jueves, 30 de junio de 2016

CAPITULO 7 (PRIMERA PARTE)






Paula miró al hombre que estrechaba su mano, intentando reprimir sus temblores porque no quería parecer débil. Él era tan fuerte y seguro de sí mismo, y en cambio ella se sentía como una mariposa tonta cuando estaba a su alrededor.


¿Por qué no podía mostrarse segura de sí misma y serena? ¿Por qué no se iba sin más ese estúpido temblor?


Porque estaba esperando el beso. Había estado pensando en su último beso desde que salió de aquella limusina. 


Anhelaba otro beso; se avergonzaba de cómo ese beso y las demás sensaciones que la volvían loca habían invadido sus sueños.


Aquella noche se fue a dormir y se despertó con Cena acurrucado en su cuello, pero lo único en lo que podía pensar era en cómo se le habían enredado las sábanas alrededor de las piernas. Entre el cerdo que la estaba asfixiando y las sábanas donde tenía las piernas atrapadas, se sintió acorralada. En su mente adormilada, sólo el beso de Pedro pudo liberarla de aquella prisión.


Así que ahí estaba, con las manos frías entre las manos cálidas y grandes de Pedro. El juez estaba diciendo algo que no tenía sentido, pero cada palabra suya los acercaba más a otro beso. Otro beso alucinante que quitaba el sueño y tensaba el cuerpo con aquel hombre alto y peligroso que estaba de pie junto a ella.


El juez estaba aburriéndolos con una cosa u otra; probablemente con los votos matrimoniales, que ella estaba aceptando mecánicamente mientras luchaba contra la necesidad de correr y esconderse. No daba crédito a lo libertina que era, cuán centrada estaba en el beso. Tal vez necesitara separar su miedo a casarse con Pedro del deseo de que la besara. Sí, eran dos cosas definitivamente distintas y ambas generaban reacciones opuestas en ella. La idea de casarse con aquel hombre, de todo lo que el matrimonio representaba, era aterradora. Pero aquel beso…
«¿¡Y la boda!? ¿¡Y los votos!?»


¿Se debía aquel instinto de huida al hecho de que aquello estaba mal? Los votos matrimoniales eran sagrados, pero ahí estaba ella, accediendo a amar, cuidar y respetar a un hombre del que sabía que iba a divorciarse en solo unos meses. ¡Y ni siquiera estaban en la iglesia! ¿O acaso ese detalle hacía más fácil tragarse las mentiras? Sabía que el miedo se desvanecería si la besara. Su necesidad de escapar, de esconderse o de gritar al juez que dejara de hablar desaparecería con un simple beso.


Pedro apretó su mano y ella levantó la mirada, preguntándose por qué había hecho eso. ¡Ahí estaba otra vez! ¡Ese anhelo, esa necesidad de… algo! Se le derritió el corazón con aquella mirada. Tal vez no hubiera entendido la mirada en absoluto y la estuviera malinterpretando, pero no tenía nada más en lo que basarse: ni antecedentes con aquel hombre, ni un compañero que le explicara su personalidad.


En aquel momento se estaba guiando por puro instinto. Así que cuando vio su mirada y percibió sus labios prietos como si supiera que ella estaba dudando, se le derritió el corazón. 


Algo en su interior cambió y de repente quiso ayudar a aquel
hombre. Quería hacer que su expresión severa se tornara en una sonrisa, para suavizar la dureza que rodeaba sus glaciales ojos azules. Pensó que en realidad eran unos ojos muy bonitos.


Alguien carraspeó a su izquierda y miró al juez.


—¿Quieres? —repitió.


—¡Oh! Sí. ¡Quiero! —accedió y de nuevo sintió aquel apretón en la mano.


¿Le estaba dando las gracias? Al volver la mirada hacia Pedro vio admiración y…


«¡Santo cielo!», se dijo que estaba imaginando cosas. 


Estaba siendo fantasiosa. ¿Por qué se comportaba de manera tan tonta?


Ya había salido con hombres en el pasado. Cuando vio sus verdaderas caras no había quedado impresionada. Demasiado a menudo, las citas se convertían en peleas, así que se limitó a dejar de aceptar ir a citas, para pesar de sus hermanas.


Tal vez estaba idealizando aquella ceremonia, tratando de ver algo en sus ojos que ella quería que estuviera allí. Aquel hombre era fuerte y poderoso; no le importaba una doña nadie como ella.


—Sí, quiero —respondió Pedro bajando la vista hacia la mujer que estaba junto a él. Ignoró a Jim, el juez que estaba celebrando la ceremonia, y trató de averiguar qué estaba pasando por la mente de aquella mujercita. Su encantador traje blanco había sido una sorpresa y se alegraba de haberse ataviado instintivamente con un traje oscuro con corbata plateada, haciendo de la ocasión algo un poco más especial de lo que en principio había pretendido.


No pudo ignorar la dulce sorpresa en sus ojos cuando le dio un ramo de rosas blancas y gipsófilas. Había sido un gesto tan sencillo y tan fácil. De hecho era algo que se le había ocurrido a su asistente y él había pensado que era superfluo.


Pero Paula pareció muy conmovida y se alegró de haberse acordado del ramo cuando salió de la limusina.


Mientras observaba a Paula, trató de descifrarla. ¿De verdad era tan inocente y refrescante como le gustaría creer? Parecía demasiado bueno para ser cierto, que una mujer tan dulce y sensible como lo parecía ella pudiera ser real. ¿O
se trataba simplemente de una gran actriz?


—Yo os declaro marido y mujer —entonó Jim con una sonrisa paternalista —. Puedes besar a la novia.


Paula miró a Pedro, nerviosa, impactada y emocionada ante la idea de que aquel hombre fuerte y poderoso la besara otra vez. De súbito, recordó como había reaccionado ante su último beso y rezó para que no la besara de nuevo. ¡No quería desarmarse como lo había hecho la última vez que la había tocado! Trató de apartarse, pero él no iba a permitir eso. ¿No podían salir afuera? Si pudiera hablar, obligar a sus labios a pronunciar las palabras, a suplicarle que la besara en privado para no quedar en ridículo; pero…


¡Aquella boda era una farsa! ¡Por motivos de negocios! Así que, ¿por qué inclinaba la cabeza Pedro? ¿Por qué tenía esa luz extraña, casi posesiva en esas profundidades de cristal de su mirada? Paula contuvo la respiración, esperando que ocurriera algo; su corazón latía desbocado y tenía los dedos de los pies agarrotados a la expectativa.


Cuando los labios de Pedro por fin alcanzaron los suyos, Paula jadeó ante la oleada de calor y necesidad que invadió su cuerpo. Al igual que había ocurrido con su último beso, estaba perdida de nuevo, cautivada por sus labios y por la necesidad que brotaba en su interior. Cualquier idea de apartarse se desvaneció por completo de su mente. Todo lo que quería en aquel preciso instante era profundizar en ese beso, sentir cómo la abrazaba y saber cómo sería…


Cuando rodeó su cintura con el brazo, ella dio una bocanada, pero se echó en sus brazos voluntariamente, envolviendo el cuello de Pedro con los suyos mientras sus dedos se sumergían en su pelo negro, sorprendentemente suave. No quería que acabara aquel beso. Quería que esa sensación de escalofríos alucinantes durara siempre.


La risita detrás de ella le dio la primera pista de que algo iba mal. Cuando Pedro levantó la cabeza, se percató instantáneamente de que él sentía lo mismo. Él quería inclinarse otra vez y seguir besándola, explorar aquella extraña sensación que disparaba un hormigueo electrizante por todo su cuerpo.


—Habrá tiempo de sobra para eso más tarde —dijo Jim mientras extendía la mano para estrechar la de Pedro—. Firmad aquí —dijo dándole un bolígrafo a Paula—, y podréis iros a vuestra luna de miel.


Paula tomó el bolígrafo con dedos temblorosos y miró a Pedro a los ojos, preguntándose qué estaría pensando después de aquel beso. Se sintió hundida cuando se percató de que sus ojos azules se tornaron duros e inflexibles de nuevo.


Cualquier cosa que quisiera ver en esas profundidades de cristal había quedado bien escondida. Girándose hacia el juez, miró el papel—. ¿Qué voy a firmar? — preguntó. 


Cuando el sonido no salió claramente, se aclaró la garganta.
Jim rio de nuevo.


—Es vuestro certificado de matrimonio —explicó señalando dónde tenía que firmar—. Si firmas aquí, haré que mi asistente lo archive para el juzgado.


Paula observó el pequeño papel, preguntándose cómo algo tan pequeño podía tener tan grandes repercusiones sobre su vida. Subiendo la vista hacia Pedropercibió su mirada, su dureza. La necesitaba, pensó con un estallido de sorpresa. Tal vez no fuera consciente de que la necesitaba, y ella no sabía con seguridad por qué la necesitaba. Sin embargo, de una manera primitiva, distinguía la necesidad que se cernía sobre él. Quizás fuera la tensión en sus hombros o su mirada en blanco, suspicaz, mientras esperaba a que firmara el certificado. No estaba segura. Pero en su interior, sabía que la necesitaba.


¡Y ella lo necesitaba a él!


Aquello era aún más alarmante si cabe. Conocía a ese hombre de unas dos horas, pero había algo en él que la llamaba, que hacía latir su corazón con celeridad y que hacía que su cuerpo fuera consciente del de Pedro. Nunca había sido tan consciente de un hombre en toda su vida. De entre todos los hombres por los que podría haberse sentido así, no tenía ni idea de por qué su corazón había escogido a aquel hombre extraño, complicado e influyente.


No era amor. No, sabía que el amor no era una emoción que brotara de repente en una persona. Era… necesidad. «Sí», pensó. Lo necesitaba de alguna manera fundamental, básica. Y él la necesitaba a ella.


Eso tenía que bastar para que todo aquello estuviera bien. Si podía ayudarle de alguna manera aparte de cualquier problema de negocios que tuviera, entonces se alegraba y estaría encantada de hacerlo.


Se dio la vuelta y firmó con cuidado; después le pasó el bolígrafo a Pedro.


Él ni siquiera titubeó, sino que lo cogió y garabateó su nombre nítidamente.


—Necesitaré una copia de eso —le dijo a su amigo.


Jim asintió rápidamente.


—Entendido. Se la haré llegar a tu asistente hoy antes de cerrar.


Pedro asintió y tomó la mano de Paula, tirando de ella hacia la puerta.


—Tenemos que irnos. Gracias por tu ayuda.


—Ha sido un placer —afirmó Jim estrechando la mano de Paula.



No hay comentarios:

Publicar un comentario