miércoles, 29 de junio de 2016
CAPITULO 1 (PRIMERA PARTE)
—¿Qué puedo hacer por ti, padre? —preguntó Pedro Alfonso al entrar en el hogar que había pertenecido a su familia durante los últimos doscientos años.
El anciano levantó la mirada del periódico, sujeto con sus manos deformes y artríticas en lugar de con los dedos debido al dolor.
—¿Te has casado ya? —espetó. Ni un saludo, ni un poco de charla. Directo al grano. Así es como esos dos hombres habían vivido toda su vida. Los negocios reinaban en su mundo, aunque Jose Alfonso reconocía que Pedro era exponencialmente mejor para los negocios en casi todos los aspectos. Pero esta vez, Jose sabía que saldría ganando.
Pedro se abstuvo de poner en blanco sus glaciales ojos azules. Ya habían mantenido esta conversación muchas veces a lo largo de los años y se estaba volviendo tediosa.
—Padre, he recuperado tu fortuna, he triplicado el imperio familiar y he renovado las seis casas que poseemos por todo el mundo. —Su tono mordaz era despiadadamente severo, pero rara vez se contenía cuando se impacientaba por algún asunto—. Desde que tomé las riendas del negocio, ahora tienes más dinero para gastártelo en los juguetes o en las amantes que quieras. Como ya he mencionado antes, todo lo que pido a cambio es que te abstengas de interferir en mi vida personal. No quiero casarme —le dijo a su padre, y no era la primera vez. Su padre acababa de divorciarse de su sexta esposa. Las últimas cinco eran mujeres mercenarias que solo querían una cosa: un pedazo de la fortuna de los Alfonso. Y con el tiempo las cinco habían salido precipitadamente de la vida de su padre con el tesoro que buscaban, gracias a la ineptitud de su padre en el manejo de acuerdos prematrimoniales. O tal vez porque era un optimista en serie.
Pedro podía ignorar a las muñecas de su padre haciendo la vista gorda ante el comportamiento ridículo del anciano, ya que era el dinero de su padre, y por tanto no era asunto suyo. Pero años atrás, Pedro se había graduado en la universidad y volvió a casa para encontrar el negocio familiar prácticamente en quiebra. Desde el momento en que comprendió las serias dificultades financieras en las que su padre había sumido a la familia, había trabajado noche y día durante años para reparar el daño. Había recuperado el poder y las fortunas del emporio Alfonso, y no tenía el tiempo ni la paciencia para una esposa y una familia. E indudablemente, no sentía la inclinación de atarse a una mujer durante el resto de su vida o de tener bebés repugnantes que dependerían completamente de él para su supervivencia física y económica. Pedro estaba convencido de que cualquier cosa a la que le dedicara ese tipo de apoyo tenía que contribuir y compensarle a cambio. Y los bebés
no daban nada a cambio. No eran más que masas inútiles con las que no quería tener nada que ver.
Jose suspiró y miró fijamente a su hijo.
—Sí. Me has dado dinero y poder, pero quiero que te cases. Quiero nietos. Que hayas hecho todo esto no quiere decir nada si no hay nadie a quien dejárselo en herencia —dijo, mostrando con la mano la habitación elegante que había estado a punto de derrumbarse antes de que Pedro restaurase la casa a su antigua gloria—. Quiero un legado. Y tú me lo vas a dar.
Pedro no mostró ninguna emoción ante la enfática declaración de su padre.
De hecho, giró sobre sus talones y empezó a marcharse. Ya había mantenido esa conversación demasiadas veces como para perder ni un minuto más.
—Sólo controlas un tercio de la compañía —dijo Jose a la espalda de su hijo que se marchaba.
Pedro se quedó inmóvil, y su furia empezó a ir en aumento al instante.
Volviéndose lentamente, se enfrentó de nuevo a su padre.
—¿Es eso algún tipo de amenaza? —preguntó Pedro en voz baja y amenazante. Fuera su padre o no, nadie se metía con la compañía por cuya reconstrucción había sudado sangre.
¡Ahora era su empresa! Su padre había heredado la compañía de su padre, pero Jose no había hecho nada más que llevarla a la ruina con sus malas decisiones y mala gestión.
Jose vio la mirada de furia en los ojos azules de su hijo, pero no se dejó intimidar.
—No me voy a hacer más joven, hijo. Y quiero nietos. Lo que significa que tienes que casarte. Te doy seis meses —declaró con firmeza—. Si no te has casado en seis meses, volveré a escribir mi testamento. —Dejó que sus palabras calaran en la mente ágil y brillante de su hijo—. Tú posees un tercio. Yo poseo un tercio.
—Y Elisa, tu segunda mujer, posee un tercio —terminó Pedro, que sabía exactamente dónde iba a parar.
Jose había estado perdidamente enamorado de su segunda esposa y el día de su boda le había otorgado irreflexivamente un tercio de su empresa.
—¡Exacto! —contestó Jose, con mirada triunfante mientras continuaba observando cuidadosamente las reacciones de su hijo—. Cambiaré mi testamento y le legaré todas mis acciones si no te has casado en seis meses.
—La odias —escupió Pedro, lívido ante la amenaza que su padre y señor se había atrevido a pronunciar.
—Tú también —respondió Jose—. No me importa. ¡Quiero nietos! Quiero un legado.
Pedro permaneció inmóvil mientras calculaba mentalmente varias maneras de sortear la amenaza de aquel hombre.
Pero en la época en que su padre se casó con esa vil mujer, Pedro estaba sumido en los detalles para sacar a la empresa de sus deudas y alejarla del borde de la quiebra. No había salido a flote a tiempo de impedir a su insensato padre que regalara lo que previamente habían sido acciones inútiles a una mujer que, en opinión de Pedro, no era mejor que una prostituta.
Limpió las fortunas de Jose, o lo que por entonces quedaba de ellas, sin piedad, y siguió cruelmente su camino cuando ya no quedaba nada. Sin embargo, había aceptado encantada las acciones en su divorcio y ahora vivía muy confortablemente de los dividendos que no había hecho nada para ganarse excepto abrir sus bonitas piernas para un hombre incompetente y envejecido.
De vez en cuando, la mujer entraba en la oficina de Pedro como si nada, haciendo exigencias como si fuera una propietaria. Lo que, técnicamente, era. La última vez que había tirado de ese truco, Pedro había amenazado con hacer que la sacaran de la oficina si volvía a plantar un pie en cualquiera de los edificios de los Alfonso. Se había trazado la línea de batalla.
Y ahora, una confrontación con su padre.
—Me estás chantajeando —respondió Pedro apretando la mandíbula. Incluso aquello era asombroso, porque Pedro nunca mostraba emoción a menos que fuera en su propio beneficio.
Jose se replegó ante esa mirada, pensando que tal vez había ido demasiado lejos. Su hijo no era un hombre con el que jugar. Era peligroso de muchas maneras.
Pero Jose no se echó atrás. No podía. Aquello era demasiado importante tanto para él como para su hijo. Había fracasado miserablemente en muchas cosas en la vida, sus matrimonios lo primero, pero su hijo no era uno de esos errores. Pedro era su único logro, aquello que podía señalar en su vejez que había salido a la perfección. Por desgracia, Pedro era un desdichado. Estaba dejándose la vida en el trabajo. Oh, jugaba bastante a menudo con las mujeres —demasiado, si los rumores eran ciertos. Pero esas relaciones no eran lo que necesitaba Pedro, y Jose estaba
decidido a intervenir y arreglarlo. Su hijo trabajaba demasiado y ya era hora de que fuera feliz. Había llegado el momento de que Jose interviniera e hiciera lo posible para proporcionarle felicidad a su hijo. «O morir en el intento», pensó con inusual preocupación.
Avanzando con su plan, trató de parecer relajado y seguro de sí mismo.
—He revisado el acuerdo prematrimonial que firmé con Elisa —anunció Jose—. He encontrado algo interesante; algo de lo que no me había dado cuenta antes.
Pedro deslizó las manos en sus bolsillos, como simple precaución para evitar estrangular a su anciano padre.
—¿El acuerdo en el que le regalaste un tercio de mi empresa a una zorra avara?
Jose no podía discutir esa acusación puesto que era verdad, así que no defendió a su ex esposa. La mujer merecía el desprecio de Pedro, y mucho más. Era una persona verdaderamente horrible. Centrándose en el tema, explicó:
—Dice que todas sus acciones obtenidas durante nuestro matrimonio irán a mis descendientes de ese matrimonio o volverán a ti en caso de que haya un hijo legítimo de tu matrimonio —anunció con expresión victoriosa. Jose no lo había creído cuando leyó esa cláusula aquel mismo día. Se había arrepentido de ello desde el momento en que dijo «sí, quiero» a aquella zorra intrigante. Ella había exigido parte de la compañía antes de su boda y, por aquel entonces, él no creía que un tercio de las acciones valiera nada. Ella estaba haciendo alarde de su cuerpo con él y Jose era débil. De modo que dio instrucciones a su abogado y él firmó el documento, demasiado deseoso de que se le permitiera tocarla, de llegar a la noche de bodas. ¡Y había pagado por ello! Maldita sea, vaya si lo había pagado a lo largo de los años. Mientras que su primera esposa había sido dulce y maravillosa, pero incapaz de sobrevivir al parto, Elisa fue todo lo contrario. No había una pizca de bondad u honradez en su cuerpo conspirador y manipulador.
Pedro repasó aquella sorprendente noticia en su mente, barajándola. La idea de que había una manera de salir de aquel lío y hacerse con el control total de su empresa después de todo era una tentación seductora.
—Enséñamelo —exigió finalmente, sin creer a su padre por un momento.
Había cometido demasiados errores en el pasado. Pedro no pensaba hacerse esperanzas si aquel era otro de esos errores.
Jose sabía que su hijo exigiría pruebas de una afirmación tan sorprendente, así que no se sintió ofendido ante la orden. Tenía los papeles preparados y simplemente empujó la carpeta con el archivo más cerca.
—Cláusula vigesimoprimera —dijo recostándose en el asiento, pensando que aquella era la segunda cosa que había hecho bien en su vida. Vale, Jose no había pensado en incluir aquella cláusula en el acuerdo, ¡pero su abogado sí lo hizo!
Al final resultó que había contratado a un buen abogado. Por aquel entonces, Jose pensaba que el abogado estaba un poco verde, que era demasiado joven e inexperto.
Pero el chico lo había hecho bien. La cláusula estaba blindada. El nacimiento de un niño provocaría que la propiedad de las acciones volviera a manos del nieto. Por supuesto, si Jose hubiera tenido algún descendiente de su esposa, las acciones habrían pasado a ese hijo. ¡No era de extrañar que aquella zorra no se hubiera quedado embarazada! Probablemente utilizaba algún tipo de anticonceptivo, demasiado decidida a quedarse con las acciones ella misma. Jose reconocía que se la habían jugado. Durante años se la habían estado jugando, pero ahora iba a ganar. Iba a sacar a esa bruja de la vida de Pedro e iba a tener un nieto. Y si todo salía bien, también le proporcionaría felicidad a su hijo.
Pedro revisó las cláusulas; sus ojos se movían a gran velocidad. Era capaz de revisar documentos más rápido que lo que tardaba la mayoría de la gente en leer la primera frase. A medida que sus ojos pasaban sobre las palabras como un rayo, su mente filtraba la jerga legal para descubrir las frases pertinentes. Cuando terminó, tiró el documento sobre la mesa de café.
—¿Por qué no me dijiste esto hace años? —inquirió Pedro.
Jose encogió unos hombros casi dolorosamente delgados, muy distintos del cuerpo musculoso de su hijo.
—No lo había leído —admitió, avergonzándose cuando los ojos iracundos de su hijo lo atravesaron.
—¿Por qué diablos…? —empezó a decir, pero se detuvo—. Olvídalo —dejó la pregunta a medias, conocedor de la respuesta, que lo disgustaba—. Boda y bebé, y me lo quedo todo. O boda en seis meses, y gano la participación mayoritaria.
Jose asintió, lo que casi hizo crujir su cuello por el esfuerzo.
—Dame un certificado de matrimonio válido y yo te cederé mi tercio de las acciones —enunció Jose—. Tendrás el control del cien por cien de mis acciones desde el momento en que digas «sí, quiero». Con un bebé, obtendrás el control total de la empresa que, por derecho, debería haber sido tuya de todas formas.
Pedro bajó la vista hacia su padre; sus ojos gélidos no revelaban nada.
—¿Me cederías tus acciones por completo con un certificado de matrimonio?
—Si te casas de aquí a seis meses, sí —respondió Jose, rezando para que su plan funcionara.
Pedro quedó estupefacto ante aquella frase.
—Pero no tendrás ingresos.
Jose sacudió la cabeza y con un gesto de la mano desechó la advertencia.
Su sincera gratitud y el orgullo que sentía por los logros de su hijo empaparon sus palabras:— Gracias a ti, tengo suficiente dinero para que me dure el resto de mi vida.
Haz esto por mí y no te pediré nada más.
Pedro no se lo creía. Ni un poco. A lo largo de los años, Jose había usado el dinero como si fuera agua.
—Lo quiero por escrito —declaró con firmeza.
Jose asintió.
—Pondré a mis abogados a ello de inmediato.
Pedro sacudió la cabeza, casi riéndose de lo absurdo de aquella afirmación.
—No. Yo pondré a mis abogados a ello —dijo firmemente—. Te llamaré en cuanto esté listo para que cedas las acciones.
Jose se levantó, ignorando el dolor que atravesaba sus rodillas artríticas.
—¿Y qué hay de la boda? —preguntó a su hijo que desaparecía con rapidez.
Pedro no se detuvo.
—Será un asunto de negocios, padre. No tienes que preocuparte por los negocios —y se marchó.
Jose miraba la puerta por la que había desaparecido su hijo, dolido el corazón con esas últimas palabras. Una boda no era una decisión de negocios, pensó tristemente. Bien lo sabía, ¡él había tenido seis!
«¡Oh, pero un nietecito!» La mera idea de tener un nieto al que querer y con el que reírse, al que mecer en sus rodillas… bueno, tal vez no en sus rodillas, pensó al sentarse de nuevo en el lujoso sofá mientras sus rodillas chasqueaban dolorosamente con el esfuerzo.
Su apuesto hijo podía pensar que el propósito en la vida eran el dinero y el poder, pero Jose sabía ahora que Pedro se equivocaba. El propósito de la vida era la felicidad. Aunque iba a ser un desafío hacer que un hombre terco como su hijo lo reconociera.
¡Era un desafío en el que Jose no podía fracasar!
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