domingo, 17 de julio de 2016
CAPITULO 10: (TERCERA PARTE)
Cuando cerró la puerta, respiró profundamente para intentar calmarse. Se sentía enormemente aliviada de que respetara sus reticencias y de que no intentara hacerla cambiar de opinión. «Ese hombre es demasiado para mi paz mental», se dijo levantando la guía de eventos para ese día.
Se decidió por una excursión de buceo de superficie. Al mirar el reloj, se dio cuenta de que tenía el tiempo justo para ponerse el bañador, coger sus cosas y salir al muelle donde se suponía que el barco recogía a los huéspedes que querían bucear. Le parecía un plan excelente y además la alejaría de Pedro durante el día. Sonrió, pensando que ni siquiera sabría que se había ido del resort. Estaría a salvo.
Se le ocurrió que no debería sentirse amenazada por Pedro. A nivel físico, no le temía en absoluto.
Era la tensión sexual lo que la aterrorizaba. Y todas las razones por las que no debería acercarse a él.
Todas las razones por las que debía evitarlo como la peste.
¡Simplemente no podía volver de su no-luna-de-miel embarazada y con el corazón destrozado!
Aquel pensamiento hizo que se detuviera sobre sus pasos. ¿Iba a quedarse con el corazón destrozado después de una semana con Pedro pero no después de romper con Greg?
¡No! «Tengo el corazón roto», se dijo mientras cogía una toalla y su bolsa de playa. En ella metió protector solar, una botella de agua, un libro, su sombrero y las gafas de sol. ¡Estaba lista! Estaba destrozada por Greg; simplemente estaba ignorando el dolor porque tenía otras cosas en la cabeza. «No, no estaba locamente enamorada de él, pero… ¡aún así debería estar disgustada!».
Paula se echó la bolsa al hombro, se puso las gafas de sol y salió de la habitación del hotel. Iba a hacer algo de manera independiente aunque la matara. ¿Sabía bucear? ¡No! ¿Iba a aprender ese mismo día? ¡Totalmente! ¿Le preocupaban las criaturas conocidas y desconocidas con dientes que nadaban bajo el agua? ¡No estaba segura, pero iba a descubrirlo!
Siguió las señales hasta el muelle, alucinada de lo grande que era el resort en realidad. ¡Había más edificios de los que era capaz de contar! ¿Dónde estaba toda esa gente durante el día? Desde luego, no estaba en la playa, que era donde había pasado la mayor parte del tiempo hasta entonces.
Cuando por fin encontró el muelle, gimió. La cola era larga y el barco no parecía muy grande.
Ojeando el grupo, suspiró aliviada cuando un segundo barco, parecido al primero, empezó a amarrar al final del embarcadero. Claro que había un barco más grande al otro lado. Ese era considerablemente más impresionante. Los otros dos barcos parecían huesos limpios, conchas de fibra de vidrio con un montón de asientos incómodos a lo largo de los bordes. El que estaba al otro lado parecía lo que Paula solo podía describir como un yate muy grande y lujoso. Era bonito, con cromo brillante y banderas, con amplio espacio para sentarse e incluso con comedores. «Alguien va a pasárselo bien», pensó con una punzada de celos.
Se volvió sonriendo a la pareja que estaba en la cola con ella, pero en realidad sus ojos buscaban al hombre con el que no quería encontrarse. Quería estar de camino a alta mar antes de que Pedro se diera cuenta de que no pasaría el día en el resort. Mientras avanzaba la cola, se mordió el labio inferior, deseosa de marcharse un poco más rápido de lo que se movía la fila. Sintió un escalofrío al pensar que Pedro podría estar buscándola en ese mismo momento. No podía ni imaginárselo…
Dejó de pensar cuando una mano fuerte le envolvió el brazo y la sacó de la fila.
—Por aquí —dijo Pedro tirando de Paula hacia el barco elegante, lejos de la seguridad del grupo de buceo.
—¿Qué haces? —preguntó volviendo la vista hacia la fila frenéticamente. Su sitio desapareció enseguida cuando la pareja que estaba detrás de ella dio un paso al frente—. No voy contigo, Pedro — espetó. Pero no la escuchaba. Se limitó a darle un empujoncito hacia el yate. Instantes después de que sus pies tocaran la cubierta, las cuerdas que lo mantenían amarrado fueron desatadas y el barco empezó a alejarse.
Paula miró fijamente hacia la gente, que se volvía cada vez más pequeña a medida que el barco surcaba las aguas.
—¿Por qué has hecho eso? —inquirió, volviéndose hacia el hombre al que había intentado evitar.
—Porque no iba a dejar que subieras en ese barco —le dijo como si fuera la respuesta más evidente del mundo.
Ella resopló un poco, volviendo la vista anhelante hacia los otros.
—Pero… —no pudo pronunciar las palabras que tenía en la punta de la lengua.
Pedro le dio la mano y la alejó de la barandilla.
—¿Pero esperabas evitarme todo el día? —preguntó conduciéndola hacia el interior del barco.
Ella lo miró a los ojos y se dio cuenta de que Pedro sabía exactamente lo que estaba haciendo. O
intentando hacer.
—Sí.
Él rio por lo bajo, pero admitía estar impresionado con su sinceridad.
—¿Crees que eso va a funcionar?
Paula se sentó con remilgo en una de las sillas de cubierta, extremadamente cómodas.
—Iba a darle un buen intento.
Pedro se sentó a su lado y le pasó un vaso con algo frío y espumoso que les había llevado un camarero.
—Te garantizo que no hay forma de que lo consigas. Y tampoco quieres hacerlo. Ni siquiera necesitas hacerlo.
Paula miró su pecho y sus hombros, ambas partes del cuerpo que debía recordar eran zonas vedadas.
—Sí lo necesito. Y tiene que haber alguna manera de hacerlo. —Sacudió la cabeza. Dio un trago a su bebida, prácticamente morada, y quedó impresionada—. ¡Madre mía, está buenísimo! ¿Qué es? — preguntó. Miró la bebida de Pedro, que no era tan morada—. ¿Y qué estás bebiendo tú? No es lo mismo.
Pedro miró su bebida con cara de póker.
—Creo que la tuya es algo así como limonada de lavanda.
Al instante, Paula empezó a reírse. Le encantaba esa cara suya educadamente en blanco.
—¿Esta es demasiado afeminada para ti? —bromeó.
Pedro se reclinó y se puso las gafas de sol.
—No me gusta la lavanda —le dijo con un tono amable—. Ni la limonada.
Aquello solo consiguió que Paula riera con más fuerza.
—Vale, así que he dado en el blanco. —Se reclinó en el asiento y dio un sorbo a su bebida, disfrutándola a pesar del desdén de Pedro—. ¿Por qué me secuestras?
Éste rio entre dientes.
—No te estoy secuestrando, querida. Querías ir a bucear, así que te llevo a bucear. No es difícil de adivinar.
Paula miró en torno al barco y se dio cuenta de que ya no veía la costa.
—Tal vez usted sepa lo que se le pasa por esa complicada cabeza suya, pero para su información, Sr. Alfonso, nadie más lo sabe.
—Y a ti te gustaría —Paula se percató de que aquello no era una pregunta.
—No. No creo que entender qué se te pasa por la cabeza sea lo mejor para mí.
Pedro se rio.
—Tienes razón. —Se rio aún más alto cuando las mejillas de Paula se sonrosaron ligeramente—. Y sí, tengo muchas cosas en la cabeza y me alegro de que no las adivines todas. Pero, para ser transparente, al menos de momento, voy a llevarte a bucear. Vamos a un sitio donde no entran las aglomeraciones y podrás ver más del mundo submarino.
Paula arrugó la nariz.
—¿Vale la pena? —preguntó. No estaba muy segura de si el mundo submarino era tan interesante.
—¿Intentas huir de mí? No. Definitivamente, no es buena idea. Aún no vas a entender esto, pero intentar evitar la química que hay entre nosotros sería un error terrible —le dijo. La mirada en sus ojos le prometía aventuras que hicieron que todo su cuerpo se estremeciera de excitación y expectación indecorosa—. Pero en respuesta a tu pregunta, sí. Es interesante lo que hay bajo la superficie.
A pesar de sus palabras anteriores, Paula empezó a relajarse, pensando que tal vez el día estuviera bien. No tendría que sentarse en un banco duro y seguro que se mantendrían ocupados buceando.
—Vale. ¿Dónde está ese sitio? —preguntó reclinándose sobre el asiento e intentando relajarse aún más. Era difícil con un hombre como Pedro a su alrededor. No tenía una personalidad muy relajante. O tal vez fuera la energía que chisporroteaba a su alrededor y a que a ella le parecía tan electrizante.
—En realidad, hay un punto de buceo perfecto a la vuelta de la esquina. Si quieres hacer submarinismo, que te permitirá bajar un poco más, podemos salir al océano y bucear alrededor de uno de los arrecifes. La elección es tuya.
Paula no quería admitirlo, pero la idea de hacer submarinismo era muy intrigante. Era algo así como esquiar. Siempre había pensado que la gente que sabía esquiar o hacer submarinismo era muy atlética. Tal vez a ella le encantara salir a correr largas carreras, pero nunca se había considerado una persona atlética. Fuerte, sí. Atlética, no tanto. ¿Cómo iba a considerarse atlética una chef de repostería?
Pasarse el día tocando azúcar y decadentes postres de chocolate frente a hacer algo activo era contradictorio.
La mirada confiada en ojos de Pedro la tentó, y no pudo resistirse al deseo de pinchar al oso un poco más.
—¿Y si volvemos al otro barco y me dejas bucear con los demás huéspedes? —sugirió, escogiendo una opción más segura.
—Eso no es lo que quieres —le dijo.
Paula no tenía ni idea de que se le iluminaron los ojos con el tentador desafío. Pero Pedro sí que lo vio, y se sintió tremendamente atraído por aquella mujer.
—¿Cómo sabes lo que quiero? —preguntó ella.
En respuesta, Pedro se puso de pie. Durante un momento, Paula pensó que iba a alejarse. ¡Tonta ella! La cogió de la mano y la levantó de su silla. Con manos delicadas, le sacó la bebida de entre los dedos y la puso con cuidado sobre la mesa que había junto a ella. Un momento después, la tenía sentada en su regazo y la besaba. Movía las manos por su piel desnuda y ella jadeaba con todas las sensaciones que estimulaban su cuerpo. Quería echarse atrás, huir de aquello. Pero en lugar de eso, se acercó más, abriendo la boca para Pedro mientras él amaba su boca. Exploraba con la lengua, mordisqueaba con los dientes, y con las manos… con las manos recorría todo su cuerpo, acariciándole toda la espalda por debajo de su camisa de flores. Después bajaron hasta su trasero, donde se detuvieron durante varios segundos vertiginosos.
Cuando Paula sintió sus dedos provocándola por el interior del muslo, ahogó un grito y se echó atrás. Le cogió la mano y lo detuvo, pero Pedro no estaba dispuesto. La levantó y la puso a horcajadas sobre sus caderas, lo que le daba mejor acceso a su cuerpo.
Paula intentó agarrarle las muñecas, pero el deseo la había debilitado. Cuando las yemas de los dedos de Pedro la tocaron, justo en el borde del bañador, pensó que había muerto y se había ido al cielo. Eso fue incluso antes de que esos dedos mágicos se sumergieran bajo el elástico.
Prácticamente se derritió en brazos de Pedro cuando sus dedos encontraron su núcleo secreto, el lugar que ningún
hombre había tocado.
—¡No! —jadeó, cogiendo su muñeca, con más fuerza aquella vez.
Pedro se detuvo, pero no apartó los dedos de su objetivo. Al bajar la mirada hacia ella, pudo ver el rubor en sus mejillas y el deseo en sus ojos. Le quitó las gafas de sol y puso las de ambos en la mesa, a su lado.
—No voy a parar —le dijo—. Quita la mano.
Ella sacudió la cabeza y Pedro cambió los dedos de postura. Paula jadeó de nuevo, pero como le daba golpecitos en aquel sitio especial, se sentía débil y en apuros. Paula aflojó el apretón en torno a su muñeca y prácticamente se retorció alrededor de sus dedos en ese preciso momento.
Pero él no había terminado. ¡Ni de lejos!
Cuando sus dedos se sumergieron más a fondo, casi ardió en llamas.
—No puedo hacer esto —sollozó, dejando caer la frente sobre uno de sus enormes hombros.
Pedro besó su cuello y mordisqueó su oreja.
—No tienes que hacer nada más que sentarte y disfrutarlo —le dijo con voz ronca y grave.
Paula se estremeció con solo oír sus palabras y su tono de voz.
—Estás haciendo cosas que no están bien.
—Las estoy haciendo perfectamente bien —arguyó. Cuando volvió a mover los dedos, Paula coincidió con él. Su cuerpo se irguió, casi rígido mientras esperaba a que moviera los dedos otra vez.
Cuando lo hizo, se estremeció y se movió más para que tuviera mejor acceso. «¡Ay, madre!», pensó.
¿Cómo podía tocarla así? ¿Cómo podía manipular su cuerpo totalmente?
No le dio tiempo a responder a esa pregunta porque los dedos se movieron contra su cuerpo y llegó al éxtasis. Echó la cabeza atrás mientras se contraía contra los dedos de Pedro. ¡Era la cosa más bonita que había experimentado nunca!
Cuando recobró el aliento, se movió sobre su regazo, echándose atrás y agradecida de que le permitiera volver a sentarse en la silla frente a él. Miró el vaso de limonada de lavanda, pero no podía arriesgarse a coger el delicado vaso de cristal porque su mano, o mejor dicho todo su cuerpo, seguía temblando después de aquella experiencia.
—Así que no, no vamos a evitarnos mutuamente —le dijo Pedro. Se llevó su vaso a la boca y dio un largo trago. Paula esperaba fulminarlo con la mirada, pero sospechaba que no parecía tan feroz como quería porque él sólo se rio de ella—. En cuanto a tus otros reparos, dime quién te ha dicho que soy mala persona.
Paula dio gracias por el cambio de tema. No estaba segura de poder hablar, pero se aclaró la garganta, haciendo un ligero esfuerzo por conversar.
—Eh… Bueno, no importa. Me fío completamente de mis fuentes.
Pedro asintió.
—Bien, es bueno saberlo. Al menos no me has buscado en Internet y has llegado a esa conclusión.
Paula ladeó la cabeza ligeramente.
—¿Por qué? ¿Hay rumores horrorosos sobre ti ahí fuera? Te busqué y encontré bastante.
—Si solo leíste los primeros artículos, casi todos son pura basura. No he salido con la mitad de las mujeres que aseguran las columnas de cotilleos.
Paula se cruzó de brazos.
—Entonces, ¿cómo han llegado todas esas fotos a Internet? —inquirió—. ¿Por accidente?
Pedro se rio de su inocencia. El mundo no era un lugar justo, lo sabía por propia experiencia.
—No. Asisto a varios eventos todas las semanas. La gente quiere hacerse fotos conmigo. Sobre todo las mujeres. Lleva sus nombres a los periódicos y les da más caché —explicó encogiéndose de hombros con desdén.
Paula hizo una mueca; no había pensado en eso.
—Así que las mujeres en todas esas fotos son solo conocidas de eventos humanitarios —sonaba ofensivo e incluso mercenario que esas mujeres manipularan así a la prensa.
Pedro le guiñó un ojo.
—No todas. No soy monje —se rio entre dientes cuando Paula volvió a ruborizarse porque sabía que había disfrutado del ministerio tan poco monacal de hacía unos minutos.
—Sí, bueno. —Paula miró a su alrededor, esperando que algo lo distrajera. «¿Dónde hay un camarero cuando lo necesitas? ¿O un móvil? Dios, me encantaría recibir un mensaje o una llamada ahora mismo».
Juntando las rodillas, miró hacia el mar y se dio cuenta de que se acercaban a la costa.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
Pedro apartó la mirada de la belleza encantadora y sonrojada para mirar al horizonte.
—Ya casi estamos allí. Vamos. Te daré algo de equipo.
Paula lo siguió al final del barco. Sospechaba que se llamaba de otra manera, como proa, o popa o algo así, pero no tenía ni idea de cuál era. Bajaron unas escaleras y después se dirigieron hacia la parte trasera del barco. Durante todo el tiempo, Paula pasó un mal rato intentando evitar que sus ojos recorrieran la amplia extensión de su espalda o su trasero, que ahora veía porque llevaba un bañador y una camiseta holgada.
—Toma —dijo pasándole un par de aletas—. Prueba a ver si te valen.
Se sentó en una de las sillas y se puso la primera.
—Yo creo que está bien —dijo observándose el pie. Un segundo después, Pedro le pasaba una máscara de buceo.
—¿Puedes echarte el pelo para atrás cuando te la pongas? —le preguntó—. No debes dejar pelo entre la piel y la máscara. De lo contrario, romperá el vacío de la máscara y te entrará agua.
—No queremos que ocurra eso, ¿verdad? —respondió mirando la máscara como si fuera un artilugio extraño en lugar de algo que utilizaba en la piscina de niña. Claro que aquella era de mucha mejor calidad. Se la puso sobre la cara y lo miró, sin saber muy bien cómo distinguir si le valía o no.
Cuando Pedro la miró, dejó caer la cabeza, riéndose de su carita adorable. Prácticamente toda estaba cubierta con la máscara, pero la presión que ejercía la silicona sobre su labio superior hacía que le pusiera morritos. Sospechaba que Paula no tenía ni idea de lo encantadora que estaba en ese momento. Hecho que se confirmó cuando se quitó la máscara y lo fulminó con la mirada.
—No sé qué es tan gracioso —gruñó.
—Ya lo sé —contestó él—. Esa máscara vale. Iremos a hacer buceo de superficie por la mañana, volveremos al barco a comer y, si quieres más, iremos a hacer submarinismo esta tarde.
Paula dejó la máscara colgando a un lado mientras Pedro buscaba algo más en la enorme caja de
equipo.
—Creía que había que tener un certificado para hacer submarinismo, dar un montón de clases y hacer todo tipo de exámenes.
—Eso es necesario para hacerse submarinista o maestro de buceo. También tienes que tener un número de horas de buceo y de instrucción, dependiendo del nivel de certificación que quieras. Pero puedo sacarte y enseñarte lo que hay que hacer.
—Claro que puedes —gruñó—. Porque cumples todos los requisitos.
Pedro rio entre dientes.
—Sí, moy sladkiy —farfulló un momento antes de besarla con ternura. Se quedó tan sorprendida, tanto por el beso como por sus palabras, que se olvidó de apartarse.
—¿Qué idioma es ese? —preguntó.
—Ruso —le dijo.
—Me preguntaba de dónde venía tu acento —comentó en voz baja. No pudo ignorar lo excitante que le resultaba oírle hablar en su lengua materna. ¡Era sexy!—. ¿Por qué nunca me has hablado en ruso hasta ahora?
Pedro se encogió de hombros y le dio un tubo.
—Tal vez porque no se me había ocurrido. Ya mog by rasskazat’ vam, kak ya khotel by zanyat’sya s toboy lyubov’yu, pero igual te ofendes. —Había dicho: «Podría decirte cuánto deseo hacerte el amor»… pero se guardó la traducción para sí mismo.
Ella se echó atrás, mirándolo con cautela.
—Estoy segura de que no quiero saber lo que acabas de decir. Sobre todo si piensas que voy a ofenderme.
Otra risa por lo bajo hizo que un escalofrío le recorriera el vientre hasta lo más profundo. Parte de ella quería volver a oír esa voz en su propia lengua, pero la parte más inteligente, probablemente su cerebro, aunque no estaba muy segura de que le estuviera funcionando como es debido últimamente, le decía que oírle hablar en ruso la metería en serios problemas.
—Vale, ¿cómo funciona? —preguntó.
Pedro subió una ceja. Sabía exactamente lo que estaba haciendo Paula, pero no la llamó cobarde.
—Ponte la máscara; cerciórate de que no se rompa el vacío. Puedes asegurarte de que está bien puesta respirando por la nariz. Si está bien ajustada, no podrás inspirar. —La observó mientras lo hacía y después asintió—. Voy a conectar esto y sólo respirarás por la boca. No es difícil, porque es la única manera en que podrás hacerlo. Pero si sientes pánico, ve más despacio y sigue las burbujas.
—¿Las burbujas? —preguntó, pensando que el sol lo había vuelto un poco majara—. ¿Ese es tu consejo si siento pánico? ¿Que siga las burbujas?
Pedro rio ante su expresión ultrajada.
—Las burbujas siempre van hacia la superficie. Casi siempre, el mayor problema al hacer submarinismo y bucear es desorientarse. Si sigues las burbujas, te guiarán hacia la superficie.
Aquello tenía más sentido de lo que quería reconocerle. De modo que, en lugar de sonreír ante su consejo ingenioso, se limitó a asentir.
—Vale, ¿y después?
Pedro hizo que se volviera hacia el agua.
—¿Sabes nadar? —preguntó.
Ella asintió.
—Sí. Me encanta nadar.
—¿Eres muy buena nadadora?
Paula ladeó la cabeza ligeramente.
—¿Eres uno de esos hombres paranoicos? —preguntó pensando en lo sobreprotectores que eran sus cuñados con sus hermanas.
Pedro arrojó la máscara y el tubo sobre una silla y eliminó la distancia entre sus cuerpos.
—Creo que podría serlo —gruñó antes de tomar su cabeza entre las manos y besarla. Movía la boca sobre los labios de Paula, mordisqueando y besando hasta que ella se dejó caer sobre él. Sólo entonces levantó la cabeza y la miró—. ¿Qué vas a hacer si lo soy? —preguntó.
Paula suspiró, apoyando la cabeza contra su pecho mientras intentaba recobrar el aliento.
—Creo que intentaré evitarte.
Él se rio mientras le acariciaba la espalda con las manos.
—¿Y qué tal te está funcionando el plan hasta ahora? —insistió.
Los labios de Paula se apretaron con su risa astuta.
—Eres un hombre odioso, Pedro.
—Hasta que hablo en ruso, ¿verdad? Entonces te gusto.
Sus mejillas se tornaron color de rosa y se dio la vuelta, esperando que no viera el cambio en su piel a la brillante luz del sol.
—Necesito protector solar —le dijo, intentando cambiar de tema.
—Aquí tengo—le dijo—. Date la vuelta.
Paula permaneció de pie frente a él, sin darse la vuelta en absoluto. No quería esas manos en su espalda. ¡De ninguna manera!
—Puedo ponerme el protector yo sola —le dijo estirando un brazo para quitarle el bote de las manos.
—Date la vuelta y quítate la camisa —repitió.
—No, Pedro, lo haré yo. —Bajó los codos hasta rodearse la cintura para que no pudiera levantarle la camisa. Le creía capaz de cualquier cosa. Y por la manera en que la estaba observando en ese momento, hacía bien en ser cautelosa.
—Pedro, aléjate —advirtió echándose para atrás a su vez.
—Tienes la piel clara. Necesitas protector en la espalda.
—Ya lo hago yo.
Pedro sacudió la cabeza.
—El sol es muy fuerte aquí, en el Caribe, e incluso peor cuando buceas. Los rayos del sol se reflejan en el agua, lo que intensifica su efecto. Vas a necesitar protector por toda la espalda. —Observó su camisa—. A menos que quieras nadar con la camisa. Eso reduciría un poco el impacto.
Paula se estremeció; sabía que tenía razón. Había tenido mucho cuidado de ponerse protector solar el día anterior precisamente por esa razón. Pero se había pasado todo el tiempo leyendo o durmiendo boca arriba, así que el sol no le había dado nada en la espalda todavía.
—Aún así, puedo hacerlo yo misma.
—¿De qué tienes miedo? —preguntó acercándose todavía más—. No puedes ir en serio cuando esta mañana me has contado todas las razones por las que no deberíamos estar juntos y decirme ahora que ni siquiera puedes aguantar el roce de mis manos en la espalda. No encaja. Sobre todo porque hace unos minutos te has desecho en mis brazos.
Paula se mordió el labio inferior, intentando encontrar la manera de explicar ambas cosas e ignorar su comentario sobre cómo se había desecho. Se estremeció con solo recordar la manera en que la había tocado, la forma en que su cuerpo se había movido contra él. Sacudió la cabeza, intentando aclararse las ideas.
—Tienes razón —respondió finalmente—. Pero la espalda es un sitio que… —se mordió el labio un momento, con mirada recelosa—. Pedro, deja que me ponga el protector solar yo misma. Por favor.
Éste la observó durante un largo momento antes de pasarle el bote de crema. Pero cuando subió la mirada hacia él, se dio cuenta de que no se había desalentado. Estaba pensando en algo y Paula sabía que no le iba a gustar. ¡Ni un poquito!
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