entonces Paula se agachó y besó las bonitas mejillas de Alma.
Después se incorporó y anduvo alrededor de la encimera, cogiendo una manzana de la cesta.
—Chicas, ¿os acordáis de aquella vez en que empezasteis a preguntar por vuestro padre? ¿Y que yo no sabía exactamente dónde estaba? —preguntó mientras cortaba la manzana en cachitos.
—¿Es ese nuestro papá? —susurró Aldana, cubriéndose la boca con una mano regordeta mientras la emoción amenazaba con embargarlas a las dos.
—Sí —dijo Paula, dándole a cada niña unos pedacitos de manzana—. Este es vuestro papá. ¡Ha venido desde Roma, en Italia, para conoceros! —Esperaba que se emocionaran con eso, pero en realidad no sabían dónde estaba Roma—. Está muy lejos. De hecho, cuando les hablé de vosotras ayer, quería venirse corriendo y despertaros sólo para conoceros.
Las dos rieron con nerviosismo mientras se metían trozos de manzana en la boca.
—Es un hombre muy importante, pero ha sacado tiempo en su agenda porque piensa que las dos sois muy especiales.
Pedro puso una mano en su hombro, agradeciéndole la presentación y la explicación de por qué no había estado allí antes.
—Vuestra mamá tiene razón. Siento no haber estado aquí antes. Si hubiera sabido que estabais aquí, habría venido antes desde Italia —les dijo a las niñas, incluyendo a Paula en su declaración.
Las niñas lo miraron, sin saber bien qué decir. Parecían un poco embelesadas, pero sus peques nunca se quedaban sin palabras. Cuando las dos se miraron, Paula supo que Pedro podría estar en un lío. Como era de esperar, las preguntas empezaron un momento después.
—¿Nos vas a llevar al parque hoy?
—¿Podemos ir a Italia la próxima vez que vayas? Nunca hemos ido a Italia.
—¿Vas a vivir aquí?
—¿Vamos a vivir todos en tu casa?
—¿Puede venir Ruffus? Tiene que venir.
—¿Puedo llamarte papi?
Paula se quedó atónita ante todas sus preguntas, pero debería haber sabido que su curiosidad sería prácticamente abrumadora. Las preguntas sobre Italia y sobre vivir con él más o menos le rompieron el corazón, pero se concentró en cortar trozos de manzana. Si cortaba pedazos muy precisos, no tendría de qué preocuparse. Podía centrar toda su mente únicamente en la manzana, en el cuchillo y en cortar trozos del tamaño de un mordisquito que sus pequeñas pudieran comer con seguridad. Las pequeñas que… no podía pensar en ello.
Cuando sintió una mano fuerte y cálida cubriendo la suya, paró de cortar. Pero no alzó la mirada. Se percató de que había un silencio en la habitación que casi nunca se producía cuando las niñas estaban por allí.
Miró a Pedro y vio una mirada en sus ojos que le decía que todo iba a salir bien. ¿Pero cómo?
Iba a perder a sus hijas. A partir de ese momento querrían estar con él. Las había tenido durante cuatro años, pero él querría tener el mismo tiempo.
Pedro negó con la cabeza, como si pudiera leerle la mente.
Paula inspiró profundamente, sintiendo el pecho de él contra su espalda. Se apoyó en él, diciéndose que sólo necesitaba un momento, un segundo de su fuerza. Pero entonces la envolvió con los brazos y ella suspiró. Se dijo que solo estaba cansada. La había mantenido despierta toda la noche haciéndole el amor y estaba exhausta.
Al alzar la mirada, se percató de que las niñas la observaban atentamente con los ojos azules como platos.
—Ningún hombre había tocado antes a mamá —susurró Alma con una sonrisa enorme en el rostro. Se inclinó hacia delante y dio un codazo a Aldana, que también asentía.
—Comeos la manzana —les dijo a las dos con gesto serio antes de alejarse de Pedro.
—No podemos comernos todas esas manzanas, mamá —dijo Alma. Paula miró la pila enorme de trozos de manzana que había enfrente de cada niña.
—Creo que se te ha ido un poco la mano con las manzanas, mia cara —le susurró al oído.
Paula intentó combatir el deseo que se apoderó de ella cuando el aliento cálido de Pedro acarició su oreja, pero no pudo ocultar un escalofrío. Puesto que estaba detrás de ella y muy cerca,
Pedro lo sintió. Un instante después, su mano le rozó el trasero y ella se quedó sin respiración. Miró de reojo a las niñas para ver si se habían percatado de su caricia. Como era de esperar, soltaban risitas mientras mordisqueaban los pedacitos de manzana.
—¿Qué queréis desayunar? —preguntó para cambiar de tema y alejarse de las perturbadoras manos de Pedro.
—¡Donuts! —dijo Aldana.
—¡Galletas! —exclamó Alma.
Paula sacó huevos de la nevera.
—Como hoy es un día especial, no haré gachas.
Las dos niñas alzaron las manos en el aire y vitorearon, contentas. Paula se limitó a poner los ojos en blanco y cascó los huevos.
—¡Os gustan las gachas! —discutió.
Las niñas se volvieron hacia su recién descubierto padre.
—No nos deja echarle azúcar moreno a las gachas como hace Pao.
—El azúcar moreno no es buena para vosotras —argumentó Paula.
Alma cogió otro pedazo de manzana.
—La tía Patricia dice que el azúcar moreno es como esparcir felicidad.
Paula puso los ojos en blanco.
—La tía Patricia ni siquiera echa azúcar moreno a las gachas.
—La tía Patricia solo bebe café para desayunar —le explicó Alma a Pedro.
—El desayuno es la comida más importante —comentó, fascinado por la conversación. Estaba descubriendo deprisa que Paula era una madre ejemplar que daba a sus hijas alimentos saludables, y ambas tenían unos modales maravillosos—. A mí me encanta el desayuno.
Paula volvió la vista atrás, dándole las gracias silenciosamente por apoyarla, aún a sabiendas de que él raramente desayunaba. De hecho, casi todas las mañanas prefería una carera brutal en la cinta o con pesos antes de que el sol considerara siquiera asomarse por el horizonte.
Después solo le quedaba tiempo para un café antes de sus reuniones. O así eran las cosas cuando estaba con él hacía
cinco años.
Se ruborizó al pensar en las mañanas en que se saltaba su entrenamiento para pasar más tiempo en la cama con ella.
—¿Qué se te acaba de pasar por la cabeza? —preguntó dando un sorbo a su café.
Paula sacó champiñones, aceitunas y espinacas de la nevera.
—Nada —dijo, centrándose en picar la verdura que echaría a la tortilla.
Pedro rio por lo bajo. Un sonido profundo, sexy, que le decía que él sabía exactamente lo que se le había pasado por la cabeza. O que tenía unas cuantas ideas de donde elegir.
Paula se concentró en preparar el desayuno y repartir los huevos entre cuatro platos.
También cogió un montón de manzana y se sentó en la mesilla junto a la ventana.
—Venga, señoritas —dijo bajando a Aldana del taburete para que se sentara a la mesa. Giró para bajar a Alma, pero Pedro ya estaba en ello. Intentó bajarla al suelo, pero ella tenía otras ideas. Se colgó de él y observó su rostro, tocándole las mejillas con sus manitas regordetas, sintiendo los pinchos de su barba, que aún no se había tomado el tiempo de afeitarse aquella mañana.
—Pinchas —dijo ella.
Paula se quedó inmóvil, observando cómo su pequeñita descubría a su padre por primera vez. Durante un momento le costó respirar y tuvo que parpadear varias veces para contener las lágrimas.
Se dio cuenta de que a Pedro también le había conmovido el simple roce. Se quedó ahí de pie, dejando que su hija lo tocara. Era la primera vez que la cogía en brazos y fue una experiencia muy intensa.
Pedro miró fijamente a unos ojos exactamente iguales que los suyos. ¡No podía creerse que aquella fuera realmente su hija! ¡Era diminuta! Tan niña con sus vaqueros rosas y su camisita rosa de lunares.
En ese momento sonó el teléfono, interrumpiendo la escena.
Paula dio un respingo y cogió el teléfono con las dos manos.
—¿Dígame?
—Paula, soy yo —dijo su madre—. ¿Qué es eso que he oído de que el padre de las niñas ha venido a la ciudad? —inquirió.
—¿Te ha llamado la tía Mary?
—Ayer —dijo secamente—. Estuve todo el día esperando noticias tuyas, pero no llamaste. Ni siquiera un mensaje. Y anoche, Patricia estaba cuidando de las niñas para que tú pudieras hablar con el hombre que… —se detuvo a mitad de la frase—. Mañana venís todos a cenar. El tío Juan ya tiene algo en el horno para ahumar, y tu padre —hizo otra pausa, suspirando—, bueno, tráelo y no le avises sobre los mejunjes de tu padre. Le sonsacaremos más si está un poco… relajado.
Paula se rio a pesar del caos y el cansancio de su vida.
—¿Que no le avise? ¿Es eso justo? —Miró a Pedro para darse cuenta de que el la observaba con la misma atención.
—Ya sabes lo que digo sobre eso, jovencita —respondió su madre.
—En el amor y en la guerra todo vale —respondió Paula, incapaz de apartar los ojos de la mirada de Pedro.
—Exacto. Y no tenemos ni idea de qué es esto. Así que tráelo y le sacaremos la información.
—Mamá…
—Paola y Manuel también estarán aquí. Sale de cuentas dentro de poco, así que tiene que relajarse. ¿Vas a decirle que se tome estos días y que se relaje?
Paula se rio sacudiendo la cabeza.
—Paola hará lo que quiera, mamá. No voy a poder convencerla de lo contrario.
La respuesta de su madre fue hacer un ruido poco femenino y las dos niñas supieron exactamente qué ocurría. Sobre todo porque la madre de Paula hablaba lo suficientemente alto como para que oyeran la conversación a través del teléfono. Cosa que quería decir que Pedro también la oía.
Paula se volvió ligeramente para no tener que mirarlo.
—Vale. Bueno, las niñas están desayunando y después vamos a llevarlo al parque. ¿A qué hora mañana? —A las seis. Y no lleguéis tarde. Necesitamos tanto tiempo como sea posible para averiguar qué intenciones tiene ese hombre.
Paula alzó la vista y percibió la diversión de Pedro, únicamente visible en sus ojos.
—Entendido. Hasta mañana. —Colgó el teléfono y lo dejó a un lado—. Lo siento —le dijo. Las dos niñas comían su tortilla y se dio cuenta de que Pedro había entendido que tenía que cortarles la comida. «¡Bien por él!»
Entonces miró hacia abajo. «¡No, mal!»
Quería sacudir la cabeza, pero sabía que tendría que ocultarle sus reacciones. No estaba segura de si quería que fuera un buen padre para que las niñas tuvieran un padre estupendo del que pudieran depender o si quería que fuera un padre horrible para poder mantenerlo alejado de sus niñas y tenerlas para ella sola durante más tiempo.
Sabía lo que debería esperar, pero no era tan buena persona. Era egoísta y horrible; debería ser más sensata que como para esperarse lo peor para poder tener sus niñas para ella sola. Tendría que limitarse a proteger su corazón de alguna otra manera.
Después del desayuno, los cuatro, y Ruffus, anduvieron hasta el parque. Las niñas estaban impacientes por enseñarle todo sobre sus vidas; incluso se pelearon por ver a cuál empujaría en el columpio su nuevo papá. Pero este puso fin a la discusión fácilmente empujándolas a las dos a la vez.
Hacia la hora de la comida, Patricia les llevó una cesta de picnic y los cinco comieron un almuerzo delicioso en una manta donde las niñas pudieron seguir haciéndole preguntas a Pedro. Se quedó cautivada cuando empezó a enseñarles italiano y a hablarles de Roma y de las ciudades en Italia a las que quería llevarlas. Hasta que sus ojitos empezaron a cerrarse las preguntas no redujeron la velocidad. Las niñas se durmieron en la manta con Ruffus acurrucado entre ellas.
Cuando Pedro subió la vista hacia ella por encima de las dos niñas dormidas, supo que la había pillado.
—Aquí es más seguro, ¿eh? —sugirió.
Paula se ruborizó. Sabía que las niñas estaban cansadas, sobre todo después de las emociones de todo el día. Pero no las había llevado a casa para la siesta. No quería quedarse a solas con Pedro mientras dormían. Así que, sí, era más seguro en el parque donde las otras madres vigilaban a sus hijos en los columpios.
El resto de la tarde fue relajante, y Paula se sorprendió al encontrarse haciéndole preguntas a Pedro. Quería saber qué había hecho durante los últimos cinco años. Él se lo contó, aunque le dio detalles sobre su negocio, sin hablar demasiado sobre su vida personal. Y eso le parecía bien.
Ella le dio las mismas respuestas cuando él le preguntó, ignorando todo lo que no quería contestar. Como las preguntas sobre su vida amorosa. De ninguna manera iba a decirle a aquel hombre que no tenía vida amorosa. No había tenido el valor de aventurarse en el mundo de las citas otra vez, pero tampoco se había cruzado con ningún hombre que la hiciera sentir tan viva como lo había hecho Pedro. De modo que nunca se había molestado en hacerlo.
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Cómo me gusta esta parte. Me encanta.
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