jueves, 30 de junio de 2016

CAPITULO 8 (PRIMERA PARTE)





Un momento después, conducía a Paula a través de los largos pasillos y la introducía en el asiento trasero de una limusina que esperaba. Era todo muy surrealista, pensó. 


Entonces echó una ojeada a Pedro, sentado junto a ella. Todo lo que había sentido en el despacho de aquel juez volvió a ella. La intensidad, la forma de aligerarse los problemas del mundo. No se debía a que aquel hombre hubiera aceptado ayudarla con la sede de la empresa de catering y la amenaza a su existencia. Era mucho más que eso. No lo entendía del todo. Y de una forma extraña,
aquella sensación la aterrorizaba más que ninguna otra.


Pedro la miró en ese momento y el calor que sentía ella se reflejó en sus ojos. Sin embargo, no ocurrió de inmediato. Él lo había aparcado, lo había ocultado con lo que ella sospechaba era un fuerte autocontrol. Pero cuando él vio aquella necesidad reflejada en sus ojos, fue como si apenas pudiera impedir que la llama de su propio deseo se encendiera, fuera de control.


Pedro no había pretendido que aquel beso de bodas se saliera de madre. Pero al ver la llama en los ojos de Paula y sentir su cuerpo temblando junto a él incluso cuando ella trataba de ocultarlo, se sintió sin fuerzas contra la magnética fuerza de atracción de sus suaves curvas. La súplica en sus ojos era la misma que sentía él y no pudo detenerse cuando la cogió sobre su regazo y cubrió su boca con un beso.


En el despacho de Jim la había besado suavemente, probando sus labios, sintiéndolos temblar. Pero ya no podía aguantarse más. Estaban solos y, de alguna manera, el certificado de matrimonio que acababa de firmar le golpeó con fuerza.


¡Aquella mujer tierna y seductora de ojos que lo atravesaban hasta el alma era suya!


¡Aquella era su mujer! Sin importar cuántas veces se dijera que sólo era algo temporal, que Paula no podía ser tan dulce y compasiva, que no era más que una actriz ejemplar, la deseaba. Y la poseería. No podía dejar de besarla, de tocarla…


Sus dedos retiraron con facilidad la chaqueta blanca de seda y encontraron la redondez de sus pechos oculta bajo el elegante traje. La camisola de seda parecía más una pieza de arte que un trozo de tela mientras el material trataba de aferrarse a sus magníficos pechos. Quería quitársela de un desgarrón, descubrir lo que se ocultaba debajo. De hecho, la tela lo estaba enfadando porque escondía lo que más deseaba ver. Sacándole la chaqueta de un tirón, deslizó un tirante por su hombro mientras sus ojos se deleitaban en un pecho perfecto. La punta rosa se erguía hacia él, suplicándole que la metiera en su boca. Se resistió durante una fracción de segundo antes de curvar los dedos alrededor de la exuberancia mientras su boca se enganchaba a su pezón, chupando y probando, averiguando qué la hacía gemir más.


—Eres preciosa —gruñó para después bajar el otro tirante, prestando las mismas atenciones al otro pecho mientras jugueteaba con los dedos sobre el primero.— No pares —susurró ella, arqueando el cuerpo hacia el suyo, sintiendo un
placer casi doloroso mientras él la tocaba y la provocaba. 


Necesitaba que parase y que no terminara nunca. Quería que la tocara en todos los lugares que jamás había visto hombre alguno. Lo quería tan desesperadamente que no se percató de que se retorcía sobre su regazo.


De repente, el calor de la boca de Pedro había desaparecido y este le metía los brazos de nuevo en la chaqueta. Ella miró a su alrededor, confundida.


Súbitamente se percató de que se habían detenido delante de una enorme casa.


—¿Dónde estamos? —preguntó mientras intentaba recuperar el aliento.


—En mi casa. Creo que mi ama de llaves nos ha preparado la comida — explicó. La levantó y la ayudó a salir del vehículo, caminando hasta el acceso de piedra para coches y dándole la mano—. Por aquí —dijo, apretando la mandíbula mientras intentaba retomar el control de su cuerpo.


El ama de llaves se había superado a sí misma, pensó Pedro. Unas rosas blancas, la elaborada cubertería de plata y la cristalería destellaban bajo el sol de la tarde.


—Es precioso —dijo Paula conteniendo la respiración. Con ojos brillantes y cuerpo tembloroso, subió la vista hacia él, sonriendo con agradecimiento—. No tenías por qué haber hecho esto —le dijo—. Pero es muy bonito.


Por norma, Pedro no habría hecho nada tan ridículamente sentimental, pero al verla sonreírle con esos brillantes ojos verdes, de repente se alegró de haberse tomado el tiempo de informar a su ama de llaves de que preparara una comida.


Bueno, le había dicho a su asistente que lo hiciera. Ella debía de haberle comunicado la noticia de sus nupcias, porque aquello era verdaderamente romántico.


Reprimió sus ansias de ignorar la comida, subir a aquella esbelta mujer en brazos por las escaleras y terminar lo que habían empezado en la limusina.


Desdeñaba los encuentros sexuales en limusinas; le parecían un estereotipo tedioso, por no decir incómodo e inadecuado. Pero algo se había apoderado de él hacía unos
minutos.— Sra. Alfonso—dijo retirando su silla.


Los ojos perplejos de Paula lo miraron y se quedó helada.


 «¡Ese nombre!».


¡Dios, ni siquiera había pensado en cambiarse el nombre! 


Era una idea ridícula, pero al oírse llamar de esa manera sintió que una espiral de deseo recorría su cuerpo. Su voz temblaba al mirarlo:
—Alfonso —susurró.


Paula hizo a un lado ese deseo mientras examinaba las otras emociones que sus palabras habían evocado en ella. A una parte sí le gustaba el nombre; se sentía más femenina y… extraña al hacerse llamar «Sra. Alfonso», y no entendía del todo por qué. Su otra parte, la parte que no estaba gobernada por el deseo y por una extraña sensación que se producía cuando estaba alrededor de aquel misterioso hombre, se sentía aterrorizada de ese nombre. Nunca se había planteado cambiarse de nombre al casarse. Su apellido era una parte fundamental de su persona, de su identidad. Suponía que si tuviera una relación real con un hombre, alguien con quien hubiera salido durante un tiempo, y si hubieran hablado de casarse, la idea de cambiarse de nombre habría salido a colación. Pero la manera en que habían llevado esa boda había eliminado todas las conversaciones prematrimoniales que una pareja mantendría normalmente. Era inesperado y soltó abruptamente lo primero que se le pasó por la cabeza:
—No tengo por qué tomar tu apellido, ¿verdad? —espetó. 


Esa era una cosa sobre la que no había pensado preguntarle. Se suponía que era un matrimonio temporal. Nunca se le había ocurrido que tuviera que cambiarse el apellido.


Pedro apretó la mandíbula al bajar la mirada hacia ella. ¿Cambiarse el nombre? ¡Por supuesto que tendría que hacerlo! ¡Era su mujer!


Se contuvo y se sacudió mentalmente. «Es temporal», se recordó a sí mismo.


Aquello era una farsa para su padre, para que Pedro pudiera hacerse con el interés mayoritario. Tenía planes para esas acciones y quería que su plan se pusiera en marcha pronto.


Tragándose a la fuerza aquel extravagante instinto posesivo, negó con la cabeza.


—Claro que no. —No tenía ni idea de la dureza que se adueñó de su expresión al pronunciar aquellas palabras. 


Retiró la silla y observó con la mandíbula apretada cómo su esposa, todavía una idea asombrosa, se sentaba en su
silla con aquel lindo trasero.


Se sentó frente a ella, sorprendido de cuánto deseaba retirar sus palabras y exigir que se cambiara el apellido para poder decirle al mundo entero que era suya.


Pero se contuvo implacablemente y se obligó a comer. 


Nunca en su vida había sido un sentimental. Tampoco había pensado nunca en casarse, de modo que la necesidad de darle su apellido a aquella mujer, de marcarla, era completamente absurda.


Además, le había pedido que guardara confidencialidad sobre su boda y su matrimonio. Si Paula tomara su apellido, aquello gritaría la noticia al mundo, literalmente. Era mejor que conservara su apellido.


Aunque a él no le gustara.


—¿Y ahora que va a pasar? —le preguntó con cuidado mientras una anciana entraba en el comedor y servía una comida apetitosa ante ellos en una delicada porcelana china.


—Ahora viajaré a Grecia a concluir mi asunto de negocios. Mañana, una mujer llamada Debra se pondrá en contacto contigo para discutir las distintas ubicaciones que ha encontrado para tu nueva sede. Después, todo lo que tienes que hacer es llamar a mi asistente para cualquier cosa que necesites y ella lo organizará para ti.





1 comentario:

  1. Ayyyyyyyyyy, por qué todo tan rápido??? Algo va a pasar, me tiene intrigada ya jajajaja.

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