jueves, 30 de junio de 2016

CAPITULO 6 (PRIMERA PARTE)





—¿Estás bien, Paula? —preguntó Patricia, observando mientras su hermana caminaba absorta por el espacio que hacía las veces de salón y cocina. En realidad era una única habitación grande con cuatro puertas en los laterales que daban a los dormitorios, uno para cada hermana y otro que compartían Alma y Aldana.


—Estoy bien. ¿Por qué? —preguntó sentándose en la barra de la cocina, mientras bebía su té a sorbos.


Patricia se acercó a ella, con ojos también preocupados.


—Porque Ruffus acaba de correr por el sofá, Odie se ha erizado y le ha bufado, y los dos han salido pitando a tu habitación.


Paula miró a su alrededor, percatándose del desastre que había por toda la sala con los cojines del sofá en el suelo, juguetes tirados por todas partes y la mesa de café cubierta de periódicos viejos. Normalmente, ya estaría correteando de un lado para otro tratando de poner orden. Pero tenía otras cosas en la cabeza.


—¡Oh! —respondió, llevándose su taza de té hacia el sillón junto a la ventana que daba a la calle.


Paola y Patricia se miraron la una a la otra, negando con la cabeza.


Situándose frente a Paula, ambas pusieron los brazos en jarra y examinaron a su hermana con preocupación y curiosidad.


—Ni hablar, chica. Cuéntanos qué pasa.


Paula salió repentinamente de su contemplación del cielo nublado. Desde luego, no había visto el cielo. Sobre todo porque ni siquiera estaba nublado, sino que… al mirar a través de la ventana se dio cuenta de que ya había anochecido. Se preguntaba si Pedro seguiría en la ciudad o si había volado a algún sitio por temas de negocios. Era una sensación rara pensar que podría casarse pronto y que no tenía ni idea de dónde estaba su especie de prometido. 


Podría estar a cientos de kilómetros o a la vuelta de la esquina.


—¡Hola! —dijo Patricia en voz alta, haciendo aspavientos con la mano frente a la cara de su hermana—. ¿Qué pasa en tu ágil cabecita? ¿Estás planeando vender preparado de galletas empaquetado o algo así? —bromeó. Tanto Paola
como Patricia estaban asombradas ante la habilidad que tenía su hermana para comercializar su comida como productos.


Paula se centró en el presente y, una vez más, se dio cuenta de que sus hermanas estaban tratando de atraer su atención. Las sonrió, pero sospechaba que su expresión seguía siendo demasiado extraña, a pesar de que estaba intentando asegurarles que estaba bien.


—Estoy bien, Pato —dijo con suavidad, todavía aferrada a los documentos legales que le había enviado Pedro aquella tarde. Eran bastante claros. Ella, por su parte, se casaría con Pedro Alfonso y asistiría a eventos como su esposa, no se comportaría de manera inapropiada y el matrimonio concluiría cuando se resolvieran sus asuntos de negocios. 


Para su contribución, él la asistiría en las negociaciones con Construcciones Logos, y había detallado una asignación
mensual elevadísima y una lista con todas las residencias que podía visitar para su esparcimiento. Paula no se lo estaba inventando. La cláusula decía «para esparcimiento de la Srta. Chaves». Junto a ese documento, también había recibido un contrato de Construcciones Logos. En efecto, Mike McDonald había aceptado un precio de venta un treinta por ciento superior; todas las tasas inmobiliarias correrían a cuenta de Construcciones Logos, así como los gastos de traslado e instalación. Había ido tan lejos como para proporcionarle mil horas de mano de obra y especialistas la para renovación y puesta al día de la nueva instalación según sus estándares y normativa. En el reverso del documento había una lista de posibles ubicaciones para su empresa. Y lo que era aún mejor, tenían treinta días… treinta
días y no esos horribles diez… para encontrar una nueva ubicación.


Había pasado toda la tarde leyendo y releyendo cada documento, tratando de absorber toda la información. Estaba todo muy claro. Él mantendría todos sus bienes al finalizar el matrimonio. Ella mantendría los suyos, así como cualquier regalo en dinero, asignación, joyería o ropa que él le hubiera dado. Solo la cantidad que le había asignado al mes era una locura. No podía aceptar su dinero. Él había cumplido con su parte del trato, por encima del mismo si aquel contrato servía de indicación. Tendría que salir adelante con su dinero o encontrar una solución a aquel embrollo en el que, sin saberlo, se habían visto envueltas sus hermanas y ella.


—¡Paula! —exclamó Patricia, ahora haciendo aspavientos en el aire exasperada—. ¿Qué pasa?


Paula devolvió una mirada vacía a sus hermanas, sin estar segura de qué decir ni de cómo aliviarlas. Sobre todo porque su cabeza estaba hecha un lío. «¡Y aquel beso!». ¡Ay, Dios, ese beso la había confundido más que nada en su vida! La forma en que la había abrazado, el deseo que se escondía tras su beso, la manera en que sus manos la habían agarrado… sintió un escalofrío al pensar en ello otra vez.


Paola se inclinó más hacia ella, tratando de captar la mirada de Paula.


—Cariño, me estás asustando. Has estado estresada fuera de lo normal durante las últimas semanas y de repente un tío se presenta aquí para hacerte de chófer a una reunión; reunión que no estaba en la agenda, por cierto. Bueno, comprenderás por qué estamos todas un poco preocupadas —dijo, mirando a unos ojos verdes similares a los suyos—. Háblanos. Dinos qué está pasando. Guardas secretos y eso nunca había ocurrido antes.


Paula suspiró y puso una mano sobre el hombro de Janine.


—Todo saldrá bien —les aseguró. Dicho eso, recogió todos los papeles y se metió en su habitación. No vio la mirada preocupada que intercambiaron Patricia y Paola, ni a Cena, que entró justo detrás de ella saltando sobre su cama, pulcramente hecha antes, husmeando entre las sábanas y revolviéndola.


Paula cogió su teléfono móvil y marcó el número que estaba adjunto a los contratos. Era el número personal de Pedro y sus dedos temblaban mientras escuchaba el tono del teléfono. Pedro respondió de inmediato.


—Firmaré —dijo sin preámbulos.


—Estupendo —respondió Pedro, aunque no había tenido ninguna duda de que aceptaría los términos. Había sido muy generoso y era extraño que alguien no se adhiriera a sus planes—. Te recogeré mañana a las dos y media de la tarde.


—Está bien —contestó, sintiéndose incómoda—. Lo tendré todo firmado y preparado para cuando vengas.


—Bien. Hasta mañana entonces —dijo y, un momento después, Paula miraba fijamente el teléfono. Él había concluido su negocio y simplemente colgó el teléfono. ¿Qué locura era esa?


Observó el auricular, sintiendo una oleada de histeria. Fue como si necesitara gritarle a algo, a cualquier cosa, para sacar de su cuerpo esa sensación de absurdo y excitación.


En lugar de eso, se echó contra las almohadas y se quedó contemplando el techo, preguntándose si estaba haciendo lo correcto o si iba a firmar el error más grande de su vida.



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