martes, 19 de julio de 2016

CAPITULO 17: (TERCERA PARTE)




—Cásate conmigo.


Los ojos de Paula se abrieron con aquellas palabras, pero no lo había entendido.


—¿Cómo dices? —preguntó.


Mirando a su alrededor, buscó a Pedro en la cama, deseando que siguiera a su lado. Se sentía incómoda, pero nunca sentía nada raro cuando la abrazaba. Al levantar la cabeza, intentando localizarlo, lo encontró de pie al final de la cama en la enorme habitación.


—Cásate conmigo, Paula —repitió.


Paula se incorporó, sosteniendo la sábana sobre su desnudez e ignorando la sonrisa de superioridad de Pedro.


—Ya he visto todo lo que estás intentando tapar —le dijo. 
Sus ojos se oscurecieron cuando prosiguió —: Y además ya lo he probado todo. Así que no hay razón para que me lo ocultes ahora.


Paula se encogió y enroscó las piernas debajo de su cuerpo.


—Sí, bueno, eso no elimina mi timidez, y dudo que haya manera de que eso ocurra.


Subió una ceja negra.


—Acepto el reto —bromeó él.


—No quería decir eso —dijo inhalando con fuerza mientras Pedro empezaba a inclinarse sobre la cama—. ¿Qué estás haciendo?


Éste rio entre dientes y volvió al final de la cama.


—Tienes razón. Tenemos detalles que concluir.


Paula volvió a parpadear, echándose el pelo para atrás e intentando centrarse. Sin embargo, era difícil, porque Pedro estaba ahí de pie, increíble sin camisa, y esos pantalones le sentaban de maravilla, bajos a la altura de las caderas.


—Hum… ¿qué detalles? —preguntó con los ojos puestos en sus caderas, en aquel fascinante bulto.


—Te he pedido que te cases conmigo. Cuando digas que sí, tenemos que disponerlo todo.


Los labios de Paula se comprimieron mientras analizaba su pecho musculoso. «Madre mía, esos músculos son tentadores».


—Hum… Sí. Bueno, no creo que debamos casarnos.


Pedro había previsto aquella respuesta. No le gustaba, pero sabía que iba a decir eso.


—¿Por qué no?


Paula rio, apretándose la sábana alrededor del pecho.


—Pues… por que no nos conocemos de verdad.


—Me conoces.


Se refería a su noche de exploración sexual y, como era predecible, se le sonrosaron las mejillas.


—Sí, bueno, eso no es lo que sustenta un matrimonio, Pedro.


Su cuerpo se endureció aún más cuando utilizó su nombre. 


Y por el hecho de que hubiera rechazado su propuesta. 


¡Joder, cuánto deseaba a esa mujer! Cualquier otra habría saltado ante una pedida de mano.


¡Pero su Paula, no! No, ella era el reto y la belleza que había estado esperando y ni siquiera se había dado cuenta que faltaban en su vida.


—¿Qué necesitas para sentirte cómoda cerca de mí?


Ella se encogió de hombros, plenamente consciente de la manera en que la mirada de Pedro captó la suya con ese movimiento.


—No lo sé. —Sabía que quería que volviera a la cama pero, a la luz del día, se sentía demasiado cohibida como para decir aquellas palabras descaradas.


—Vas a tener que darme una respuesta mejor. Quiero que seas mi esposa —le dijo.


Puesto que acababan de dejarla plantada, no le entusiasmaba demasiado la idea de tener otra relación.


—¿Qué tal si nos lo pasamos bien durante los próximos días hasta que ambos tengamos que volver a la realidad? —ofreció mirándole el torso.


Él negó con la cabeza de inmediato.


—No es lo bastante bueno. Quiero más. —La miró antes de decir—: Lo quiero todo de ti, Jasmine.


Ella ignoró el revoloteo de su corazón con aquellas palabras. 


Sonaban maravillosas, pero eran completamente surrealistas.


—No podemos hacer eso. —Se puso de pie y se llevó la sábana mientras se acercaba hacia él—. ¿Por qué no podemos tomarnos las cosas día a día? —preguntó.


Pedro lo sopesó.


—Múdate aquí conmigo hasta que tengas que volver a casa y me lo pensaré —le dijo. No iba a pensar en nada. Sabía lo que quería y era esa mujer. Para siempre.


Paula se rio y lo besó en el pecho.


—Esta noche me traeré una muda.


Pedro la atrajo hacia sí. Quería más que unos besos vibrantes.


—Haré que alguien traiga tus cosas aquí mientras salimos a navegar hoy.


No estaba segura de a qué se refería con lo de navegar, pero no tuvo oportunidad de preguntarle porque la besó. Ese era el fin de la comunicación entre ellos, a menos que le dijera, «sí», «más» o «hazlo otra vez».


Le encantaba la manera en que le hacía el amor. Era como si se dedicara en cuerpo y alma a enseñarle a liberar su sensualidad, y Paula quería más. Cada vez que la tocaba, quería más, y cuando la besaba, nunca era suficiente. Era como una droga que no podía quitarse de la cabeza ni satisfacer su cuerpo con su forma de hacer el amor.


Aquel día fueron a navegar, pero solo por la costa, y no durante demasiado tiempo. Era un pequeño barco de vela, lo bastante grande para dos o tres personas. Por supuesto, era un experto marinero. El hombre parecía ser un experto en todo lo que elegía hacer. Así que era un día divertido irse a navegar.


Corría una brisa perfecta y hacía sol, por supuesto. Llevaron su pequeña nave hasta una pequeña cala que parecía estar aislada del resto del mundo. Sacó una cesta grande de picnic y comieron a la sombra de las palmeras. Entonces le hizo el amor sobre la suave manta, bajo el sol, después de lo cual la llevó desnuda al océano para nadar entre los peces como habían llegado al mundo.


Para cuando volvieron al resort, Paula pensaba que estaba exhausta. Sin embargo, cuando la cogió en brazos, se dio cuenta de que en realidad no estaba muy cansada. De hecho, nada. Aquella noche le hizo el amor muchas veces y le enseñó cosas que no sabía que su cuerpo era capaz de hacer.


A la mañana siguiente, cuando el sol empezaba a resplandecer sobre el horizonte, Paula se dio cuenta de que estaba enamorada de aquel hombre. Ivan se pondría furioso, Patricia y Pedro se preocuparían por ella, pero lo amaba. 


Sabía que no tenían futuro. Él vivía en Europa o volaba entre sus resorts para hacer lo que fuera que hiciese en cada uno de ellos. Ella vivía en Virginia y era repostera.


Esos dos mundos simplemente no encajaban.


De modo que decidió aprovechar cada momento que tenía con él y hacerlo especial. Se negaba a pensar en el futuro; únicamente iba a disfrutar su tiempo con él ahora, en ese momento.


La víspera de cuando se suponía que volaría a casa, le hizo el amor, diciéndole con el cuerpo todo lo que sabía que no podía decirle con palabras. Lo quería y siempre lo querría. 


Era su hombre y no quería pasar el tiempo durmiendo. Era su última noche en brazos de él y pretendía demostrarle cuánto significaba para ella.


Para cuando tuvo que marcharse a coger su vuelo, miró hacia atrás a Pedro, que seguía dormido en la cama arrugada, conteniéndose las lágrimas por pura fuerza de voluntad y nada más.


¡Si al menos le hubiera dicho que la quería! Se habría casado con él al instante.


Claro que, desde aquella vez hacía cuatro días, no había vuelto a sacar el tema del matrimonio. ¿Tal vez hubiera cambiado de opinión? No estaba muy segura y le dio demasiado miedo sacar el tema. Temía profundamente que, si le volvía a pedir matrimonio, accedería por el simple hecho de que lo quería muchísimo. Sin embargo, él no la amaba. 


Ese era el verdadero problema y Paula quería llorar de lo
mucho que dolía aquello.


En lugar de eso, hizo las maletas tan silenciosamente como pudo y salió de su preciosa villa. El corazón le lloraba por la injusticia de que la dejaran plantada una semana y enamorarse a la siguiente.


Sin embargo, ninguno la amaba lo suficiente. Razón por la que se iba al vestíbulo a coger un taxi al aeropuerto sola.


Embarcó en el avión, agotada y más devastada por la pérdida de su compañía y su atención de lo que había creído posible. Se sentó en su butaca y dejó que las lágrimas fluyeran incesantemente por sus mejillas, deseando seguir acurrucada en sus brazos. Deseando que la hubiera amado solo un poco. Lo quería muchísimo, así que podría haber compensado la diferencia si él solo la hubiera tenido una pizca de amor por ella en su corazón.


Paula sabía que había sido la semana más alucinante de su vida. Nunca iba a volver a conocer a otro hombre como Pedro. La idea de que tal vez tuviera propiedades en Washington D. C. y de que podrían volver a verse se le pasó por la cabeza, encendiendo la llama de la esperanza.


Pero entonces descartó ese pensamiento. No podía contarle a Ivan lo de Pedro. Se había puesto furiosísimo cuando le preguntó acerca de él por teléfono.


—Disculpe, ¿Sra. Chaves? —preguntó la azafata.


Paula alzó la vista limpiándose las lágrimas de los ojos.


—¿Sí? —dijo, preguntándose si se había equivocado de asiento.


—Han subido su billete de categoría, a primera clase. Por aquí, por favor —ofreció, sonriendo educadamente mientras le indicaba la parte delantera del avión con la mano.


Paula miró a su alrededor, intentando enfocar a través de las lágrimas y del dolor que sentía en el pecho. Los demás pasajeros la miraban con envidia.


—Tiene que haber algún error. Estos asientos llevan semanas reservados. Yo no he reservado un billete de primera clase.


La azafata miró su carpeta.


—Un tal Sr. Ivan Maddalone llamó y cambió la categoría de los billetes. Aquí tiene una nota —dijo pasándole otro papel.


Paula suspiró cuando oyó el nombre de su cuñado.


—Oh. Eso es… —no estaba segura de qué pensar—. Ha sido muy amable de su parte —dijo en voz baja.


Paula cogió la nota, su bolso y siguió a la azafata a la zona de primera clase. No solo tenía un asiento allí, sino toda la fila. Se sentó en la silla extra grande y abrió la nota, deseosa de que la distrajera de su tristeza.


«Paula, siento no haber podido mandar mi avión a recogerte. Patricia no me dejó interferir, así que he hecho lo mejor que he podido. No le digas que he hecho esto por ti, ¿vale? Siento las palabras duras de hace unos días. Me alegro de que hicieras caso a mi advertencia».


Eso era todo. Dobló la nota enfadada y se la metió en la bolsa, furiosa porque Ivan siguiera pensando que Pedro era mala persona.


—¿Le gustaría un poco de champán? —preguntó la azafata.


La idea de champán evocó la primera noche que había pasado en brazos de Pedro. Sacudió la cabeza rápidamente, intentando a duras penas no parecer tan patética. «No quiero llorar», se dijo. Sabía que la aventura iba a terminar. 


Él también lo sabía. Venían de dos mundos diferentes y no podía volver de su no-luna-de-miel con otro hombre. Sobre todo con un hombre que su cuñado detestaba con tanta intensidad que la había advertido que no se acercara a él. Y desde luego, no con un hombre que no la amaba.


«Es un desastre», pensó. Se había implicado con el enemigo e Ivan ni siquiera lo sabía. Si lo supiera, no le habría subido el asiento de categoría.


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