domingo, 10 de julio de 2016
CAPITULO 11: (SEGUNDA PARTE)
—Tengo que irme a casa —susurró en la oscuridad.
Ya era casi de día y no había dormido nada. Llevaban demasiado tiempo separados y cada vez que se tocaban, sus cuerpos ansiaban más. Mirando el reloj, se sentía como si todo su cuerpo fuera un charco derretido de deseo consumido, pero también sabía que sus peques la buscarían tan pronto como se levantaran en una hora más o menos.
—Voy contigo —dijo incorporándose. La fricción del vello de su pecho contra la espalda de Paula hizo que esta jadeara y se apartara. Pedro supo al instante lo que había hecho y se rio por lo bajo; el sonido se intensificaba en la oscuridad de la habitación—. Lo siento —dijo, pero se inclinó y besó su espalda, demostrando que no lo sentía en absoluto—. Vamos, preciosa —dijo levantándola en brazos y llevándola hasta el cuarto de baño. Paula no tenía ni idea de cómo era capaz de ver en la oscuridad. Se limitó a abrazarse a su cuello y dejar que hiciera; se sentía demasiado débil como para luchar contra él en ese momento.
—Necesito ducharme sola —dijo cuando soltó sus piernas. Pedro mantuvo un brazo alrededor de su cintura y Paula se apoyó sobre él, incapaz de sostenerse derecha.
—Ni lo sueñes —le dijo él, tomando sus manos y conduciéndola bajo el chorro de agua caliente.
— No, en serio, Pedro —dijo estremeciéndose al ver la promesa en sus ojos—. Tengo que irme a casa con las niñas. Se asustarán si no estoy allí. No van a entenderlo.
La mirada de Pedro cambió al instante. Se quedó algo estupefacto durante dos segundos enteros. Entonces, una expresión de asombro iluminó su mirada.
—Hijas. —Dijo la palabra como si estuviera probándola para ver si le quedaba grande—. Soy padre —rio, sacudiendo la cabeza. Le pasó el jabón y le dio varios metros de espacio en la ducha.
Resultaba fácil, ya que había unos veinte chorros y el cuarto de baño era enorme. Ella nunca había estado en un baño así, ni siquiera en el ático que Pedro tenía en Roma hacía cinco años.
Paula cogió el jabón y se frotó todo el olor de su noche juntos, dando la espalda a Pedro para no tener que verlo, para no tener que ver su cuerpo. Ya estaba demasiado excitada por aquel beso y la manera en que el pecho de él había tocado su espalda. No podía lidiar con la desnudez de Pedro así, enfrente de ella.
Se duchó rápidamente, se enjabonó el pelo y lo aclaró.
Después, se envolvió en una enorme toalla, pero se detuvo sobre sus pasos al llegar a la habitación.
—¿Qué pasa? —preguntó mientras se ponía unos vaqueros.
Paula se mordió el labio, sintiendo cómo se ruborizaba.
—Mi vestido y mi sujetador. Están abajo, en el salón —explicó.
Pedro se quedó anonadado durante un momento, pero entonces una sonrisa se formó con lentitud en su bonito rostro.
—Bajo a cogerlos —le dijo.
Ella asintió, agradecida cuando por fin cogió una camiseta y se la puso, cubriendo todos aquellos deliciosos músculos. Encontró su ropa interior, pero se enrojeció al ver los retazos de encaje desgarrado que quedaban. «Esta noche hemos estado realmente fuera de control, ¿no?».
Arrugó el encaje en su puño cuando lo oyó llegar de vuelta a la habitación. Le dio el sujetador y el vestido. Ambas prendas se veían peculiarmente sensuales colgando de sus fuertes dedos.
—Gracias —susurró; después le dio la espalda para ponerse el sujetador y el vestido.
Cuando volvió a ponerse de frente a él, vio el ardor, la lujuria prácticamente enloquecida que acechaba en sus ojos.
—¿Qué? —susurró, sintiendo que su cuerpo respondía con el mismo ardor, con la misma necesidad apremiante.
—No te has puesto bragas –dijo caminando hacia ella—. Sabes cuánto me gusta eso. —Paula también recordaba la noche en que le había quitado la ropa interior justo antes de salir a cenar. Se había pasado toda la cena sentada, charlando con él y con los conocidos de los negocios que se habían parado en su mesa, plenamente consciente de que no llevaba bragas durante todo el tiempo. Él también lo sabía y había disfrutado cada momento.
Tendió las manos hacia delante, con el trozo de encaje desgarrado en la derecha.
—No, Pedro. Tengo que volver con mis niñas. No me he puesto bragas porque las rasgaste ayer.
Pedro se detuvo sobre sus pasos, pasando los ojos a su mano, de donde colgaba el encaje. Lo cogió y se metió los retales en el bolsillo.
—Ya hablaremos de esto más tarde —prometió.
Le pasó los zapatos negros y le dio unos momentos para ponérselos antes de cogerla de la mano y conducirla fuera de la habitación.
—Cuéntame más sobre nuestras niñas —dijo asintiendo a su equipo de seguridad—. ¿Qué les gusta hacer? ¿Les has hablado de mí? ¿Cuál es su comida favorita? Tendré que decirle a mi ama de llaves qué prepararles para cenar.
Paula apretó su mano mientras él le abría la puerta de la limusina.
—Pedro, no saben nada de ti.
Éste se quedó helado y bajó la vista hacia ella.
—¿Por qué no?
Paula suspiró y trató de zafarse de su mano, pero no la soltaba.
—Porque no me devolviste las llamadas hace cinco años. No sabía si alguna vez formarías parte de su vida. Son pequeñas. No entenderían por qué no querrías ser su padre.
Pedro suspiró profundamente. Entendía lo que quería decir, pero no tenía por qué gustarle.
—Me parece justo. —Iba a ayudarla a subir al vehículo cuando se detuvo; se le estaba ocurriendo otra pregunta—: ¿Les habrías hablado de mí?
Paula alzó la vista hacia él y sonrió con ternura.
—Sí. Si hubieran crecido y quisieran saber quién era su padre, se lo habría dicho. Incluso las habría ayudado a ponerse en contacto contigo. —Vio que los hombros de Pedro se relajaban y supo al instante lo importante que era para él.
—Gracias —dijo en voz baja, ahuecando su mejilla.
Se deslizó en el asiento trasero y posó las manos sobre su regazo. Intentó relajarse, pero tenía que admitir que estaba nerviosa.
—¿Estás bien? —preguntó Pedro cuando arrancó el coche y se alejó por la larga entrada de coches.
—Estoy bien —respondió ella, pero no podía mirarlo directamente. Estaba asustada. Tenía miedo de que sus hijas descubrieran quién era su padre y no la necesitaran más. Habían sido todas suyas durante tanto tiempo. Claro que las había compartido con sus hermanas, y que el resto de la familia habían sido de gran ayuda cuidándolas. Pero Alma y Aldana eran sus niñitas. Era ella quien había tomado todas las decisiones en última instancia.
En quince minutos, aquello iba a cambiar. Ya no tendría el control total sobre sus pequeñas vidas. Ya no recibiría ella todas sus sonrisas, todos sus abrazos. Tendría que compartir a sus nenitas con aquel hombre. El hombre al que se negaba a amar. El hombre al que no podía volver a hacer sitio en su corazón.
Pero Alma y Aldana lo querrían. «¡Sí, sé que lo querrán muchísimo!». Les encantaría tener un padre y lo querrían por sí mismo. Él podía darles tanto, cosas que ella no podía proporcionarles.
Debido a su negocio, tenía más tiempo que muchas otras madres para pasarlo con ellas, pero incluso eso iba a cambiar. ¡Tendría que compartir ese tiempo con Pedro!
—Eh —dijo este, sintiendo su nerviosismo—. Todo saldrá bien —le aseguró.
Paula volvió la cabeza. No quería oírle consolarla. Él no tenía ni idea de lo que estaba pasando, de cómo aquel encuentro y todos los cambios subsiguientes que se producirían en su vida iban a destruir su pequeño mundo feliz.
Pedro vio su tensión y no supo cómo aliviarla. Únicamente sabía dos cosas. Iba a conocer a sus hijas e iba a mantener a aquella mujer en su vida. Las tendría en su casa, bajo su techo, al terminar el día.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario