domingo, 17 de julio de 2016

CAPITULO 11: (TERCERA PARTE)






«Paso a paso», se dijo. Podía hacerlo, pero no podía prever sus movimientos. Tendría que rechazar cada una de sus proposiciones a medida que llegaran, o se volvería loca de deseo.


No tardó nada en descubrir lo que planeaba. Se acababa de quitar la camisa cuando se volvió de frente a él. Estaba sentado en la silla, totalmente preparado para observarla. Se quedó anonadada durante un largo instante, pero inspiró profundamente, pensando que estaba a más de un metro de ella. ¿Qué daño podría hacerle desde ahí?


Debería haber aprendido.


Puso la camisa con cuidado sobre el respaldo de otra silla y se echó un chorro de crema en las manos. Su plan era aplicarse la loción en los brazos y el pecho, después en las piernas y, finalmente, en la espalda. Pero dudó cuando Pedro se limitó a observarla, esperando que se frotara la loción por todo el cuerpo.


Intentó fingir que no se sentía afectada y se aplicó la crema por los brazos. Le dio la espalda para echarse protector solar en el pecho y en el estómago, pero durante todo el tiempo fue plenamente consciente de que la observaba, de la manera en que sus ojos contemplaban, probablemente, su trasero y sus piernas.


—¿Tú no tienes que prepararte? —espetó por encima del hombro.


—Estoy bien ahora mismo —le dijo.


Paula lo ignoró tanto como pudo mientras retorcía el cuerpo tratando de untarse la espalda. Estaba realmente preocupada de quemarse, pero le preocupaba más arder bajo las caricias de Pedro.


—Te has dejado un huequito —le dijo.


Paula hizo caso omiso y sacudió la cabeza.


—Estoy bien.


Pedro rio entre dientes y Paula se percató de que empezaba a odiar ese sonido.


Al volverse, se sintió preocupada de hacerle frente en bikini y de lo revelador que era; lo había comprado a la expectativa de estar a solas con su nuevo marido. Pero solo tenía tres bañadores para el viaje y ese era el más conservador, lo cual no era decir mucho.


Todo aquello se le fue de la cabeza cuando Pedro se puso de pie. Al quitarse la camiseta por encima de la cabeza, sus brazos flexionaron aquellos músculos increíbles. Paula no podía apartar la mirada de él, de las ondas que se flexionaban cuando echó la camiseta a un lado. «¡Oh, ahora empieza a jugar sucio!». Cogió el protector solar, se lo extendió por todo el pecho, recorriéndose la piel con los dedos. Fue brioso, eficiente pero concienzudo. Los dedos de Paula ansiaban hacerlo por él, frotarle la loción en esa piel bronceada.


«Sí que sabe hacer trampas», pensó. Paula cerró la boca de golpe y se llevó una mano a la nariz para subirse las gafas de sol. «¡Pero si no están! ¡Ay madre, le he estado mirando todo el tiempo y sabía perfectamente dónde tenía puestos los ojos! ¡Oh, no!». Lo horroroso de aquella situación la impactó con fuerza. Quería hundirse en un charco de vergüenza en ese mismo momento.


—¿Me echas crema por la espalda? —preguntó, sorprendiéndola. Había estado mirándolo fijamente, con la boca ligeramente abierta, pero la petición hizo que saliera de golpe de su estado hipnótico.


Paula cogió el bote de crema y miró su espalda ancha. Al no moverse, Pedro volvió la cabeza para mirarla.


—¿Paula? —llamó.


Como él no podía alcanzarse la espalda, era una petición justa. «Pero eso no significa que yo quiera ayudarle. ¡Esto es supervivencia! Tocarlo significa… ¡bueno, tocarlo!».


Aquella vez su voz sonó más ronca.


—¿Paula? —dijo otra vez, posando la mirada sobre sus ojos. 


Ella supo que no tenía escapatoria.


Ni la quería.


Inspiró profundamente, se vertió un poco de loción en la mano y subió el brazo. Le temblaba la mano al frotar la crema en círculos pequeños por su espalda. Cuanto más lo tocaba, más la fascinaba su piel.


Era cálida y estaba bronceada, y tenía muy poco vello en la espalda. Sus dedos se movían por todas partes, pensando que no quería dejarse huecos. Estaba fascinada, en trance, mientras veía los músculos flexionarse por donde pasaba la mano.


Después de varios minutos de aquella tortura impresionante, Paula respiró hondo y dio un paso atrás, cerrando el bote de crema para lanzarlo sobre una de las sillas.


—¿Ya? —preguntó volviéndose hacia ella. Paula se dio cuenta de que tenía la mandíbula apretada y de que sus manos empuñaban el respaldo de la silla.


—Eh… Sí. —Cogió las gafas de sol, que estaban en la mesa, a su lado, y se las puso sobre la nariz.


También se puso el sombrero, pero entonces se dio cuenta de que iban a meterse al agua y de que llevar sombrero y gafas no tenía ningún sentido.


Suspiró y volvió a dejarlos sobre la mesa. Después pasó a las aletas y a la máscara que Pedro había sacado para ella.


—Vale, hagámoslo —farfulló, más para sí misma que para él—. ¿Algún consejo antes de que me meta en el agua? —preguntó.


—Simplemente quédate conmigo y te enseñaré los sitios donde he visto más peces. Si empiezas a ponerte nerviosa o te cansas mucho, házmelo saber agitando las manos. Estaremos en la superficie casi todo el tiempo, así que será fácil volver.


Dicho aquello, lanzó una bandera al agua. Paula parpadeó.
—¿Para qué es eso? —preguntó.


Pedro miró la bandera mientras le quitaba la máscara de las manos.


—Se usa principalmente para hacer submarinismo, pero yo la saco cuando voy a bucear, por seguridad. Es una señal para otros barcos de que hay submarinistas en el agua.


Paula asintió, pensando que la medida de seguridad era una buena idea. Estaban más cerca de la costa que antes, pero aún así la costa estaba a bastante distancia.


—¿Estás seguro de que ahí fuera hay peces? —preguntó mirando nerviosa por la borda—. ¿Y de que no hay tiburones?


Pedro rio suavemente.


—Confía en mí —le dijo retirándole el pelo de la cara. Tenía manos suaves y seguras de sí mismas, pero se entretuvieron en su piel, haciendo que Paula se sintiera… preciosa. Y a salvo, y segura, incluso aunque se diera cuenta del peligro que suponía estar tan cerca de él. Sin embargo, no podía apartarse. Era demasiado para ella pensar cuando estaba tan cerca de él.


—Creo que esto va a estar muy bien —dijo Pedro. Paula no estaba completamente segura de si hablaba del buceo o de si pensaba en algo totalmente distinto. Lo miró a los ojos y vio que le pasaba un mensaje en silencio, pero no sabía bien cómo traducirlo.


—Vamos —dijo poniéndole la máscara y ajustándosela sobre la nariz, por encima de la boca—. ¿Qué tal? —preguntó.


—Bien —contestó Paula, aunque no estaba muy segura de cómo se suponía que debía notarla, de modo que no sabía si estaba bien o mal.


—Bien. —Pedro puso su equipo al final de la plataforma del barco y saltó al agua—. Siéntate aquí y te pongo las aletas.


Paula siguió sus instrucciones, pero miraba las cosas de Pedro.


—¿Y tú que vas a hacer?


—Yo puedo ponerme el equipo en el agua —le dijo cogiendo una aleta. Se la deslizó fácilmente en el pie. Era mucho más fácil ponérselas en el agua que en cubierta. El agua fluía alrededor del material de goma, facilitando el paso contra la piel de sus pies. Entonces conectó el tubo a la tira de la máscara y Paula se puso la boquilla entre los dientes—. Ya estás lista —dijo alzándola por la cintura y bajándola al agua lentamente.


En ese momento, Paula se sintió transportada a un mundo completamente nuevo. Pensaba que el mundo subacuático era más azul y, hasta cierto punto, lo era. ¡Pero los colores bajo la superficie brillaban! Hacían que quisiera gritar ante las vistas impresionantes. Había visto fotos de los corales y los peces del océano, pero ninguna era comparable con la realidad. ¡Le encantaba! Era como estar en un universo diferente donde nada familiar tenía sentido.


Sintió la mano de Pedro en su brazo y se dio la vuelta, para verlo justo a su lado. Le dio la mano y la enseñó a mover las piernas para que pudiera nadar rápido sin que se le cansaran los músculos. ¡Era maravilloso! Sabía que Pedro estaba nadando más despacio de lo habitual porque sus piernas eran más largas y más fuertes, pero le señalaba todas las cosas que se habría perdido si no hubiera estado con ella.


No tenía ni idea de cuánto tiempo habían nadado. Podría haber sido una hora, o varias. Estaba tan absorta en la belleza del mundo submarino que perdió totalmente la noción del tiempo. Casi se enfadó cuando Pedro tiró de su mano, empujándola de vuelta hacia el barco.


La cogió en brazos y la sentó en la plataforma de nuevo. Paula se quitó la máscara y el tubo.


—¡Ay, Pedro! ¡Ha sido espectacular! —dijo con entusiasmo—. ¡No puedo creerme lo bonito que es ahí abajo!


Él sonrió mientras le quitaba las aletas y las dejaba junto a ella en la plataforma.


—Bebe agua. Estás más deshidratada de lo que crees.


Paula se puso de pie y cogió la jarra de agua, que no estaba ahí cuando se habían ido. Sirvió dos vasos y estaba a punto de pasarle uno a Pedro, pero se detuvo. Vio alucinada cómo se alzaba sobre la plataforma, más que ligeramente impresionada por todos los músculos de sus brazos, espalda y abdomen.


Le habría ofrecido un vaso de agua si su mente funcionara. 


Pero lo más que consiguió mientras Pedro caminaba hacia ella, cogía una toalla y se secaba ese torso, fue permanecer ahí de pie, observando asombrada. ¡Y celosa! ¡Quería tocar ese pecho! ¡Quería secarlo!


—Gracias —dijo Pedro inclinándose para besarle los labios un instante antes de llevarse el vaso a la boca. Entonces Paula vio su nuez subiendo y bajando a medida que se bebía todo el vaso de agua. «Es guapísimo», pensó. Como una estatua griega, solo que cálido y móvil—. ¿Estás bien? —preguntó.


Paula se percató de que su voz había vuelto a tomar ese tono ronco otra vez.


Paula se puso derecha de un salto, pensando mal.


—¡Sí! —sonrió radiante, rodeándolo y subiendo las escaleras—. Sí, estoy bien. Perfectamente bien.


Pedro la observó mientras subía las escaleras, esperando que la reacción de su cuerpo a las curvas suaves e increíbles no fuera demasiado evidente.


Pedro la siguió por las escaleras y se la encontró mirando la mesa fijamente. Estaba puesta para dos, con cubiertos elaborados.


—¿Qué pasa?


—¿Qué es todo esto? —preguntó mostrando la mesa con la mano. Paula había estado alrededor de gente pudiente desde que empezó a cocinar de manera profesional. Pero incluso aquello parecía estar más allá de su comprensión de la riqueza. Paola y Patricia le habían contado historias de sus maridos y de la manera en que vivían, pero nunca había formado parte de ese mundo realmente. Así era como se imaginaba que vivían.


—Es la comida —explicó tendiéndole una silla.


—Es un poco excesivo —le dijo—. ¿Qué tienen de malo unos sándwiches y un poco de fruta?


Pedro se sentó frente a ella, cogió la servilleta de lino almidonado de su plato y se la extendió sobre el regazo.


—No soy muy fan de los sándwiches —le dijo con una mirada que mostraba clara aversión, aunque sus palabras no provocaron una buena reacción por parte de Paula.


—¡No has probado los sándwiches de mi hermana! Prepara las mejores cestas de picnic con unos sándwiches de ensueño. Incluso prepara sus propias patatas fritas con un aderezo especial. —Solo de pensarlo se le hacía la boca agua—. Madre mía, están riquísimas.


—Estoy impaciente por probarlas. Degustaré sus sándwiches con una mente abierta.


Paula tragó con dificultad al oír aquello. Le decía alto y claro que Pedro pensaba, no, que sabía que seguiría presente después de aquella semana.


—Yo no… —empezó a decir, pero el camarero que les traía la comida la interrumpió. Llenó los platos con pescado a la plancha y una salsa fresca que le hacía la boca agua—. Madre mía, no tenía ni idea de cuánta hambre tenía —le dijo pinchando la comida. De todas maneras, no quería discutir qué iba lo qué no iba a pasar entre ellos.


Los motores se pusieron en marcha y Paula miró a su alrededor.


—¿Dónde vamos ahora? —preguntó.


—Hay otro sitio siguiendo la costa. Si quieres aprender a hacer submarinismo, te enseño.


Paula lo observó con cuidado.


—¿De verdad harías eso por mí? —preguntó.


—Por supuesto —confirmó.


Paula sonrió radiante y asintió.


—Será muy emocionante —accedió finalmente.





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