jueves, 7 de julio de 2016
CAPITULO 2: (SEGUNDA PARTE)
No podía creerse lo que estaba oyendo. El hombre podría ser increíblemente rico y brillante para los negocios, pero no tenía ni idea cuando se trataba de mujeres. O de ella, para ser más específicos. No tenía ni idea de lo que había sentido por él, de cómo le había querido con todo su corazón. Y tampoco iba a contárselo. No se merecía saberlo porque la había dejado marchar. No había intentado buscarla y, cuando ella intentó ponerse en contacto con él, no había cogido sus llamadas. La había rechazado en un momento en que ella era vulnerable, estaba asustada y desesperada.
Aquel pánico y su rechazo la habían ayudado a sobreponerse, la habían ayudado a enfadarse con su rechazo. Había utilizado aquella rabia para recuperar su vida, para empezar de nuevo y superar al hombre que la había herido por completo.
Estiró los hombros, decidida a volver a sacarlo de su vida.
Levantó la barbilla en un gesto desafiante. No se dio cuenta de cómo sus ojos verdes lo estaban desafiando. De haberlo sabido, probablemente se habría puesto gafas de sol para que no pudiera verlos. No quería a aquel hombre en su vida.
Una vez había sido demasiado para su corazón frágil, tierno y romántico. Esta vez se protegería de ese hombre sin corazón y desalmado.
—No. No vamos a probar, no vamos a volver. Date media vuelta y lárgate de mi cocina de una vez. —Cogió el objeto duro que tenía más cerca y se alejó más de él, levantando la cuchara por encima de su cabeza de manera amenazante.
Los ojos de él se alzaron hacia el lugar donde su mano se aferraba a la cuchara de madera por encima de su cabeza.
—¿O qué? ¿Me aporrearás con la cuchara? —preguntó con su sonrisa pícara.
No sabía que lo que había cogido como arma era una cuchara. Entonces parecía una tontería, pero era todo lo que tenía a mano en ese momento.
—Sí —respondió con nerviosismo porque él seguía acercándose. Intentó retroceder, pero ya estaba acorralada junto al fogón—. Déjame en paz —exigió, prácticamente suplicándole porque estaba tan cerca que podía olerlo; casi podía saborearlo y ¡eso era malo! Oler esa increíble loción para después del afeitado con aroma cítrico que le gustaba atormentaba todos sus sentidos. Hacía que la cabeza le diera vueltas con una necesidad que había sido brutalmente reprimida durante cinco largos años. Cinco años durante los cuales había anhelado que la estrechara entre sus brazos una vez más, sentir su cuerpo manteniéndola calentita por la noche. Cinco años durante los cuales había llorado hasta quedarse dormida demasiadas veces, deseando haber sido suficiente para él, que pudiera haberla amado solo un poco.
—No creo que pueda —respondió él en voz baja. Un momento más tarde, un brazo se abalanzó para capturar la muñeca que sostenía la cuchara de madera mientras el otro le rodeaba la cintura. En un momento estaba de pie amenazándolo. Al siguiente, estaba en sus brazos y él la besaba como si estuviera sediento de ella.
Paula siempre había sido débil en lo concerniente a aquel hombre y no podía luchar contra la necesidad, contra las ansias desesperadas que se dispararon al primer roce de sus labios con los de ella. La mano de Pedro se deslizó por su brazo, le arrebató la cuchara de madera y puso la palma de Paula sobre su nuca, diciéndole exactamente cómo quería que lo tocara. Los recuerdos inundaron su mente y su cuerpo se apretó contra el de él, cambiando de postura ligeramente para sentir mejor su cuerpo robusto. «Es más grande», pensó. Más musculoso y más fuerte. Estaba casi mareada de necesidad por él, de modo que cuando la alzó sobre la encimera y le separó las piernas para poder deslizar las caderas entre ellas, por poco gritó de renovado placer.
—¿Por qué haces esto? —sollozó mientras sus manos recorrían el pecho del hombre y las de él se desplazaban hasta su trasero, acercando el sexo de Paula a su miembro duro. Ella jadeó con los ojos entrecerrados y tuvo que morderse fuerte el labio inferior para contener un grito.
—Porque no puedo parar —explicó con voz áspera. El hombre agradable y sofisticado que había embriagado sus sentidos con sensualidad había desaparecido. Aquello era pura pasión, deseo ardiente. La besó otra vez, ahuecando su trasero con las manos para que los cuerpos de ambos se alinearan perfectamente. El hombre era un hedonista excepcional, y el menor cambio, el menor movimiento, estaba perfectamente calculado para producirle un placer tan intenso que ella temblaba y le suplicaba que le diera más de lo mismo.
El portazo en la parte trasera de la casa fue como si le echaran un cubo de agua fría sobre la cabeza. Durante un instante, se miraron fijamente a los ojos, pero entonces se oyó más movimiento, que indicaba que alguien iba hacia la cocina. Aquello incitó a Paula a entrar en acción. Dio un respingo hacia atrás y casi se cayó de la encimera de metal en su esfuerzo por alejarse de Pedro y horrorizada ante lo que acababan de hacer.
—No he encontrado trufas —dijo su tía Mary—. ¡Oh!
Paula dio un respingo hacia atrás, empujando a un Pedro igual de sorprendido para alejarlo de ella y así poder bajar de un salto de la encimera. Empezó a alejarse, pero se detuvo y se apresuró a volver atrás. Sus rodillas no estaban listas para el reto de sostenerla derecha inmediatamente después de volver a estar en brazos de Pedro.
La tía Mary se detuvo en el vano de la puerta de la cocina, mientras sus ojos internalizaban la escena de su guapa sobrina y un hombre extraño, muy alto y de aspecto poderoso. Algo estaba pasando. En el aire se respiraba una tensión rara, casi tangible, entre aquellas dos personas, que fácilmente podrían haberse descrito como combatientes por la manera en que se fulminaban con la mirada entre ellos, y después a ella.
—Lo siento. ¿He interrumpido algo importante? —Sus ojos verdes rebotaban de Paula al hombre alto e increíblemente atractivo de pie junto a su sobrina—. Me voy —empezó a decir.
—¡No! —exclamó Paula casi a gritos. Echó las manos hacia delante para detener a la única protección que tenía para que Pedro no volviera a empezar su juego de seducción otra vez—. No — repitió con menos contundencia—. Este señor ya se iba.
Su ceja oscura se alzó con aquella afirmación.
—¿Me iba?
Ella alzó la vista hacia él, después hacia su tía que los miraba de hito en hito, primero a ella y luego a Pedro, con interés creciente.
—Sí. Ya se iba porque ya hemos hablado de todo lo que teníamos que hablar. Asunto concluido. Caso cerrado.
Pedro volvió a agarrarla por la cintura, ahora sin preocuparse por su público. Estaba furioso con que su preciosa Paula, la mujer que se había derretido cuando apenas la había mirado y que había sucumbido en sus brazos hacía solo un momento, estuviera intentando darle puerta. ¡Nadie lo echaba de ningún sitio! ¡Era él quien echaba a la gente! Era él quien tenía el control.
—El caso no esta cerrado. El asunto sigue abierto. Y no se olvide —dijo, deslizando la mano por la piel de Paula. Sabía que ella estaba intentando no tener escalofríos en respuesta, pero conocía su cuerpo demasiado bien. Conocía todos los lugares que le darían la reacción que quería. De modo que cuando su mano llegó a aquel punto en su costado, justo encima de la cadera, sonrió triunfante mientras la mandíbula de Paula se apretaba y se le cerraban los ojos—. Pero le concederé una retirada táctica por el momento. —Era una advertencia que Paula no podía ignorar. La besó de nuevo; fue un beso intenso y penetrante. Sin embargo, Pedro levantó la cabeza antes de que ella pudiera reaccionar y la soltó. Con un gesto seco de asentimiento a la tía Mary, Paula lo vio salir por la puerta.
Paula se apoyó en la encimera, cerrando los ojos mientras trataba de recuperar el control sobre su cuerpo y su estado de ánimo. Se sentía como una marioneta, y ahora Pedro movía los hilos.
Era capaz de hacerla sentir cosas que no quería sentir y parecía que su cuerpo estaba poseído por otra persona que no era ella. Él siempre había tenido esa habilidad. Antes no la molestaba porque estaba en sincronía con sus necesidades y lo deseaba con la misma intensidad.
Pero, ¿y ahora? Ahora tenía que ser fuerte. Tenía que mostrarse firme y evitarlo. Pero no solamente por su propio bien. Alma y Aldana se merecían una buena madre, no una mujer que se desarmase a la más mínima, que era exactamente cómo había estado al volver de Italia aquel verano hacía cinco años. «No», no le haría eso a sus preciosas gemelas.
Le costó meses superarlo. Había llorado tantas veces sobre los hombros de Patricia y Paola que se habían quedado anegadas. Después descubrió que estaba embarazada y lloró todavía más.
Aquello había sido un festival de lágrimas hasta que dio a luz. La llegada de sus hijas le proporcionó tanta alegría que se olvidó, al menos temporalmente, de estar triste. Después de su nacimiento, estaba demasiado cansada como para seguir llorando.
Pensando en retrospectiva, el nacimiento de sus hijas probablemente le había salvado la vida.
Era un caso perdido: no comía bien, no dormía lo suficiente.
Caminaba por la vida como una zombi, sin importarle nada.
Descubrir que estaba embarazada fue aterrador.
Independientemente de lo excitada que estuviera ante la idea de tener una pequeña parte de Pedro creciendo en su interior, el embarazo era lo último que se había esperado y lo que era menos capaz de sobrellevar en ese momento.
Pero lo hizo. Con el amor y el apoyo de su familia, había dado a luz a sus dos preciosas niñas.
Ella y sus hermanas, Paola y Patricia, junto con sus hijas, vivían en un apartamento grande justo encima de su antigua sede hasta hacía unos pocos meses. Ahora vivían en una casa victoriana fabulosa con una cocina enorme. Seguían viviendo encima de la cocina. Bueno, todas excepto Paola,
que ahora vivía con su marido, el guapo Manuel Liakos.
Esperaban sus propios gemelos en los próximos meses.
Pero Paula y las gemelas ahora tenían su propio apartamento, de modo que ella podía escabullirse en la intimidad de su mundo cuando necesitaba un poco de espacio.
Respiró hondo, abrió los ojos y rezó para que Pedro hubiera desaparecido de una vez según miraba a su alrededor. Por suerte, solo vio a su tía Mary, que la miraba con ojos divertidos e inquisitivos.
Mary cogió las bolsas y las dejó con un golpe sobre la encimera de metal.
—Era un chico bastante guapo —dijo finalmente. Empezó a vaciar el contenido de las bolsas en la encimera, más consciente de la confusión y el dolor en los ojos de su sobrina que de lo que estaba sacando—. ¿No sería él la razón por la que hace cinco años volviste de Italia embarazada y hecha polvo? —preguntó, sin medir sus palabras. Nadie de su familia era demasiado bueno en eso de dar rodeos.
Paula se encogió, recordando lo patética que había sido, lo devastada y dolida que se sentía cuando su primer amor resultó ser tan amargo.
—Él y yo tuvimos una relación —admitió Paula, ocupándose en sacar de las bolsas los suministros que había comprado su tía.
La tía Mary observó la puerta por la que se había marchado el chico guapo, con los labios fruncidos, sumida en sus pensamientos.
—Parece que está preparado para tener otra relación. ¿Quiere decir eso que voy a tener más sobrinas y sobrinos? —preguntó riéndose.
—No bromees, tía Mary. Por favor —suspiró Paula, que seguía intentado asimilar el hecho de que Pedro estuviera allí. ¡En Washington D. C.! «Vale, viaja por todo el mundo con sus negocios, pero ¿por qué está aquí? Su sede está en Roma. Además, ¡su familia me detesta!». La madre de Pedro
se había esforzado mucho para hacerla sentir incómoda e inadecuada. No había pasado un momento sin que Paula se sintiera insuficiente a ojos de la elegante señora.
—Oh, cariño —dijo la tía Mary, compasiva—. No sé qué ocurrió entre vosotros hace cinco años, pero no dejes que el pasado interfiera con tu felicidad ahora.
Paula sacudió la cabeza, sorprendida de que su tía pudiera siquiera insinuar que ella y Pedro deberían intentarlo otra vez. Se rio ante la mera idea de dejar que entrara en su vida, de explicarle lo que había ocurrido hacía cinco años. No, la última vez no había respondido a sus llamadas. Entonces le daba miedo el compromiso; Paula no podía imaginarse lo rápido que huiría si averiguara que tenía dos hijas. Dos hijas maravillosas, adorables, inteligentes y divertidas que podrían asfixiarlo de amor. Pedro no quería amor. Quería pasión.
Quería vivir la vida al máximo y hacer crecer su negocio hasta convertirse en el más grande y el más poderoso del mundo. Derribaba cualquier cosa o a quienquiera que se interpusiera en su camino. Ya lo había visto antes y de ninguna manera iba a someter a sus hijas a tal dolor y rechazo.
—No quiere niños, tía Mary.
Mary se rio.
—Bueno, tú tampoco los querías hasta que te enteraste de que estabas embarazada.
Paula tenía que admitir que su tía tenía razón.
—No cree en el amor.
La tía Mary bufó con poca elegancia.
—Los hombres creen en el amor. Y no dejes que te convenzan de lo contrario, bonita. Lo que ocurre es que lo llaman por otro nombre. Y lo demuestran de otra manera, pero en el fondo es lo mismo. Simplemente no saben cómo aceptarlo. Depende de nosotras hacer que entiendan lo que sienten y que lo expresen adecuadamente. —Puso los ojos en blanco y sacudió la cabeza—. Santo cielo, no tienes ni idea de la cantidad de veces que tu tío Juan me ha dado un pavo embadurnado con algo. Y si no era un pavo, era un jamón, o filetes o la parte del bicho que fuera a hacerme a la parrilla. Lo trae a la cocina como si hubiera salido a cazar el bicho él mismo —se rio. Incluso Paula consiguió reír aunque tenía el corazón apesadumbrado por la reaparición de Pedro—. Pero esa es su forma de demostrarme que me quiere. Es su manera de cuidarme. Puede que sea un incordio y que me suba el colesterol, pero es muy dulce a su manera.
Paula sonrió con cariño porque su tío Juan era realmente inepto a la hora de hacer un regalo romántico a su mujer desde hacía cuarenta y cinco años. Una vez, ella llevó flores a casa para sí misma y le dijo que él le había comprado flores. El tío Juan gruñó, miró las flores y encendió la parrilla, dispuesto a demostrarle lo que era «amor del bueno».
Eran una pareja muy dulce, pero Paula sabía que Pedro no era el tipo de hombre de rosas y por siempre jamás. Tenía amantes a quienes mantenía en apartamentos, y llevaba a señoritas preciosas a eventos fabulosos, pero todas sabían hasta dónde llegarían. Ella era la única que no había seguido el guión. Cuando empezaron su aventura, ella no se había dado cuenta de lo que realmente era: una aventura sin más que terminaría cuando él se cansara de ella. Para Paula, aquel tiempo, aquel comienzo con Pedro, había sido mágico.
La tía Mary recogió su bolso y salió por la puerta trasera, pero no sin antes lanzarle a Paula una mirada que decía: «Piénsatelo».
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