jueves, 30 de junio de 2016

CAPITULO 8 (PRIMERA PARTE)





Un momento después, conducía a Paula a través de los largos pasillos y la introducía en el asiento trasero de una limusina que esperaba. Era todo muy surrealista, pensó. 


Entonces echó una ojeada a Pedro, sentado junto a ella. Todo lo que había sentido en el despacho de aquel juez volvió a ella. La intensidad, la forma de aligerarse los problemas del mundo. No se debía a que aquel hombre hubiera aceptado ayudarla con la sede de la empresa de catering y la amenaza a su existencia. Era mucho más que eso. No lo entendía del todo. Y de una forma extraña,
aquella sensación la aterrorizaba más que ninguna otra.


Pedro la miró en ese momento y el calor que sentía ella se reflejó en sus ojos. Sin embargo, no ocurrió de inmediato. Él lo había aparcado, lo había ocultado con lo que ella sospechaba era un fuerte autocontrol. Pero cuando él vio aquella necesidad reflejada en sus ojos, fue como si apenas pudiera impedir que la llama de su propio deseo se encendiera, fuera de control.


Pedro no había pretendido que aquel beso de bodas se saliera de madre. Pero al ver la llama en los ojos de Paula y sentir su cuerpo temblando junto a él incluso cuando ella trataba de ocultarlo, se sintió sin fuerzas contra la magnética fuerza de atracción de sus suaves curvas. La súplica en sus ojos era la misma que sentía él y no pudo detenerse cuando la cogió sobre su regazo y cubrió su boca con un beso.


En el despacho de Jim la había besado suavemente, probando sus labios, sintiéndolos temblar. Pero ya no podía aguantarse más. Estaban solos y, de alguna manera, el certificado de matrimonio que acababa de firmar le golpeó con fuerza.


¡Aquella mujer tierna y seductora de ojos que lo atravesaban hasta el alma era suya!


¡Aquella era su mujer! Sin importar cuántas veces se dijera que sólo era algo temporal, que Paula no podía ser tan dulce y compasiva, que no era más que una actriz ejemplar, la deseaba. Y la poseería. No podía dejar de besarla, de tocarla…


Sus dedos retiraron con facilidad la chaqueta blanca de seda y encontraron la redondez de sus pechos oculta bajo el elegante traje. La camisola de seda parecía más una pieza de arte que un trozo de tela mientras el material trataba de aferrarse a sus magníficos pechos. Quería quitársela de un desgarrón, descubrir lo que se ocultaba debajo. De hecho, la tela lo estaba enfadando porque escondía lo que más deseaba ver. Sacándole la chaqueta de un tirón, deslizó un tirante por su hombro mientras sus ojos se deleitaban en un pecho perfecto. La punta rosa se erguía hacia él, suplicándole que la metiera en su boca. Se resistió durante una fracción de segundo antes de curvar los dedos alrededor de la exuberancia mientras su boca se enganchaba a su pezón, chupando y probando, averiguando qué la hacía gemir más.


—Eres preciosa —gruñó para después bajar el otro tirante, prestando las mismas atenciones al otro pecho mientras jugueteaba con los dedos sobre el primero.— No pares —susurró ella, arqueando el cuerpo hacia el suyo, sintiendo un
placer casi doloroso mientras él la tocaba y la provocaba. 


Necesitaba que parase y que no terminara nunca. Quería que la tocara en todos los lugares que jamás había visto hombre alguno. Lo quería tan desesperadamente que no se percató de que se retorcía sobre su regazo.


De repente, el calor de la boca de Pedro había desaparecido y este le metía los brazos de nuevo en la chaqueta. Ella miró a su alrededor, confundida.


Súbitamente se percató de que se habían detenido delante de una enorme casa.


—¿Dónde estamos? —preguntó mientras intentaba recuperar el aliento.


—En mi casa. Creo que mi ama de llaves nos ha preparado la comida — explicó. La levantó y la ayudó a salir del vehículo, caminando hasta el acceso de piedra para coches y dándole la mano—. Por aquí —dijo, apretando la mandíbula mientras intentaba retomar el control de su cuerpo.


El ama de llaves se había superado a sí misma, pensó Pedro. Unas rosas blancas, la elaborada cubertería de plata y la cristalería destellaban bajo el sol de la tarde.


—Es precioso —dijo Paula conteniendo la respiración. Con ojos brillantes y cuerpo tembloroso, subió la vista hacia él, sonriendo con agradecimiento—. No tenías por qué haber hecho esto —le dijo—. Pero es muy bonito.


Por norma, Pedro no habría hecho nada tan ridículamente sentimental, pero al verla sonreírle con esos brillantes ojos verdes, de repente se alegró de haberse tomado el tiempo de informar a su ama de llaves de que preparara una comida.


Bueno, le había dicho a su asistente que lo hiciera. Ella debía de haberle comunicado la noticia de sus nupcias, porque aquello era verdaderamente romántico.


Reprimió sus ansias de ignorar la comida, subir a aquella esbelta mujer en brazos por las escaleras y terminar lo que habían empezado en la limusina.


Desdeñaba los encuentros sexuales en limusinas; le parecían un estereotipo tedioso, por no decir incómodo e inadecuado. Pero algo se había apoderado de él hacía unos
minutos.— Sra. Alfonso—dijo retirando su silla.


Los ojos perplejos de Paula lo miraron y se quedó helada.


 «¡Ese nombre!».


¡Dios, ni siquiera había pensado en cambiarse el nombre! 


Era una idea ridícula, pero al oírse llamar de esa manera sintió que una espiral de deseo recorría su cuerpo. Su voz temblaba al mirarlo:
—Alfonso —susurró.


Paula hizo a un lado ese deseo mientras examinaba las otras emociones que sus palabras habían evocado en ella. A una parte sí le gustaba el nombre; se sentía más femenina y… extraña al hacerse llamar «Sra. Alfonso», y no entendía del todo por qué. Su otra parte, la parte que no estaba gobernada por el deseo y por una extraña sensación que se producía cuando estaba alrededor de aquel misterioso hombre, se sentía aterrorizada de ese nombre. Nunca se había planteado cambiarse de nombre al casarse. Su apellido era una parte fundamental de su persona, de su identidad. Suponía que si tuviera una relación real con un hombre, alguien con quien hubiera salido durante un tiempo, y si hubieran hablado de casarse, la idea de cambiarse de nombre habría salido a colación. Pero la manera en que habían llevado esa boda había eliminado todas las conversaciones prematrimoniales que una pareja mantendría normalmente. Era inesperado y soltó abruptamente lo primero que se le pasó por la cabeza:
—No tengo por qué tomar tu apellido, ¿verdad? —espetó. 


Esa era una cosa sobre la que no había pensado preguntarle. Se suponía que era un matrimonio temporal. Nunca se le había ocurrido que tuviera que cambiarse el apellido.


Pedro apretó la mandíbula al bajar la mirada hacia ella. ¿Cambiarse el nombre? ¡Por supuesto que tendría que hacerlo! ¡Era su mujer!


Se contuvo y se sacudió mentalmente. «Es temporal», se recordó a sí mismo.


Aquello era una farsa para su padre, para que Pedro pudiera hacerse con el interés mayoritario. Tenía planes para esas acciones y quería que su plan se pusiera en marcha pronto.


Tragándose a la fuerza aquel extravagante instinto posesivo, negó con la cabeza.


—Claro que no. —No tenía ni idea de la dureza que se adueñó de su expresión al pronunciar aquellas palabras. 


Retiró la silla y observó con la mandíbula apretada cómo su esposa, todavía una idea asombrosa, se sentaba en su
silla con aquel lindo trasero.


Se sentó frente a ella, sorprendido de cuánto deseaba retirar sus palabras y exigir que se cambiara el apellido para poder decirle al mundo entero que era suya.


Pero se contuvo implacablemente y se obligó a comer. 


Nunca en su vida había sido un sentimental. Tampoco había pensado nunca en casarse, de modo que la necesidad de darle su apellido a aquella mujer, de marcarla, era completamente absurda.


Además, le había pedido que guardara confidencialidad sobre su boda y su matrimonio. Si Paula tomara su apellido, aquello gritaría la noticia al mundo, literalmente. Era mejor que conservara su apellido.


Aunque a él no le gustara.


—¿Y ahora que va a pasar? —le preguntó con cuidado mientras una anciana entraba en el comedor y servía una comida apetitosa ante ellos en una delicada porcelana china.


—Ahora viajaré a Grecia a concluir mi asunto de negocios. Mañana, una mujer llamada Debra se pondrá en contacto contigo para discutir las distintas ubicaciones que ha encontrado para tu nueva sede. Después, todo lo que tienes que hacer es llamar a mi asistente para cualquier cosa que necesites y ella lo organizará para ti.





CAPITULO 7 (PRIMERA PARTE)






Paula miró al hombre que estrechaba su mano, intentando reprimir sus temblores porque no quería parecer débil. Él era tan fuerte y seguro de sí mismo, y en cambio ella se sentía como una mariposa tonta cuando estaba a su alrededor.


¿Por qué no podía mostrarse segura de sí misma y serena? ¿Por qué no se iba sin más ese estúpido temblor?


Porque estaba esperando el beso. Había estado pensando en su último beso desde que salió de aquella limusina. 


Anhelaba otro beso; se avergonzaba de cómo ese beso y las demás sensaciones que la volvían loca habían invadido sus sueños.


Aquella noche se fue a dormir y se despertó con Cena acurrucado en su cuello, pero lo único en lo que podía pensar era en cómo se le habían enredado las sábanas alrededor de las piernas. Entre el cerdo que la estaba asfixiando y las sábanas donde tenía las piernas atrapadas, se sintió acorralada. En su mente adormilada, sólo el beso de Pedro pudo liberarla de aquella prisión.


Así que ahí estaba, con las manos frías entre las manos cálidas y grandes de Pedro. El juez estaba diciendo algo que no tenía sentido, pero cada palabra suya los acercaba más a otro beso. Otro beso alucinante que quitaba el sueño y tensaba el cuerpo con aquel hombre alto y peligroso que estaba de pie junto a ella.


El juez estaba aburriéndolos con una cosa u otra; probablemente con los votos matrimoniales, que ella estaba aceptando mecánicamente mientras luchaba contra la necesidad de correr y esconderse. No daba crédito a lo libertina que era, cuán centrada estaba en el beso. Tal vez necesitara separar su miedo a casarse con Pedro del deseo de que la besara. Sí, eran dos cosas definitivamente distintas y ambas generaban reacciones opuestas en ella. La idea de casarse con aquel hombre, de todo lo que el matrimonio representaba, era aterradora. Pero aquel beso…
«¿¡Y la boda!? ¿¡Y los votos!?»


¿Se debía aquel instinto de huida al hecho de que aquello estaba mal? Los votos matrimoniales eran sagrados, pero ahí estaba ella, accediendo a amar, cuidar y respetar a un hombre del que sabía que iba a divorciarse en solo unos meses. ¡Y ni siquiera estaban en la iglesia! ¿O acaso ese detalle hacía más fácil tragarse las mentiras? Sabía que el miedo se desvanecería si la besara. Su necesidad de escapar, de esconderse o de gritar al juez que dejara de hablar desaparecería con un simple beso.


Pedro apretó su mano y ella levantó la mirada, preguntándose por qué había hecho eso. ¡Ahí estaba otra vez! ¡Ese anhelo, esa necesidad de… algo! Se le derritió el corazón con aquella mirada. Tal vez no hubiera entendido la mirada en absoluto y la estuviera malinterpretando, pero no tenía nada más en lo que basarse: ni antecedentes con aquel hombre, ni un compañero que le explicara su personalidad.


En aquel momento se estaba guiando por puro instinto. Así que cuando vio su mirada y percibió sus labios prietos como si supiera que ella estaba dudando, se le derritió el corazón. 


Algo en su interior cambió y de repente quiso ayudar a aquel
hombre. Quería hacer que su expresión severa se tornara en una sonrisa, para suavizar la dureza que rodeaba sus glaciales ojos azules. Pensó que en realidad eran unos ojos muy bonitos.


Alguien carraspeó a su izquierda y miró al juez.


—¿Quieres? —repitió.


—¡Oh! Sí. ¡Quiero! —accedió y de nuevo sintió aquel apretón en la mano.


¿Le estaba dando las gracias? Al volver la mirada hacia Pedro vio admiración y…


«¡Santo cielo!», se dijo que estaba imaginando cosas. 


Estaba siendo fantasiosa. ¿Por qué se comportaba de manera tan tonta?


Ya había salido con hombres en el pasado. Cuando vio sus verdaderas caras no había quedado impresionada. Demasiado a menudo, las citas se convertían en peleas, así que se limitó a dejar de aceptar ir a citas, para pesar de sus hermanas.


Tal vez estaba idealizando aquella ceremonia, tratando de ver algo en sus ojos que ella quería que estuviera allí. Aquel hombre era fuerte y poderoso; no le importaba una doña nadie como ella.


—Sí, quiero —respondió Pedro bajando la vista hacia la mujer que estaba junto a él. Ignoró a Jim, el juez que estaba celebrando la ceremonia, y trató de averiguar qué estaba pasando por la mente de aquella mujercita. Su encantador traje blanco había sido una sorpresa y se alegraba de haberse ataviado instintivamente con un traje oscuro con corbata plateada, haciendo de la ocasión algo un poco más especial de lo que en principio había pretendido.


No pudo ignorar la dulce sorpresa en sus ojos cuando le dio un ramo de rosas blancas y gipsófilas. Había sido un gesto tan sencillo y tan fácil. De hecho era algo que se le había ocurrido a su asistente y él había pensado que era superfluo.


Pero Paula pareció muy conmovida y se alegró de haberse acordado del ramo cuando salió de la limusina.


Mientras observaba a Paula, trató de descifrarla. ¿De verdad era tan inocente y refrescante como le gustaría creer? Parecía demasiado bueno para ser cierto, que una mujer tan dulce y sensible como lo parecía ella pudiera ser real. ¿O
se trataba simplemente de una gran actriz?


—Yo os declaro marido y mujer —entonó Jim con una sonrisa paternalista —. Puedes besar a la novia.


Paula miró a Pedro, nerviosa, impactada y emocionada ante la idea de que aquel hombre fuerte y poderoso la besara otra vez. De súbito, recordó como había reaccionado ante su último beso y rezó para que no la besara de nuevo. ¡No quería desarmarse como lo había hecho la última vez que la había tocado! Trató de apartarse, pero él no iba a permitir eso. ¿No podían salir afuera? Si pudiera hablar, obligar a sus labios a pronunciar las palabras, a suplicarle que la besara en privado para no quedar en ridículo; pero…


¡Aquella boda era una farsa! ¡Por motivos de negocios! Así que, ¿por qué inclinaba la cabeza Pedro? ¿Por qué tenía esa luz extraña, casi posesiva en esas profundidades de cristal de su mirada? Paula contuvo la respiración, esperando que ocurriera algo; su corazón latía desbocado y tenía los dedos de los pies agarrotados a la expectativa.


Cuando los labios de Pedro por fin alcanzaron los suyos, Paula jadeó ante la oleada de calor y necesidad que invadió su cuerpo. Al igual que había ocurrido con su último beso, estaba perdida de nuevo, cautivada por sus labios y por la necesidad que brotaba en su interior. Cualquier idea de apartarse se desvaneció por completo de su mente. Todo lo que quería en aquel preciso instante era profundizar en ese beso, sentir cómo la abrazaba y saber cómo sería…


Cuando rodeó su cintura con el brazo, ella dio una bocanada, pero se echó en sus brazos voluntariamente, envolviendo el cuello de Pedro con los suyos mientras sus dedos se sumergían en su pelo negro, sorprendentemente suave. No quería que acabara aquel beso. Quería que esa sensación de escalofríos alucinantes durara siempre.


La risita detrás de ella le dio la primera pista de que algo iba mal. Cuando Pedro levantó la cabeza, se percató instantáneamente de que él sentía lo mismo. Él quería inclinarse otra vez y seguir besándola, explorar aquella extraña sensación que disparaba un hormigueo electrizante por todo su cuerpo.


—Habrá tiempo de sobra para eso más tarde —dijo Jim mientras extendía la mano para estrechar la de Pedro—. Firmad aquí —dijo dándole un bolígrafo a Paula—, y podréis iros a vuestra luna de miel.


Paula tomó el bolígrafo con dedos temblorosos y miró a Pedro a los ojos, preguntándose qué estaría pensando después de aquel beso. Se sintió hundida cuando se percató de que sus ojos azules se tornaron duros e inflexibles de nuevo.


Cualquier cosa que quisiera ver en esas profundidades de cristal había quedado bien escondida. Girándose hacia el juez, miró el papel—. ¿Qué voy a firmar? — preguntó. 


Cuando el sonido no salió claramente, se aclaró la garganta.
Jim rio de nuevo.


—Es vuestro certificado de matrimonio —explicó señalando dónde tenía que firmar—. Si firmas aquí, haré que mi asistente lo archive para el juzgado.


Paula observó el pequeño papel, preguntándose cómo algo tan pequeño podía tener tan grandes repercusiones sobre su vida. Subiendo la vista hacia Pedropercibió su mirada, su dureza. La necesitaba, pensó con un estallido de sorpresa. Tal vez no fuera consciente de que la necesitaba, y ella no sabía con seguridad por qué la necesitaba. Sin embargo, de una manera primitiva, distinguía la necesidad que se cernía sobre él. Quizás fuera la tensión en sus hombros o su mirada en blanco, suspicaz, mientras esperaba a que firmara el certificado. No estaba segura. Pero en su interior, sabía que la necesitaba.


¡Y ella lo necesitaba a él!


Aquello era aún más alarmante si cabe. Conocía a ese hombre de unas dos horas, pero había algo en él que la llamaba, que hacía latir su corazón con celeridad y que hacía que su cuerpo fuera consciente del de Pedro. Nunca había sido tan consciente de un hombre en toda su vida. De entre todos los hombres por los que podría haberse sentido así, no tenía ni idea de por qué su corazón había escogido a aquel hombre extraño, complicado e influyente.


No era amor. No, sabía que el amor no era una emoción que brotara de repente en una persona. Era… necesidad. «Sí», pensó. Lo necesitaba de alguna manera fundamental, básica. Y él la necesitaba a ella.


Eso tenía que bastar para que todo aquello estuviera bien. Si podía ayudarle de alguna manera aparte de cualquier problema de negocios que tuviera, entonces se alegraba y estaría encantada de hacerlo.


Se dio la vuelta y firmó con cuidado; después le pasó el bolígrafo a Pedro.


Él ni siquiera titubeó, sino que lo cogió y garabateó su nombre nítidamente.


—Necesitaré una copia de eso —le dijo a su amigo.


Jim asintió rápidamente.


—Entendido. Se la haré llegar a tu asistente hoy antes de cerrar.


Pedro asintió y tomó la mano de Paula, tirando de ella hacia la puerta.


—Tenemos que irnos. Gracias por tu ayuda.


—Ha sido un placer —afirmó Jim estrechando la mano de Paula.



CAPITULO 6 (PRIMERA PARTE)





—¿Estás bien, Paula? —preguntó Patricia, observando mientras su hermana caminaba absorta por el espacio que hacía las veces de salón y cocina. En realidad era una única habitación grande con cuatro puertas en los laterales que daban a los dormitorios, uno para cada hermana y otro que compartían Alma y Aldana.


—Estoy bien. ¿Por qué? —preguntó sentándose en la barra de la cocina, mientras bebía su té a sorbos.


Patricia se acercó a ella, con ojos también preocupados.


—Porque Ruffus acaba de correr por el sofá, Odie se ha erizado y le ha bufado, y los dos han salido pitando a tu habitación.


Paula miró a su alrededor, percatándose del desastre que había por toda la sala con los cojines del sofá en el suelo, juguetes tirados por todas partes y la mesa de café cubierta de periódicos viejos. Normalmente, ya estaría correteando de un lado para otro tratando de poner orden. Pero tenía otras cosas en la cabeza.


—¡Oh! —respondió, llevándose su taza de té hacia el sillón junto a la ventana que daba a la calle.


Paola y Patricia se miraron la una a la otra, negando con la cabeza.


Situándose frente a Paula, ambas pusieron los brazos en jarra y examinaron a su hermana con preocupación y curiosidad.


—Ni hablar, chica. Cuéntanos qué pasa.


Paula salió repentinamente de su contemplación del cielo nublado. Desde luego, no había visto el cielo. Sobre todo porque ni siquiera estaba nublado, sino que… al mirar a través de la ventana se dio cuenta de que ya había anochecido. Se preguntaba si Pedro seguiría en la ciudad o si había volado a algún sitio por temas de negocios. Era una sensación rara pensar que podría casarse pronto y que no tenía ni idea de dónde estaba su especie de prometido. 


Podría estar a cientos de kilómetros o a la vuelta de la esquina.


—¡Hola! —dijo Patricia en voz alta, haciendo aspavientos con la mano frente a la cara de su hermana—. ¿Qué pasa en tu ágil cabecita? ¿Estás planeando vender preparado de galletas empaquetado o algo así? —bromeó. Tanto Paola
como Patricia estaban asombradas ante la habilidad que tenía su hermana para comercializar su comida como productos.


Paula se centró en el presente y, una vez más, se dio cuenta de que sus hermanas estaban tratando de atraer su atención. Las sonrió, pero sospechaba que su expresión seguía siendo demasiado extraña, a pesar de que estaba intentando asegurarles que estaba bien.


—Estoy bien, Pato —dijo con suavidad, todavía aferrada a los documentos legales que le había enviado Pedro aquella tarde. Eran bastante claros. Ella, por su parte, se casaría con Pedro Alfonso y asistiría a eventos como su esposa, no se comportaría de manera inapropiada y el matrimonio concluiría cuando se resolvieran sus asuntos de negocios. 


Para su contribución, él la asistiría en las negociaciones con Construcciones Logos, y había detallado una asignación
mensual elevadísima y una lista con todas las residencias que podía visitar para su esparcimiento. Paula no se lo estaba inventando. La cláusula decía «para esparcimiento de la Srta. Chaves». Junto a ese documento, también había recibido un contrato de Construcciones Logos. En efecto, Mike McDonald había aceptado un precio de venta un treinta por ciento superior; todas las tasas inmobiliarias correrían a cuenta de Construcciones Logos, así como los gastos de traslado e instalación. Había ido tan lejos como para proporcionarle mil horas de mano de obra y especialistas la para renovación y puesta al día de la nueva instalación según sus estándares y normativa. En el reverso del documento había una lista de posibles ubicaciones para su empresa. Y lo que era aún mejor, tenían treinta días… treinta
días y no esos horribles diez… para encontrar una nueva ubicación.


Había pasado toda la tarde leyendo y releyendo cada documento, tratando de absorber toda la información. Estaba todo muy claro. Él mantendría todos sus bienes al finalizar el matrimonio. Ella mantendría los suyos, así como cualquier regalo en dinero, asignación, joyería o ropa que él le hubiera dado. Solo la cantidad que le había asignado al mes era una locura. No podía aceptar su dinero. Él había cumplido con su parte del trato, por encima del mismo si aquel contrato servía de indicación. Tendría que salir adelante con su dinero o encontrar una solución a aquel embrollo en el que, sin saberlo, se habían visto envueltas sus hermanas y ella.


—¡Paula! —exclamó Patricia, ahora haciendo aspavientos en el aire exasperada—. ¿Qué pasa?


Paula devolvió una mirada vacía a sus hermanas, sin estar segura de qué decir ni de cómo aliviarlas. Sobre todo porque su cabeza estaba hecha un lío. «¡Y aquel beso!». ¡Ay, Dios, ese beso la había confundido más que nada en su vida! La forma en que la había abrazado, el deseo que se escondía tras su beso, la manera en que sus manos la habían agarrado… sintió un escalofrío al pensar en ello otra vez.


Paola se inclinó más hacia ella, tratando de captar la mirada de Paula.


—Cariño, me estás asustando. Has estado estresada fuera de lo normal durante las últimas semanas y de repente un tío se presenta aquí para hacerte de chófer a una reunión; reunión que no estaba en la agenda, por cierto. Bueno, comprenderás por qué estamos todas un poco preocupadas —dijo, mirando a unos ojos verdes similares a los suyos—. Háblanos. Dinos qué está pasando. Guardas secretos y eso nunca había ocurrido antes.


Paula suspiró y puso una mano sobre el hombro de Janine.


—Todo saldrá bien —les aseguró. Dicho eso, recogió todos los papeles y se metió en su habitación. No vio la mirada preocupada que intercambiaron Patricia y Paola, ni a Cena, que entró justo detrás de ella saltando sobre su cama, pulcramente hecha antes, husmeando entre las sábanas y revolviéndola.


Paula cogió su teléfono móvil y marcó el número que estaba adjunto a los contratos. Era el número personal de Pedro y sus dedos temblaban mientras escuchaba el tono del teléfono. Pedro respondió de inmediato.


—Firmaré —dijo sin preámbulos.


—Estupendo —respondió Pedro, aunque no había tenido ninguna duda de que aceptaría los términos. Había sido muy generoso y era extraño que alguien no se adhiriera a sus planes—. Te recogeré mañana a las dos y media de la tarde.


—Está bien —contestó, sintiéndose incómoda—. Lo tendré todo firmado y preparado para cuando vengas.


—Bien. Hasta mañana entonces —dijo y, un momento después, Paula miraba fijamente el teléfono. Él había concluido su negocio y simplemente colgó el teléfono. ¿Qué locura era esa?


Observó el auricular, sintiendo una oleada de histeria. Fue como si necesitara gritarle a algo, a cualquier cosa, para sacar de su cuerpo esa sensación de absurdo y excitación.


En lugar de eso, se echó contra las almohadas y se quedó contemplando el techo, preguntándose si estaba haciendo lo correcto o si iba a firmar el error más grande de su vida.