domingo, 10 de julio de 2016

CAPITULO 10: (SEGUNDA PARTE)





Ella sintió escalofríos ante la autoconfianza absoluta que había en su voz.


—Yo no te quiero, Pedro. Aquellos sentimientos murieron hace varios años.


La sonrisa de Pedro se agrandó y llegó a pensar que tal vez se reiría de ella.


—Voy a disfrutar demostrando que lo que afirmas es erróneo. Desde esta misma noche.


Paula dio un paso atrás de manera automática.


—No lo creo —dijo firmemente. Dio un sorbo a su vino—. Solo he venido a hablarte de tus hijas, a responder cualquier pregunta que pudieras tener sobre ellas y después me voy a casa. Ya solucionaremos un acuerdo de custodia en otro momento.


Pedro ya hacía un gesto negativo con la cabeza antes de que terminara aquella frase.


—Tengo muchas, muchísimas, preguntas sobre esas dos niñas. Va a llevarme toda la noche antes de que mi… curiosidad se aplaque temporalmente.


Paula sabía exactamente qué le pasaba por la cabeza y se negó rotundamente con un gesto.


Por desgracia, su cuerpo ya estaba temblando ante la mera idea de Pedro interrogándola. Sabía que pretendía hacerlo en la cama y, simplemente, no podía permitirse llegar hasta allí. Otra vez no. Era un amante letal.


—Aléjate, Pedro —le advirtió. Pero fue ella la que se alejó. Sabía que darle una orden era inútil, pero lo hizo de todos modos—. Pedro, no vamos a… —No pudo terminar aquella frase porque el brazo de este salió disparado y rodeó su cintura, atrayendo el cuerpo mullido de Paula contra su dura longitud.


—Bien, ¿qué decías? —preguntó, pero no esperó a oír sus palabras. Inclinó la cabeza y empezó a darle besitos a lo largo del cuello, haciendo que su cuerpo palpitara de deseo.
Intentó recordar lo que quería decir, pero sus manos ya no lo alejaban de ella. Cada vez que movía la boca, encontraba otro punto sensible. Empezaba a darse cuenta de que cada célula de su cuerpo era, probablemente, un punto sensible donde Pedro hacía que su lujuria se volviera loca.


—No… —suplicó, pero entonces él alzó la cabeza y ella gimió.


—Voy a hacerte el amor esta noche, Paula —le susurró Pedro al oído un momento antes de morderle el lóbulo de la oreja.


Ella se sobresaltó al sentirlo, pero eso hizo que se apretara más contra Pedro.


—No —le dijo, pero ladeó la cabeza, dándole paso.


—Ah, mia amore, no quieres que pare, ¿verdad? —preguntó mientras bajaba lentamente la cremallera de su vestido negro con la mano y subía los dedos por su piel desnuda. 


Ella gritó, dejando caer la cabeza hacia atrás y asiendo la camisa de Pedro con las manos.


—Dime que pare, Paula —ordenó, mientras acariciaba la piel de su espalda con los dedos.


Con un movimiento diestro, soltó la hebilla de su sujetador y tiró de los costados del vestido hacia delante, enganchando con los dedos las delicadas tiras del sujetador.


Pedro se echó ligeramente hacia atrás y Paula se quedó inmóvil, con pánico en la mirada al pensar que tal vez se detendría.


—¡No! —casi gritó, pero él no se detuvo. Se dio cuenta de ello en el momento en que se topó con su mirada. 


Únicamente se estaba moviendo para poder verla, para mirar sus pechos desnudos al caer el vestido y el sujetador al suelo, alrededor de sus pies. La dejó únicamente en su ropa interior de encaje negro y tacones negros.


—Dio, eres hermosa —gruñó un momento antes de cubrir la boca de Paula con la suya.


El mundo de Paula dio un vuelco, pero no se dio cuenta de que Pedro la había cogido en brazos. Seguía besándola mientras la llevaba escaleras arriba, pero en el momento en que se detuvo, Paula pudo mirar a su alrededor.


—¿Qué estás…? —Se encontraban en una escalera curva con una araña de cristal brillando sobre sus cabezas.


Pedro dejó caer sus piernas y la empujó contra la pared.


—¿Quieres que pare? —preguntó mientras su erección presionaba el vientre de Paula y sus manos se deslizaban hacia arriba, ahuecando sus pechos y atormentando a sus pezones con los pulgares.


Si Paula tenía oportunidad de parar, esta se vio anulada con sus manos expertas y cuando sus dientes mordisquearon su clavícula. Pedro sabía cómo volverla loca y en ese momento estaba utilizando cada pizca de información sobre ella. 


Paula se estremeció y jadeó cuando él subió por su cuello, pellizcándole suavemente el pezón con el índice y el pulgar.


—¡No! ¡No, por favor, no pares! ¡Ni se te ocurra parar! —suplicó.


—¡Rodéame con tus piernas! —ordenó. Cuando no fue lo bastante rápida, las manos de Pedro cayeron desde sus pechos y este levantó sus piernas, envolviéndose la cintura con ellas—. No las apartes o pararé —le dijo. La levantó en sus brazos, lo bastante alto como para poder enganchar la boca a su pecho, succionando fuerte. Paula se perdió de nuevo en el delirio de placer de su amar experto.
—Agárrate a mí, mia amore —le dijo mientras la levantaba con más firmeza. Se movía por un largo pasillo y Paula no sabía adónde iban ni le importaba, siempre y cuando continuara tocándola de aquella manera. Envolvió su cuello con los brazos y presionó su entrepierna contra la erección de Pedro, recordando cómo la calentaba despiadadamente, a sabiendas de que averiguaría como moverse para que no la atormentara más. Utilizó todos sus recuerdos mientras la acarreaba; la fricción de sus cuerpos con el caminar de Pedro la estaba volviendo aún más loca.


Él rio cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo Paula. Sus manos se movieron desde su espalda hasta su trasero, levantándola más alto.


—Oh, no, preciosa mía —dijo moviéndose para que ella no pudiera seguir frotándose contra él—. Vas a conseguir tu placer, pero estaré bien dentro de ti para cuando eso ocurra.


Ella sacudió la cabeza; se sentía fuera de control. Intentó contonearse contra él, apretando la mandíbula abrumada por el deseo.


—No puedo esperar, Pedro —jadeó, intentando apretarse contra él de cualquier manera que pudiera—. No puedo. Ha pasado demasiado tiempo —suplicó.


Pedro irrumpió en una habitación y por poco Paula gritó aliviada cuando se dio cuenta de que por fin había una cama detrás de ella. La tumbó; después se puso en pie mientras se arrancaba la ropa, pero ella no soltaba las piernas alrededor de su cintura. Ya había ido demasiado lejos como para dejarlo marchar ahora.


—Date prisa —le suplicó, alcanzándole y tirando de su camisa por fuera de los pantalones mientras él se quitaba la corbata del cuello con un latigazo. Paula ni siquiera se molestó con los botones; dejó que sus dedos se sumergieran bajo la camisa. Pero su piel cálida tampoco era suficiente. Nada era suficiente. Sus dedos hurgaban en la hebilla del cinturón de Pedro. Cuando intentó apartar las manos de éste, él se rio y la agarró por las muñecas, sujetándolas por encima de su cabeza mientras, con la otra mano, cogió protección antes de liberar su miembro erecto.


—Dímelo —ordenó acercándola mas hacia sí.


—¿Qué? —jadeó ella, intentando atraerlo hacia sí.


La mano de Pedro se deslizó por su cuerpo y se detuvo en el encaje negro. Un instante después, rompió el tejido con la mano y la sumergió en la calidez de su entrepierna.


—¡Paula! —gritó. Inclinándose más, cubrió su boca con un beso mientras se sumergía más profundamente en su cuerpo. Sentía las manos de ella en las caderas, adentrándolo más; cerró las piernas alrededor de su cintura mientras él intentaba controlar la situación e ir más despacio. 


Pero hacía demasiado tiempo y la deseaba con demasiada intensidad. Solo aquella mujer, solo Paula, podía volverlo salvaje de esa manera.


Paula sentía que todo en su interior se tensaba. Su cuerpo palpitaba deliciosamente a la expectativa. Pero cuando él la penetró, ella se deleitó en lo perfecto que le sentía, maravillosamente completo y pleno. Quería que aquello durase para siempre. Quería sentirlo así y no moverse nunca.


Pero lo hizo y ella gritó. Su clímax llegó demasiado pronto y con demasiada intensidad. No pudo controlarlo. Paula temía morir de aquel increíble placer. Se quedó sin sentido, casi enloquecida.


Cuando él se quedo inmóvil y cayó sobre ella, supo que estaba en un problema muy serio.


Pedro se apoyó en el colchón, intentando dejarle espacio y no aplastarla. Era tan esbelta, tan guapa. No podía creerse cómo le hacía perder el control de esa manera.


—¿Estás bien? —preguntó. Se apartó y se quitó lo que le quedaba de ropa. Después volvió a la cama y la apretó contra su cuerpo. Con Paula de vuelta en sus brazos, se sentía en la cima del mundo.


Sus dedos se enredaron en el pelo de ella, alisando los sedosos mechones castaños.


Paula trató de contener las lágrimas. No quería darle nada más. No había sido capaz de aguantarse u ocultar nada con aquel nombre. No iba a darle también sus lágrimas.


Cuando él se giró sobre el costado y la miró a los ojos, vio que le temblaba el mentón.


—¿Paula? —preguntó dulcemente. Algo en su interior se sintió mal—. Paula. Háblame, amore. ¿Estás bien? ¿Te he hecho daño?


Ella negó con la cabeza. Quería que dejara de ser tan amable. No quería que fuera amable. No quería que fuera atento, ni agradable, ni simpático ni nada bueno. Necesitaba que fuera cruel con ella para poder tener algo con lo que justificar su rabia. Eso era lo único que la había ayudado a pasar los primeros años, y ahora lo necesitaba desesperadamente.


—No te amaré —le dijo mientras se le llenaban los ojos de lágrimas—. No lo haré otra vez. No lo haré y no puedes obligarme.


Pedro se quedó atónito tanto por su afirmación como por las lágrimas en sus ojos. Odiaba las lágrimas. Podía lidiar casi con cualquier cosa, pero las lágrimas… lo agotaban.


—Paula —gimió y se inclinó hacia ella, besando sus lágrimas con suavidad. Aquello sólo hizo que llorase más.


Paula rodeó con los brazos al hombre que la reconfortaba. El mismo hombre que provocaba su dolor. No entendía cómo ni por qué lo necesitaba, pero no quería que la soltara. No después de lo que acababan de compartir.


Sin embargo, hablaba en serio con lo que acababa de decirle. No iba a amarlo. Mantendría su corazón a salvo de que aquel hombre volviera a hacerle daño. No tenía ni idea de cómo mantener una relación con Pedro sin enamorarse de él, pero esta vez estaba decidida a hacerlo. Tenía que hacerlo.


La última vez, se había enamorado tan perdidamente de él que casi le resultó imposible recuperarse del golpe. No podía hacer pasar por eso a sus hijas. Ni tampoco a sus hermanas.


La respuesta de Pedro fue atraerla más hacia sí, besarla con tanta delicadeza que casi dolía. No en el exterior donde podía verse, sino en el interior, donde ella luchaba contra sus sentimientos con cada fibra de su ser.


La primera vez que hicieron el amor, el sexo había sido salvaje, fuera de control. Pero aquella vez, a medida que Pedro la besaba, deslizándose hacia abajo por su cuerpo y tratando de reconfortarla de la única manera que sabía, el deseo era igual de fuerte, igual de apasionado. Sin
embargo, se tomaron su tiempo, exploraron; ambos trataron de mantener el control con sus besos y caricias.


Paula creyó que había ganado cuando lo sujetó por los hombros y trepó encima de él, montando a horcajadas sobre su pecho. Pero Pedro siempre tenía el control en lo que respectaba al sexo. Agarró sus caderas con las manos y la echó hacia atrás, moviendo su cuerpo contra el de ella hasta que la tuvo exactamente donde la quería. Cuando Paula apoyó las manos sobre su pecho para acogerlo en el interior de su cuerpo por segunda vez, su boca formó una o mientras el resto de su cuerpo temblaba, se agitaba y sentía escalofríos, deleitándose con aquella invasión.


Paula intentó marcar el ritmo y, al principio, él la dejó. Se movía despacio, levantándose para después volver a acogerlo en su cuerpo una vez más. Tan despacio que se mordió el labio mientras aumentaban sus temblores. Las manos de Pedro se movieron por su cintura, ahuecándole los pechos.


Cuando volvió a tentar sus pezones con los pulgares, Paula gritó y dejó caer la cabeza hacia atrás, pero él no cesó su increíble tortura.


Cuando él no pudo soportar más sus embestidas lentas y constantes, la alzó en sus brazos con los cuerpos aún conectados, y se dio la vuelta para volver a tenerla debajo. 


Con embestidas seguras y fuertes, Pedro aumentó el ritmo, más alto, más rápido. La creciente intensidad hizo que cada vez se estremeciera con más fuerza.


Paula intentó contenerse. No quería que él marcara el ritmo. 


No quería que volviera a controlarla. Pero él era demasiado fuerte y conocía muy bien su cuerpo. Incluso después de todos esos años, aún sabía cómo moverse, cómo cambiar de postura para volverla loca.


—Vente por mí, Paula —gruñó acercándose más a ella con la espalda y la frente bañadas en sudor mientras él se debatía para contener su propio placer hasta que llevara a Paula al suyo—. ¡Ahora! —urgió.


Ella negó con la cabeza, pero él volvió a moverse, llevándose la mano abajo, donde sus cuerpos estaban conectados. Aquello fue todo lo que hizo falta. El cuerpo de Paula estalló a la orden de Pedro y ella únicamente pudo esperar, rezando para que la mantuviera a salvo mientras se dejaba ir flotando en el orgasmo más intenso de su vida.







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