miércoles, 13 de julio de 2016
CAPITULO 20: (SEGUNDA PARTE)
Paula salió de la larga limusina negra y miró a su alrededor, subiéndose las gafas sobre la nariz mientras bajaba por el camino.
Si Pedro supiera lo que estaba a punto de hacer, probablemente se pondría furioso. Pero tenía que hacerlo.
Tenía que hacer su declaración con firmeza y hacer que entendieran su postura. Pedro tenía algo de trabajo en Roma, pero no había sido capaz de dejarlas atrás. Ellas tampoco querían estar lejos de él. Tan pronto como mencionó su viaje, las tres lo habían mirado con caras de preocupación hasta que sugirió que lo acompañaran. La habitación estalló en ruido y caos con la emoción ante su oferta, y las tres saltaron para abrazarlo.
Aquella mañana únicamente le había dicho que necesitaba hacer algo sola. Le pareció bien y le dijo que se llevaba a las niñas a la oficina para presentarlas. Había pedido tres guardaespaldas adicionales para que la acompañaran y sonrió ante su sentimiento protector. Después le dio un beso
en la mejilla.
Ahora que estaba allí, tenía el estómago hecho un nudo porque aquella no iba a ser una misión agradable. No quería volver a enfrentarse a aquella mujer. Con una vez, había tenido bastante.
Pero Alma y Aldana se merecían que fuera fuerte. Paula había sugerido tentativamente que presentara a sus hijas a esas dos personas horribles, pero Pedro lo había prohibido.
Paula estuvo de acuerdo con él, hasta cierto punto. No quería que esos dos hicieran daño a sus hijas, de modo que
pensó en establecer ciertas reglas de juego; de ahí el porqué de su visita. Además, como persona bondadosa que era, no podía imaginarse mantener a unos abuelos alejados de sus nietos. Tenía que haber alguna manera de hacer que aquello funcionara.
Así que se obligó a extender el brazo y llamar al timbre.
Cuando se abrió la puerta y la odiosa mujer reconoció a Paula, intentó cerrarle la puerta en las narices.
—Vete —escupió.
—Si cierra la puerta, nunca verá a sus nietas —dijo rápidamente.
Casi había cerrado, pero aquellas palabras interrumpieron su impulso. Endora abrió la puerta de nuevo y fulminó a Paula con la mirada.
—Tú nunca serás la madre de mis nietas. Pedro no se rebajaría tanto.
Paula ya sostenía en alto una fotografía de sus dos preciosas hijas, de modo que la mujer se detuvo, con la mirada clavada en la fotografía.
—¿Quiénes son esas? ¿Tus bastardas?
Paula no podía creer a aquella mujer.
—Muy bien —dijo metiendo la fotografía en su cartera—. Cuando esté dispuesta a hablarme civilizadamente, entonces tal vez me digne a mantener esta conversación. Pero hasta entonces, no va a ver a sus dos nietas. —La mujer abrió la boca para decir algo, pero Paula se lo impidió—. Ni se le ocurra calumniarme otra vez o no habrá ninguna posibilidad. Pedro está jugando con sus hijas en este preciso momento. He hablado con ellos hacer menos de media hora y Pedro me escucha. Va a ser mi marido —dijo enseñándole a la mujer su anillo de compromiso—. La última vez me habló mal e hizo que rompiéramos. Nunca le permitiré que hable a sus nietas del mismo modo en que me habló a mí. Así que hasta que esté dispuesta a arrepentirse y ser amable, usted no es nada para mí.
Dicho eso, bajó las escaleras y se metió en la limusina.
—Vamos a casa de Pedro —le dijo al conductor, lanzándole una mirada asesina a la mujer, que seguía atónita en la puerta, antes de que el conductor cerrara la puerta.
Cuando éste aparcó fuera del edificio de Pedro, lo vio ahí de pie, con los brazos en jarra y cara de enfado. No esperó a que el conductor parase antes de abrir la puerta de un tirón.
Paula salió intentando aplacarlo.
—¡Estaba bien! —le aseguró.
—¡No estabas bien! —espetó él—. Fuiste a ver a esa mujer horrible. ¡Y sin mí! —se encolerizó y tiró de ella hacia el ascensor privado de su edificio.
—¿Cómo has sabido dónde he ido?
—Si no me lo hubiera dicho el conductor, lo habrían hecho tus guardaespaldas. Deberías haberme dicho lo que pensabas hacer —ordenó, volviéndose para fulminarla con la mirada—. Quedan dos semanas para la boda, y no pienso permitir que esa mujer nos arruine el tiempo que queda.
Paula sonrió, sintiéndose protegida y protectora.
—No me ha hecho ningún daño —prometió—. Ha sido horrible y ha intentado cerrarme la puerta en las narices, pero le he enseñado las fotos de sus nietas.
—¡No! —dijo Pedro cortando el aire con la mano con carácter definitivo—. No. Esa mujer no va a hacerles daño a nuestras hijas.
Paula estaba de acuerdo con él.
—Se ha abierto una ventana —le dijo—. Si quiere ver a sus nietas, le voy a decir que no le permitiremos verlas hasta que busque ayuda. Le voy a decir que tiene que ir a terapia y posiblemente irse a vivir a su propia casa. Es desgraciada y tienes razón: no pienso permitir que arroje su desdicha sobre nuestras hijas.
Pedro puso fin a su diatriba, sorprendido de que aquella mujer diminuta hubiera dicho todas las cosas que él habría querido decirle a sus padres a lo largo de los años. Y solo Paula había tenido el valor para hacerlo.
—Eres maravillosa —le dijo.
Paula exhaló un suspiro, feliz y exhausta.
—Sí. También estoy embarazada.
Un momento después, las puertas del ascensor se abrieron y ella salió del mismo, dejando a un Pedro atónito mirándola en silencio, aturdido.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario