viernes, 1 de julio de 2016
CAPITULO 9 (PRIMERA PARTE)
Paula respiró hondo, perdiendo el apetito de repente. Hasta ese momento, todo le había parecido un sueño. Pero él estaba dando vueltas al sabroso pollo al limón y ella se sentía como una cobarde. Y todo porque el tonto aire romántico que había envuelto la mañana se había detenido estrepitosamente con sus estúpidas palabras. Claro, no podía tomar su apellido. Sería inútil. Pero podría haberle seguido el juego. «Seguro que estaba bromeando», pensó.
Haciendo un valiente esfuerzo por recuperar su buen humor, intentó encontrar la manera de hacer retroceder el tiempo.
—¿Puedes hablarme un poco más sobre ti? —preguntó suavemente, empujando el pollo perfectamente cocinado y marinado en el plato
Él la miró con aspereza; aquellos cristales azules le atravesaron el corazón.
—¿Qué quieres saber? —preguntó pasado un momento.
Ella sonrió levemente.
—¿Cuál es tu color favorito? ¿Y tu plato favorito?
Pedro se recostó en su silla, mirándola con curiosidad.
—¿Todavía no me has buscado en Internet? —se quejó mientras se llevaba un pedazo de pollo a la boca.
Ella rio y dejó su tenedor en el plato.
—Lo habría hecho —le dijo con ojos centelleantes—. Pero no le dejas a una tiempo para respirar. Te conocí hace dos días y desde entonces me has enviado unos cuatro documentos, acuerdo prematrimonial incluido. Por cierto, he tenido que hacer que el despacho de mi abogado los interpretara. Así que en cuarenta y ocho horas, has sido lo más importante en mi cabeza, pero eso no significa que haya tenido tiempo libre durante esas horas para rebuscar en Internet los secretos de mi futuro marido secreto.
La miró fijamente a los ojos, intentando adivinar a qué jugaba. «Es una actriz extraordinaria», pensó. Estaba casi convencido de que realmente era tan sincera, amable y generosa. Pero él era más listo que eso. Se la habían jugado las mejores, y Paula no lo convencería de que era cualquier cosa menos la típica mujer que iba a sacar todo lo que pudiera de un benefactor rico.
Lo que ella no sabía es que él podía ser generoso en las circunstancias adecuadas. Y esas circunstancias no incluían que tratara de convencerlo con una personalidad falsa.
—Verde —dijo secamente, aunque no tenía ni idea de por qué de repente el verde era su color favorito—. Y probablemente las vieiras. ¿Qué más quieres saber? —preguntó.
Paula pensó en todas las cosas sobre las que había sentido curiosidad, todas las preguntas que se le habían pasado por la cabeza aquella noche de madrugada cuando no podía dormir, demasiado preocupada por lo que iba a hacer.
—Me dijiste que eres de Atenas, pero ¿dónde creciste? —preguntó.
—Mis antepasados provenían originariamente de Kastrosikiá, que es una localidad relativamente pequeña en la costa nororiental de Grecia, pero ahora tenemos casas por todo el mundo, y oficinas en casi todos los países. Doy trabajo a más de cien mil personas en industrias como el petróleo, el transporte, los ordenadores, la construcción y unos cuantos sectores más.
Paula se dio cuenta de que hablaba de su negocio y no de sí mismo. Había dicho de dónde venían sus antepasados, pero nada de información personal. «No le gusta hablar de sí mismo», pensó. Resultaba extraño, porque parecía ser una
persona muy interesante y segura de sí misma.
—¿Qué haces en tus ratos libres? —preguntó.
Él suspiró y posó el tenedor en el plato.
—No tengo tiempo libre, Paula.
Ella bajó la mirada, sintiéndose como si la acabaran de reprender.
—Oh. Lo siento. —Miró la comida, pero en realidad no veía nada. El hombre sentado al otro lado de la bonita mesa era su marido, pero no sabía casi nada acerca de él.
¿Realmente necesitaba saber algo sobre él? ¿Qué ocurriría si averiguaba algo sobre él y le gustaba? Ahora mismo, no había más que una atracción extraña y magnética que la había llevado hasta su aura peligrosa y seductora, pero ¿qué ocurriría si empezara a sentir algo por él? ¿Qué pasaría si empezara a importarle?
«No», eso sería cosa mala. No quería que ese hombre la hiciera daño, pero sospechaba que podría hacerlo fácilmente sin siquiera percatarse de ello.
Respiró hondo, posando su tenedor en el plato tal y como había hecho él.
—Bueno, supongo que no hay nada más que…
Estaba a punto de levantarse, darle las gracias educadamente por la comida y llamar a un taxi para irse a casa. Obviamente no había ninguna razón para quedarse allí. Aquel hombre no quería que lo conociera personalmente, y tampoco le estaba pidiendo información sobre sí misma. Era obvio que quería que siguieran siendo extraños y suponía que eso sería lo mejor.
Acababa de levantarse y ya estaba doblando su servilleta cuando oyó una palabrota por lo bajo. Al levantar la mirada, vio a Pedro de pie. Un momento después, sintió sus fuertes brazos envolviéndola.
—Paula…
Sospechaba que iba a decir algo más, pero al subir la vista hacia él, había dolor y recelo en sus ojos.
Pedro vio su mirada y la piedra que siempre pensó que había en la zona de su pecho se movió ligeramente. Seguía siendo una piedra, pero había caído una esquirla. No estaba seguro de que le gustara aquello, pero reaccionó atrayéndola entre sus brazos. Solo pretendía besarla, pero al igual que en las dos ocasiones anteriores, el beso se descontroló de manera prácticamente instantánea.
Paula no tenía ni idea de cómo ocurrió, pero en un momento Pedro la estaba besando en el comedor formal y, al siguiente, sintió una cama mullida bajo la espalda. ¡Y no le importaba! Todo lo que le preocupaba era tocar a Pedro y
asegurarse de que él siguiera acariciándola. Cuando retiró la mano de debajo de su camisola blanca, ¡se sintió morir!
Agarró su mano y volvió a ponerla allí, necesitada de su roce, desesperada por sentir sus manos sobre la piel. Pero todo lo que él hizo fue tirar de la tela por encima de su cabeza.
Nunca antes había sentido una tensión tan embriagadora, aquella desesperación loca por sentir la piel de un hombre con sus propias manos. Siempre había sido muy comedida con sus novios, pero no sentía ninguna precaución con Pedro. Sus dedos sacaron la camisa de la cintura de sus pantalones, deslizándose bajo el material para sentir el roce de su piel. Y cuando se incorporó ligeramente para sacarse la camisa por encima de la cabeza, suspiró de placer al tener libre acceso a su pecho, a toda aquella gloriosa piel y a los músculos que palpitaban debajo de esta. Se sentía fascinada y no podía dejar de tocarlo. Cuanto más la tocaba él, más hacía que ella quisiera acariciarlo, explorar y encontrar todos los lugares de su cuerpo que le hacían gemir o cerrar los ojos como si le doliera algo. Pero Paula sabía que no le dolía nada y sus ojos captaron cada expresión de su cara.
Hasta que le arrancó el sujetador, lanzándolo tras de sí y recuperando el control.
—Oh, no, mi pequeña juguetona —gruñó, agarrando sus manos y sujetándolas por encima de su cabeza—. Es mi turno —le dijo, y después agachó la cabeza, llevándose su pezón a la boca y lamiéndolo. Casi se echó a reír cuando Paula se arqueó en sus labios, gritando de placer, pero sufría por poseerla, por sentir su cuerpo envolviéndolo.
Sus dedos la despojaron rápidamente del resto de su ropa.
Más tarde, Pedro se preguntaría sobre su falta de delicadeza, pero en ese preciso instante, necesitaba verla desnuda. Necesitaba que se moviera, que se retorciera debajo de él emitiendo esos ruiditos sensuales desde el fondo de la garganta que estaban poniéndolo a cien.
Movió la boca sobre su piel, encontrando más sitios que la hacían clamar a gritos.
Cuando sumergió los dedos en su entrepierna, tuvo que cerrar los ojos al descubrir lo húmeda y lista que estaba.
Sus pantalones desaparecieron, arrojados a un lado. Él se movió sobre ella de manera que la atrapaba con el cuerpo, deseoso de atravesarla con su erección.
Pero, entonces, ella rodeó su cuello con los brazos, con los ojos como platos con un mensaje que no alcanzaba a comprender.
—Eres mía —gimió, mordiendo su cuello al penetrarla.
Ella gritó y Pedro se quedó petrificado, percatándose de que aquella vez no era igual que sus últimos gritos. Mirando hacia abajo, vio una lágrima.
—¡Paula! —dijo su nombre con veneración al darse cuenta de repente de que aquella mujer pequeña y esbelta… ¡su mujer, Paula, era virgen!
—Lo siento, amor —dijo suavemente, besando su cuello con delicadeza. Se sentía fatal y deseaba poder empezar de nuevo, pero lo único que podía hacer ahora era mejorar la experiencia para ella—. ¿Por qué no me lo has dicho? —preguntó moviéndose ligeramente. Cerró los ojos, apisonando su lujuria embravecida y la necesidad de embestir. Era muy estrecha, y estaba tan húmeda y caliente… No podía creer que nunca hubiera estado con otro hombre. ¡Era demasiado hermosa! No tenía ningún sentido.
—Estoy bien —susurró ella, moviendo las manos hacia sus hombros mientras respiraba hondo y trataba de colocarse en una postura más cómoda. Una tarea bastante difícil en aquellas circunstancias.
Pedro sabía que no estaba bien porque sus manos aún temblaban. Se había apagado el fuego que los había llevado hasta ese punto de locura. Ella seguía rígida, sin llegar al estado de unos minutos atrás. Necesitaba que esa mujer volviera a él.
Tenía que poseerla.
—Relájate, amor —la convenció, moviéndose ligeramente en su interior—. Relájate y disfruta. Te prometo que el dolor desaparecerá en un momento. —«Demonios, ¿cómo iba a saber eso?». Nunca había estado con una virgen, pero su
pecho estaba henchido de orgullo y algo más, algo que no quería identificar:
Paula, su mujer, nunca había estado con ningún otro más que él.
Cuando ella jadeó, Pedro supo que volvía a él. Fue despacio. Mantuvo un ritmo suave mientras escuchaba su cuerpo, su respiración. Cuando Paula levantó las piernas deslizándolas contra sus caderas, Pedro empezó a moverse un poco más, suscitando una reacción por parte de ella mientras sostenía su cabeza entre las manos. La besó profundamente, deleitándose en el momento, en su respuesta.
Le llevó varios minutos, pero los movimientos lentos y firmes hicieron que el deseo de ella se encendiera otra vez.
—Eso es —le dijo mientras acariciaba sus mejillas con los pulgares. Se movió otra vez y vio su sonrisa—. Déjate llevar, amor.
Paula no podía creer lo maravillosamente que la hacía sentir aquello. Hacía tan sólo un momento, todo lo que quería era que se quitara de encima de ella para ir corriendo al baño y sollozar por el dolor que sentía entre las piernas. Pero ahora,
sin saber cómo, quería que se moviera más rápido. Quería que…
—¡Sí! —exclamó, inclinándose contra él. Aquello se sentía aún mejor—. No pares —susurró mordiéndose el labio.
Levantó los brazos para sujetarlo, acariciándole el pelo con los dedos.
—¿Pedro? —preguntó, tensando el cuerpo—. No puedo —empezó a decir, pero el asintió con la cabeza.
—Sí puedes —dijo él con firmeza—. Deja que te cuide. —Empezó a moverse más rápido, cambiando el peso de izquierda a derecha, observando sus preciosas facciones para poder repetir lo que le gustaba. Cuando sintió que su cuerpo se estrechaba en torno a él, vio que cerraba los ojos y que sus pechos empezaban a enrojecer, sabía que estaba casi a punto. Él también lo estaba y echó la cabeza hacia atrás, decidido a hacer que alcanzara el clímax.
Cuando ella volvió a gritar, sintió que su cuerpo se enganchaba al suyo y se deleitó al observar lo asombrosa que se veía ella mientras el clímax se la llevaba hasta lo más alto. «Joder», quería que aquello durara para siempre, pero el orgasmo de Paula también lo llevó a él hasta el límite y embistió contra su cuerpo blandito, rezando por no volver a hacerla daño. Nunca había sentido nada tan perfecto, tan intenso.
Cuando volvió a ver bien, abrió los ojos y casi se echó a reír ante la hermosa sonrisa en el rostro de Paula.
Con suma delicadeza, la atrajo hacia sí, estrechándola entre sus brazos mientras ella se enroscaba en torno a él. Pedro miró hacia el techo, preguntándose cómo podía existir una mujer así.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario