viernes, 15 de julio de 2016

CAPITULO 5: (TERCERA PARTE)




Paula tiró su bolsa de playa sobre un taburete del bar y aposentó su trasero sobre el último taburete de la barra.


—Vale, Jeff. Ponme lo mejor que tengas hoy —dijo, llamando al barista, que estaba tras el mostrador, puliendo vasos. Era la única clienta del bar en ese momento, ya que eran aproximadamente las cinco de la tarde. No estaba muy segura de por qué la playa y la piscina se quedaban vacías a las cinco, pero sospechaba que tenía algo que ver con que las parejas se fueran a sus habitaciones a hacer cosas malas y traviesas el uno con el otro. Por eso estaba ella allí. En el bar. Sola.


Sacó su libro y suspiró. Después de un día en el resort, admitía que eso de hacer cosas sola no era tan bonito como pintaba, pero se negaba a rendirse. Iba a pasárselo bien aunque la matara.


En cuanto vio a la mujer sentarse en el bar, Pedro ya caminaba en esa dirección. Asintió al camarero, indicándole que iba a hacerse cargo él mismo y se metió tras el mostrador. Se quitó la chaqueta tostada, desabotonó las mangas de la camisa y se remangó. Observó a la hermosa mujer leyendo su libro mientras le servía un vaso de agua helada y un cóctel que pensaba que podría gustarle. Ella no se había dado cuenta de que le había llevado él mismo la bebida y eso lo irritaba por alguna razón. 


Estaba acostumbrado a que las mujeres se percataran de su presencia. Se había aburrido de sus enconados esfuerzos, así que, ¿por qué lo frustraba la indiferencia de aquella mujer? Le sirvió una bebida espumosa con destreza y deslizó el vaso hacia ella, junto a un vaso de agua con hielo.


—¿Qué es esto? —preguntó cuando le puso delante el agua con hielo. Al subir la mirada, Paula vio al hombre del vestíbulo. «Corrección: al hombre del vestíbulo, enorme, guapísimo e increíblemente atractivo, pero molesto, grosero y arrogante». Estaba tras la barra del bar. Los ojos de Paula se estrecharon en una fina línea.


—Usted no es el barista —dijo apoyándose contra el pequeño respaldo del taburete—. Le he pedido a Jeff que me pusiera algo.


—Bebe un poco de agua y te daré el mejor cóctel que has probado nunca. —Había una bebida morada, espumosa junto a su codo. Paula la observó con interés.


Apretó la mandíbula, fulminando al hombre y fingiendo que el estómago no le daba saltitos al ver su físico oscuro y atractivo.


—No quiero agua. Quiero una bebida.


El cuerpo de Pedro reaccionó de inmediato al descaro de ella. Era pequeñita, pero los músculos de sus piernas y los pechos turgentes en ese bikini le decían que se sentía segura de sí misma. «Joder, está buena. Y no tiene miedo». 


Era una combinación letal en su cabeza, cosa que no tenía sentido. No le gustaban las mujeres con genio. Le gustaba que fueran agradables y complacientes. Nada en esa mujer lo era. «Entonces, ¿por qué sigo aquí? ¿Por qué me atrae?».


—Llevas cuatro horas sentada al sol en la playa. Probablemente estés deshidratada.


—No lo estoy —discutió, sacando una botella de agua y dando un largo trago de esta mientras ignoraba el vaso de agua con hielo que le había puesto delante.


La primera reacción de Pedro fue reírse a carcajadas. Pero recordó que él no hacía esas cosas. Sin apartar la mirada de sus ojos verdes, deslizó la otra bebida hacia ella.


—¿Qué es esto? —preguntó Paula observando la bebida—. ¿Morada? ¿Qué clase de bebida es morada? —preguntó excitada muy a su pesar, pero intentando ocultárselo al hombre, que no debería gustarle pero que la fascinaba a pesar de sus pensamientos racionales.


Pedro extendió los brazos y se apoyó contra la barra.


—Pruébala —le dijo con voz desafiante, retándola a que diera un trago.


Paula observó la bebida con cautela, sin estar segura aún.


—Probablemente la hayas envenenado —espetó sin tocarla.


Un segundo después, se oyó un estruendo. Paula se volvió y vio a una camarera agachada, barriendo con frenesí un montón de vasos del suelo de piedra. Por suerte, ninguno era de cristal, así que solo había sido un caos de vasos de plástico, pajitas y bebidas derramadas.


—¡Ay, madre! —dijo Paula, saltando de su taburete para ayudar a la camarera.


—Está bien, señora —dijo esta, mirando nerviosamente por encima del hombro de Paula—. Ya lo limpio yo.


Jeff, el barista, salió apresuradamente de detrás de la barra y la ayudó a recogerlo todo. Un momento después, llegó alguien del personal de limpieza. El rostro de la camarera estaba rojo como una langosta.


No dejaba de mirar con nerviosismo al hombre que permanecía de pie tras la barra.


—Toma, el último vaso —dijo Paula alzando la bandeja.


La camarera sonrió agradecida, pero aún parecía nerviosa.


—De verdad, estoy bien. Yo me ocupo de esto. Siento muchísimo haberla molestado. —Miró una vez más por encima del hombro de Paula antes de alejarse apresuradamente con la cabeza gacha, como un perro al que acabaran de reprender.


Paula miró atrás y vio al hombre enorme, que lucía una mirada extraña, casi aburrida, en su bello rostro. O casi bello… Si no hubiera parecido tan disgustado.


—Podrías haber ayudado —espetó sentándose a la barra.


—No debería haber dejado caer esos vasos —le dijo él con un tono de advertencia.


Paula puso los ojos en blanco.


—Eres un poco capullo, ¿sabes?


Jeff empezó a toser y se dio la vuelta, ocultándose tras unas botellas.


Pedro ignoró al otro hombre, enfrentándose a aquella belleza sin rodeos.


—Me han llamado cosas peores —le dijo.


—Me lo creo.


—Prueba la bebida.


Paula no se molestó en mirar el mejunje morado y tentador.


—¿Por qué habría de hacerlo? —preguntó.


Pedro quería reírse otra vez, pero mantuvo un gesto adusto. En lugar de eso, se alejó de la barra y empezó a retirar la copa.


—Tienes razón. Probablemente no puedas con ella. Te pondré una copa de vino blanco.


Paula jadeó.


—¡Ni se te ocurra! —espetó, quitándole la copa de la mano. Se la acercó mientras seguía fulminándolo con su mejor mirada de «no me tomes el pelo» antes de probarla con delicadeza.


—¡Hala! —dijo sin querer—. ¡Está buenísimo! —La posó sobre la barra y volvió a mirarlo—. Está bien, desembucha. No eres barista y obviamente no eres huésped del resort. ¿Quién eres? —inquirió.


Pedro vio que sus preciosos ojos verdes brillaban con inteligencia y curiosidad mientras ella intentaba abrirse camino hasta su identidad.


—¿Importa eso?


Paula dio otro sorbito a su bebida y negó con la cabeza.


—En realidad, no. Sobre todo porque voy a ignorarte.


Él se rio profundamente y ella le volvió a lanzar una mirada. 


Se quedó boquiabierta y no podía apartar la mirada, simplemente por ese sonido increíble.


«¡Santo Dios! No debería estar permitido que un hombre suene tan sexy solo con una carcajada. ¡Debería ser ilegal!». 


Su cuerpo se tensó y sintió un hormigueo extraño en lo más profundo de su estómago.


Si él no se hubiera decidido ya sobre esa mujer, aquella afirmación tan atrevida lo habría convencido. Tal y como era en ese momento, se estaba conteniendo a duras penas de rodear la barra y besarla para que dejara de discutir con él. 


Miró sus labios, percatándose de lo rosas y turgentes que eran.


Cuánto le gustaría morder ese labio inferior, probarlo y saber cómo sería tener a esa mujer tan desafiante en sus brazos.


—No vas a ignorarme, Paula —Dijo aquello como si fuera una combinación entre una orden y una premonición—. Tú y yo vamos a ser amantes.


Paula se habría atragantado con la bebida si hubiera dado un trago en ese momento. Solo con eso, ya sentía que se estaba asfixiando, de tan conmocionada que se había quedado ante aquella declaración.


¿De verdad le acababa de decir eso? Ningún hombre se había mostrado nunca tan seguro de sí mismo, tan franco.


—¿Amantes? —susurró.


Él asintió con la cabeza y se acercó más a ella.


—¿No tienes una respuesta mordaz? —bromeó.


Paula negó con la cabeza, sin saber bien qué decir.


—No creo.


—¿No crees tener respuesta?


La mirada de Paula cayó involuntariamente sobre su boca. 


Observó que tenía labios duros y firmes.


«¿Serán más suaves al besar o permanecerán duros e inflexibles?», se preguntó. Sacudió la cabeza ligeramente. «¿Qué ha dicho? Ah, sí. Amantes. ¡Ni de coña! ¡Con un hombre así, no! Vale. Lo tiene todo en su sitio. Más que todo», pensó mirando sus hombros anchos y los antebrazos musculosos que revelaban su impecable camisa ligeramente remangada.


Apartó la mirada otra vez al darse cuenta de que estaba comiéndose a aquel hombre con los ojos.


Él volvió a reír por lo bajo. Se estiró y empezó a mezclar otra bebida.


—Háblame de ti —dijo pasándole una bebida verde.


Paula volvió a mirar abajo, confundida y muy relajada. 


¿Por qué le ponía otra bebida, si todavía no se había terminado la primera? Entonces sus ojos enfocaron la bebida morada inexistente, y se dio cuenta de que se había terminado el primer cóctel mientras hablaba con aquel hombre.


Se aclaró la garganta y cambió su vaso vacío por el verde, que estaba rebosante.


—Bueno, estoy aquí de luna de miel.


Dio un sorbo al cóctel y cerró los ojos mientras disfrutaba lo maravilloso y frío que estaba.


—Pero no estás casada.


A Paula se le abrieron los ojos de par en par y suspiró, dando un largo trago a su bebida.


—¡Madre mía! Esto está delicioso. Creo que haces mejores bebidas que Jeff. —Ni siquiera se molestó en admitir la observación del hombre.


—¿Por qué no estás casada? —preguntó sirviéndose una bebida a su vez.


Paula dio un largo trago esa vez, para fortalecerse. Ni siquiera tendría por qué responder a su pregunta, pero después de dar otro sorbo a la bebida verde, se encogió de hombros mentalmente. Total, probablemente ya sabía la exclusiva de su boda fallida. ¿Por qué no confesar?


—Mi prometido decidió que no estaba preparado para el matrimonio. —Apoyó la cabeza en la mano y revolvió su bebida con el adorno de piña y cereza.


—Y decidiste venir a tu luna de miel de todas formas. Impresionante. Eres muy valiente.


—En realidad no. No es tan divertido. —Miró a su alrededor, percatándose de que empezaba a ponerse el sol y que parejas con sus mejores prendas volvían paseando hacia la zona de la piscina.


Pronto el bar se llenaría de gente que venía a tomar algo antes de cenar y ella sería la que estaba allí sola —. Será mejor que vuelva a mi habitación.


«¿Escapar? Ah, no. Esta mujercita no va a huir de mí. ¡Ni por asomo!».


—Cena conmigo esta noche.


Paula alzó la vista hacia él y se quedó helada.


—¿Cenar? —preguntó.


Él casi se echó a reír a carcajadas ante su gesto sorprendido y confundido. Esa inclinación tan repetitiva hacia el humor le resultaba extraña, así que desechó la posibilidad de su mente.


—Sí. Cuando dos personas comen y hablan. La mayor parte de la gente come varias veces al día.


Paula se rio, a pesar de su animosidad contra aquel hombre.


—¿Ves? Puedes ser encantador cuando te lo propones —bromeó en respuesta.


—Sólo con el aliciente adecuado —respondió él con la mirada brillante sobre sus labios.


Ella se estremeció, pero estaba fascinada con su mirada.


—Dudo que vayas a encontrar muchos alicientes en mí —replicó.


Pedro subió la mirada hacia sus ojos, sin dejar de mirarla fijamente.


—¿Qué tal si vamos paso a paso esta noche?


Paula dio otro largo trago mientras lo miraba fijamente, sopesando su pregunta. La bebida mentolada la estaba haciendo sentirse mucho más relajada y, probablemente, demasiado segura de sí misma.


—Sigues siendo una persona horrible.


«¿Estoy ligando con este hombre? ¡Yo nunca flirteo! Y cuando me atrevo, la mayor parte de los tíos no se entera. ¡Pero este hombre parece entenderme!».


—Sí, soy buen bailarín, mejor barista que Jeff, y mejor compañía que sentarte sola en tu habitación. Así que, ¿por qué no sentarte de mí y contarme todos mis defectos? Yo me enteraré de tu historia. Tú me reñirás por lo mala persona que soy y seremos amantes a medianoche.


En ese momento, Paula estaba terminándose la bebida y se atragantó. Cuando consiguió aclararse las vías respiratorias, lo miró con ojos llorosos.


—No vamos a ser amantes.


La luz en la mirada de Pedro brilló con más fuerza ante la resistencia continuada de Paula.


—Entonces, ¿cenamos en una hora? —respondió—. Podemos comer en el restaurante.


Ella negó con la cabeza.


—No tenemos reserva.


Había varios restaurantes en el resort, incluida la cafetería donde había estado comiendo ya que no tenía acompañante. Se apresuraba a entrar antes de la hora punta y salía lo bastante temprano para que no demasiada gente se preguntara por qué estaba allí sola.


—Te veo aquí en una hora —le dijo—. Habrá una mesa para nosotros.


Lo miró de arriba abajo, consciente de que su osadía se debía al alcohol, porque de otro modo nunca habría sido tan descarada.


—¿Crees que puedes dejarte la arrogancia aquí en el bar y ser un acompañante encantador? —se atrevió a preguntar.


Él hizo una leve reverencia, pero en realidad no era más que una pequeña inclinación de cabeza.


—Me esforzaré para ser un perfecto caballero durante la cena.


Paula se percató de que su promesa no incluía la sobremesa.


—No creo que…


Pedro se inclinó ligeramente hacia delante, engatusándola con los ojos y flirteando con la voz mientras decía:— Vamos, Paula. Hasta mi compañía tiene que ser mejor que comer sola en tu habitación. —Con eso, rodeó la barra y la levantó del taburete—. En una hora. Si no estás aquí, iré a buscarte, así que no intentes darme plantón.


Paula sonrió, pensando que era un hombre interesante.


—Vale. En una hora —respondió alejándose hacia su habitación. Se tomó su tiempo paseando relajadamente por el patio de piedra. No quería apresurarse a pesar de que cada fibra de su ser la impelía a correr por los pasillos hasta su habitación para arreglarse. Pero sabía que la estaba observando mientras cruzaba el patio y, por supuesto, no quería parecer entusiasmada. No por cenar con ese hombre.


No, tenía que fingir indiferencia.


Sin embargo, en el momento en que desapareció de su vista, apretó el paso, apresurándose por el pasillo hasta el ascensor. Una vez en su habitación, se quitó el bikini y el pareo, tiró todas las prendas al suelo y se metió deprisa en la ducha. Se lavó el pelo y lo acondicionó; después utilizó el gel de ducha con aroma a fresas, lo que se había comprado para tentar a Greg, para oler realmente bien.


Se le ocurrió que se sentía muy agradecida de que Greg no estuviera allí en ese momento. ¿Se debía únicamente a Pedro y a la extraña atracción que sentía por él?


«No», admitió mientras se secaba el pelo con secador. Se había sentido aliviada desde el momento en que puso un pie en el avión. Aceptar casarse con Greg había sido un error. 


Debería haberlo sabido, pero aquello se había hecho una bola cada vez mayor.


Lo apartó de su mente y se concentró en la noche que tenía por delante. Escogió el vestido envolvente rojo que había comprado, pero que aún no había tenido el valor de ponerse. 


Se lo puso y ató el cinturón de forma segura. Sin embargo, al verse reflejada en el espejo, dudó. ¿El vestido gritaba «¡tómame!» o más bien gritaba al mundo «tengo confianza en mí misma y no te tengo miedo»?


No estaba muy segura. Miró el reloj y se percató de que se le había acabado el tiempo. Si no volvía al bar, Pedro podría pensar que se había rajado. No quería darle esa impresión en absoluto. De modo que cogió su bolso de mano a juego, metió la llave de la habitación y su pintalabios en el bolso y salió con los hombros estirados y fingiendo ante el mundo que se sentía feliz y segura de sí misma, aun cuando en su interior estaba temblando de los nervios.




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